Carlos Alberto Montaner
Una pregunta: ¿por qué los Bill Gates o los Steve Jobs no nacen en Honduras? Quiero decir, ¿por qué en el tercer mundo no surgen personajes creativos capaces de desarrollar productos innovadores, y construir empresas que los comercialicen, creen empleos, generen grandes beneficios e influyan decisivamente en el destino del planeta?
Una pregunta: ¿por qué los Bill Gates o los Steve Jobs no nacen en Honduras? Quiero decir, ¿por qué en el tercer mundo no surgen personajes creativos capaces de desarrollar productos innovadores, y construir empresas que los comercialicen, creen empleos, generen grandes beneficios e influyan decisivamente en el destino del planeta? Si algo sabemos sobre la inteligencia y los rasgos de carácter de la especie humana es que están diseminados más o menos equitativamente. Los finlandeses que han creado Nokia y viven en un opulento paraíso en el norte de Europa no son más inteligentes que los dominicanos o los ecuatorianos aplastados por la pobreza. Por otra parte, potencialmente, el número de personas dotadas por la naturaleza con el ánimo emprendedor es también uniforme: un 20 por ciento del censo nacional.
Alvaro Vargas Llosa se propuso responder a esta irritante pregunta en un libro extraordinariamente importante para el gran debate sobre el desarrollo titulado Lessons from the Poor (Lecciones de los pobres), editado por el Independent Institute. La obra --que aparecerá en el 2009 en español bajo el sello de la editorial Espasa-- comienza por desmentir la premisa anterior: en el tercer mundo sí surgen esos especímenes a los que antes llamaban ''capitanes de industria'', gente emprendedora, psicológicamente marcada por la necesidad de crear, convencer y vencer en el mercado. Gente que tiene un ojo especial para descubrir las necesidades de la sociedad y posee la energía indispensable para tratar de satisfacer esas carencias con los bienes y servicios adecuados. Gente, en fin, que siente la urgencia de triunfar, acumular riquezas y ser respetada y admirada por la comunidad en la que vive.
El libro, escrito por varios economistas importantes, compilado y prologado por Alvaro, quien dirige el Center on Global Prosperity, recoge cinco casos de notables éxitos empresariales conseguidos por personas pobres y en condiciones muy adversas. Dos de ellos ocurren en Perú, otro en Argentina y los restantes en Nigeria y Kenya. En los cinco, hay unos personajes muy peculiares, inteligentes, disciplinados, laboriosos, tenaces, que ni siquiera han realizado estudios especializados, impulsados por la necesidad psicológica de alcanzar el éxito y obtener reconocimiento social, que se han guiado por el único método de trabajo que realmente funciona en el mundo económico: tanteo y error. Es así como los negocios surgen, crecen y prosperan: sobre la marcha, experimentando, improvisando, descubriendo todos los días cuáles son los caminos adecuados y cuáles nos conducen al fracaso.
Nunca olvido el ejemplo de Domingo Moreira, un empresario de ese tipo, fundamentalmente intuitivo, creador en Cuba, probablemente antes que nadie en el mundo, de cadenas de restaurantes de pollo frito, a quien fui a visitar poco antes de su muerte, cercano ya a los noventa años de edad. Yo fui conmovido a lo que sabía que era una despedida, pero él dedicó ese último contacto a explicarme un plan que tenía para desarrollar una industria alimenticia nueva a partir del palmiche, el fruto de la palma. Algo parecido me había sucedido antes con el empresario venezolano Armando de Armas, gran magnate del mundo de la comunicación, que comenzó su carrera repartiendo periódicos ajenos. Andaba en los ochenta y tantos cuando la muerte le sorprendió trabajando y soñando con nuevos proyectos. Para ellos, para los que sienten el fuego de los emprendedores, el placer estaba en crear, luchar y, claro, triunfar.
Ahora hay que reformular la pregunta con que comienza este artículo: ¿por qué no hay más gente emprendedora en el tercer mundo? Y la respuesta es obvia: porque el Estado está organizado para obstaculizar a las personas provistas de este fuego creativo. No hay más que inconvenientes, corrupción, funcionarios parásitos que exigen coimas para no paralizar los proyectos, y gente bien conectada con el poder político que protege sus negocios de la libre competencia perjudicando, de paso, a los consumidores. Cuando Bill Gates puso en marcha Microsoft o Steve Jobs lanzó las computadoras personales Apple, no tuvieron que pagarle a un empleado público para registrar las empresas o a la policía para que no los asaltaran. Y cuando discutían con cuatro amigos en un garaje cómo iban a desarrollar sus planes, daban por sentado que nunca faltarían la electricidad, el agua potable o la manera de proteger sus derechos de propiedad. Ninguno de los dos, ni ninguno de los millones de empresarios que hay en el primer mundo, tienen que enfrentarse todos los días a la deficiente infraestructura moral y física que hace tan cuesta arriba las labores empresariales en casi toda América Latina y en Africa.
El tercer mundo es una maquinaria implacable dedicada a exterminar a los emprendedores. No es que no nazcan: es que los asfixian en la cuna. Ese es el problema.
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