EE.UU.: Un presidente, no un salvador
por Gene Healy
Gene Healy es editor titular de Cato Institute y editor del próximo libro Go Directly to Jail: The Criminalization of Almost Everything (Vaya Directo a la Cárcel: La Criminalización de Practicamente Todo).
En una famosa entrevista televisiva en 1979 el candidato presidencial del partido Demócrata, Ted Kennedy, quedó mal al responder a una pregunta sencilla: “¿Por qué quiere ser presidente?” La respuesta cantinflérica del Sr. Kennedy le hizo un gran daño a su campaña. En el reciente Saddleback Civil Forum on the Presidency, los senadores Obama y McCain dieron respuestas más coherentes cuando el Pastor Rick Warren preguntó lo mismo. Pero en un EE.UU. donde con una sana perspectiva de la presidencia, sus respuestas también los hubiese descalificado.
Lo que motivó a Barack Obama a buscar la presidencia fue “la idea básica de empatía” y la noción de que si “vemos que alguien que está mal... nos preocupamos por esa persona”. El republicano John McCain explicó que él se encontraba en esa carrera “para inspirar a una generación de estadounidenses a que sirvan a una causa mayor que su propio interés personal”.
Sentimientos nobles, sin duda, pero en el esquema constitucional original, el presidente no era, ni el Jefe Solidario, ni un entrenador de vida nacional. Su papel era el de ejecutar fielmente las leyes, defender al país de ataques y limitar el poder del congreso con su veto cuando este excedía sus límites constitucionales.
Lo que esperamos que el presidente haga
Pero hay una razón por la cual los candidatos hablan de la manera que lo hacen. Su retórica refleja fielmente las sobredimensionadas expectativas que se han creado los estadounidenses de esa posición: haga crecer la economía. Denos más atención médica a un menor precio. Protéjanos de los huracanes. Detenga el calentamiento global. Lleve la paz al Medio Oriente. Inspírenos. Ansiamos un superhéroe espiritual, no solamente alguien que “conserve, proteja, y defienda la Constitución”.
Como las convenciones celebraban a los consagrados, vale la pena explorar cómo nuestra gran desviación de la modesta noción de responsabilidad presidencial que tenían los Padres Fundadores ha resultado en una política disfuncional y una sobredimensionada presidencia imperial.
La campaña de McCain ha encontrado su repunte recientemente mofándose de las pretensiones cuasi mesiánicas de Sr. Obama. Un anuncio de campaña reciente de McCain Titulado, a manera de burla, “El indicado”, mezcla segmentos de los discursos de Obama con los de Charlton Heston vestido de Moisés separando las aguas. “Y el mundo recibirá las bendiciones [de Obama]”, entona el narrador. Esto es un anuncio eficaz, aprovechándose de la fastidiosa arrogancia que de vez en cuando emana de la campaña de Obama. Como Michele Obama dijo en febrero de 2008: “Barack Obama es la única persona en esta contienda que entiende que, antes de que podamos trabajar en los problemas, tenemos que curar nuestras almas. En esta nación nuestras almas están dañadas”.
Pero no se confunda: Los dos partidos ven al presidente como su guardián nacional y redentor, una figura a la que se le confía el cuidado del alma de EE.UU.
Esto es una idea que el Presidente Bush ha repetido varias veces. Y es prácticamente de rigor para los candidatos presidenciales del partido republicano hacerlo. Cuando Mike Huckabee anunció su candidatura, en enero del 2007, dijo que se encontraba en esta contienda porque “Estados Unidos necesita un mando positivo y optimista para darle una especie de giro al país y así ver un renacimiento de nuestra alma nacional…”.
El Sr. McCain, asimismo, considera al presidente un curandero de almas. Su héroe, Teddy Roosevelt, fue un gran presidente, McCain insiste, porque “interpretó libremente la autoridad constitucional de la posición”, y “alimentó el alma de una gran nación”.
Si la presidencia implica ser ser curandero de almas, entonces ¿qué no implica?
Esa grandiosa concepción del papel del presidente no puede ser más lejana de cómo nuestros Padres Fundadores concibieron la posición. Como The Federalist no. 69 nos indica, el jefe ejecutivo descrito en la Constitución tenía un importante trabajo, pero no tenía “ninguna partícula de jurisdicción espiritual”. En lugar de ello, el académico presidencial Jeffrey K. Tulis explica que a diferencia de los “regímenes que tienden a intentar formar las almas de sus ciudadanos y promover algunas excelencias de las cualidades morales penetrando profundamente en la esfera ‘privada’, los Fundadores querían que su gobierno sea limitado para establecer y asegurar esa esfera”.
Los hombres que diseñaron nuestra Constitución nunca consideraron al Presidente de EE.UU. como un “líder nacional”. De hecho, para ellos la noción del “líder nacional” se aumentaba la posibilidad de que se de un régimen autoritario gobernado por un demagogo que crearía una atmósfera de crisis para acrecentar su poder.
Aunque sea difícil imaginarlo en tiempos de una campaña moderna, los Fundadores rechazaron totalmente la noción de un presidente con una fuerte presencia mediática.
Los presidentes debían ser mucho más vistos que oídos, por lo cual nuestros siete primeros presidentes promediaban un poco más de tres discursos al año. Tampoco los primeros presidentes siguieron la práctica moderna de referirse a sí mismos como “jefes en comando”, como si EE.UU. fuese un enorme ejército dirigido por un líder militar superior. Cuando George Washington se refirió a su posición, él sostuvo con frecuencia que prefería el humilde término de “jefe magistrado”.
Cierto es que la humildad es difícil de discernir en las campañas modernas. Si nuestros candidatos presidenciales parecen aceptar una noción exaltada de su estatus, tal vez eso se debe a la adulación con la cual son constantemente recibidos por masas de gente durante las apariciones de campaña. Un ejemplar reciente del New York Times describió la atmósfera que predomina: “Miren sus caras –no la de los candidatos, sino de quienes están en la primera fila, con sus manos y dedos extendidos, sus ojos alerta y a veces con lágrimas”. “Logré olerlo y fue asombroso,” exclamó Kate Hommrich, quien logró acercarse a Obama en una manifestación de campaña. Otra, Bonnie Owens, consiguió que le pellizcara el dedo el Senador de Illinois. “Fue la mejor experiencia de mi vida”, declaró.
Y no solo son los votantes en las manifestaciones de campaña son víctimas de la idolatría presidencial. La élite política estadounidense –los que hacen opinión y los académicos especializados en la presidencia- son peores. Cuando el Presidente Bush viajó a Blacksburg, Virginia, a ofrecer bienestar después del alboroto por el tiroteo en Virginia Tech, David Gergen, asesor de un presidente demócrata y tres republicanos comentó: “En momentos como este, [el Presidente] se saca su gorra de jefe en comando y se viste de consolador en comando”. Leon Panetta, antiguo jefe de personal del Presidente Clinton, fue aún más lejos: “En muchas maneras [el Presidente] es nuestro capellán nacional”.
Arthur Schlesinger Jr., autor, tal vez no lo suficientemente irónico del libro The Imperial Presidency, capturó el consenso moderno y bipartidista en la introducción a su encuesta de ranking presidencial, sosteniendo que un gran presidente necesitaba tener una profunda conexión con “las necesidades, ansiedades, sueños de la gente”.
Por supuesto que la habilidad de canalizar el espíritu colectivo del público estadounidense no es una destreza que el jefe magistrado necesita para ejecutar fielmente las leyes o defender al país de ataques extranjeros. Pero esa ilimitada perspectiva de la responsabilidad presidencial ha ayudado a derivar en un póder ejecutivo dramáticamente fortalecido.
Algunos pueden contestar, que todo esa “palabrería del alma” es pura retórica. Después de todo, no es como que algún presidente, preocupado por su “la enfermedad” espiritual, ha designado a un “zar nacional del alma”, encargado con reformar el espíritu estadounidense a través del poder coercivo del gobierno.
Terribles consecuencias
Pero las ideas tienen consecuencias y pocas ideas han tenido peores consecuencias que la creencia de que los estadounidenses necesitan grandes cruzadas federales para ser apartados de las preocupaciones privadas y parroquiales y para vivir sus vidas con sentido. Como David Brooks escribió en 1997 en un ensayo en The Weekly Standard, “…últimamente, el objetivo de EE.UU. encuentra su voz solamente en Washington… Sin una visión nacional rigurosa, estamos plagados por la ansiedad y la inquietud”.
Esto ayuda a explicar por qué Washington no solamente intenta resolver problemas; inicia guerras —contra las drogas, la pobreza, el terror, las enfermedades. Todos estos siendo objetivos nobles, pero el costo destructivo de estas guerras dejaría atónito a cualquiera. Cuando él aumentó el financiamiento de la guerra contra la droga en diciembre de 2001, Bush declaró que “cuando luchamos contra las drogas, luchamos por las almas de nuestros compatriotas estadounidenses”. Como consecuencia de aquella lucha, casi medio millón de estadounidenses están actualmente tras las rejas por ofensas relacionadas a las drogas, y EE.UU. tiene una población encarcelada per cápita que hace palidecer aquellas de China e Irán.
La noción de presidente como guerrero espiritual ha ayudado a que se den peligrosos excesos en la guerra contra el terror. La semana después del 11 de septiembre, Bush anunció que él no sólo que respondería a los ataques, sino que también “liberaría al mundo de la maldad”. Una misión así de vasta que demanda poderes igual de vastos —poderes que la población se encontraba muy dispuesta a conceder en la atmósfera de crisis luego del 11 de septiembre.
A un número creciente de estadounidenses les preocupa que la presidencia haya crecido en tamaño, en poder y se haya vuelto muy peligrosa. Aún así todavía queremos que el gobierno —principalmente, el presidente—“haga más”. Y cuando enfrentemos ataques terroristas, estragos de huracanes, casas hipotecadas en mora, caída de las acciones, y un incremento en los precios de los alimentos, inevitablemente culpamos a una persona: el presidente.
Llenar nuestras vidas de esperanza, uniéndonos a todos detrás de un llamado más alto, curando nuestras almas “rotas” —nada de esto siendo remotamente le compete a un presidente. No es sorprendente que los candidatos presidenciales se adapten a nuestras expectativas contradictorias. Ese es el negocio en el cual ellos están metidos. Pero si no estamos felices con los resultados, deberíamos recordar la sabiduría que contiene el Principio Pogo: “hemos descubierto al enemigo y ese somos nosotros”.
Mientras que aceptemos —o siquiera toleremos— la idea de que el presidente es el guardián de nuestra alma nacional, tenemos poco derecho a quejarnos de nuestra floreciente Presidencia Imperial.
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