29 marzo, 2011

Retos demográficos y sindicatos en los EE.UU. (I)

EE.UU. Demografia Por Jorge Suárez-Vélez

En Estados Unidos el reto demográfico es resultado del envejecimiento de la población que disfrutó del “baby boom” desde fines de los años sesenta hasta principios de los noventa (más de 70 millones de estadounidenses nacieron entre 1946 y 1964) y ahora, los estados de la unión americana se están dado cuenta de lo que no tienen los recursos para pagar lo que le prometieron, hace años, a sus trabajadores. El estado de Nueva York, por ejemplo, paga al año 18.5 miles de millones de dólares –una quinta parte de todo su presupuesto operativo- en salarios y prestaciones a sus burócratas, y esa cifra crecerá exponencialmente conforme la población envejezca.

La edad de retiro en Estados Unidos es a los 65 años, cuando los trabajadores tienen acceso a programas de salud estatales como Medicare. Esta edad quedó establecida cuando la esperanza de vida era de 63 años; hoy es de 78.

Los sindicatos adquirieron poder en la década de los treinta cuando las empresas seguían los principios de Frederick W. Taylor, pionero del desarrollo de estudios de tiempos, movimientos y otras estrategias enfocadas a optimizar el desempeño de los trabajadores en las líneas de ensamblaje. Los estudios de Taylor concluían en que los trabajadores debían especializarse en una sola actividad que realizarían en forma repetitiva, día tras día, hasta alcanzar cierto grado de eficiencia. En el camino, el trabajo de ese obrero resultaba aburrido y detestable y los roces entre gerencia y obreros no se hicieron esperar.

A partir de estos enfrentamiento, sindicatos tan poderosos como la UAW (sindicato de trabajadores automotrices), lograron negociar, en 1970, un límite de treinta años al empleo y un seguro de salud para su retiro, pues si empezaban a trabajar a los 20 años de edad y se jubilaban a los cincuenta, seguirían estando a quince años de ser elegibles para los programas de Medicare. Esto significa que un empleado quizá podría vivir de su pensión durante más años de los que estuvo activo laboralmente.

El modelo sindical de retiro negociado por los trabajadores automotrices fue copiado en el estado de Michigan por el sindicato de maestros y lograron, también, implementar cláusulas que protegían al obrero conforme iba envejeciendo, por ejemplo, prohibían despedir a obreros en función a su desempeño. En caso de despido, el primero en salir es el último obrero que entró a la nómina sindical, independientemente de su desempeño. El desempeño laboral tampoco podía influir para

determinar una compensación económica.

El máximo beneficio personal ha sido la esencia de los contratos sindicales y, desafortunadamente, han ido abusando cada vez más. Otro ejemplo, la pensión toma como referencia el nivel del último ingreso anual que obtuvo el trabajador. Dependiendo de cada empresa o cada estado, obtendrá un porcentaje mayor o menor a ese ingreso. Por ello, una práctica común entre trabajadores estatales es acumular horas extra trabajando durísimo en su último año activo, y así establecer una base más alta para sus años de retiro. No es poco usual ver maquinistas de ferrocarril o policías percibiendo ingresos anuales de 120 mil dólares al año o más. En términos de despidos, un maestro, en una escuela pública en California, no puede ser despedido. En casos extremos de abuso sexual u otra infracción igualmente gravedad deja de asistir al salón de clase, pero va a la escuela y sigue recibiendo su sueldo y prestaciones completas.

En el estado de Wisconsin está ocurriendo un enfrentamiento que definirá la forma en la que gobierno y sindicatos se relacionarán entre sí. La quiebra de este estado ha sentado las bases para que el gobernador republicano Scott Walker decida enfrentarse a los poderosos sindicatos de trabajadores públicos. Su motivación son los excesivos beneficios que décadas de irresponsabilidad política han entregado a estos sindicatos. En este juego de ajedrez político, el gobernador se ha lanzado con todo y busca que los trabajadores no solo contribuyan más al pago de su seguro de gastos médicos y su programa de retiro, también busca que cedan una parte importante del derecho con el que hoy cuentan para negociar en forma colectiva, reduciendo ese derecho al ejercicio de negociaciones salariales.

Como siempre ocurre, detrás de esta confrontación hay intereses que no se aprecian a simple vista. Los sindicatos son los principales contribuyentes del financiamiento de las campañas políticas del Partido Demócrata. En el caso de Wisconsin, sin embargo, tanto el sindicato de policías como el de bomberos apoyaron a Walker en su campaña y, en forma poco sorprendente, éstos están exentos de las restricciones que intenta imponer el gobernador republicano.

Por otro lado, el Partido Demócrata sabe que tiene que apoyar a los sindicatos pues son el único contrapeso posible a la disposición tomada por la Suprema Corte el año pasado para permitir que empresas hagan donaciones en campañas políticas en forma ilimitada. Estas donarán, predominantemente, al Partido Republicano. Los sindicatos públicos son la única opción en un país en el que sólo 7% de la fuerza laboral está sindicalizada en el sector privado y 36% lo está en el sector público. Esa tendencia es aún mayor en estados clave para definir elecciones, como es el caso de California y Nueva York, dos de los estados con mayor peso electoral por el tamaño de sus poblaciones.

La pregunta de fondo es ¿se debe permitir que los burócratas se sindicalicen?

Compre dos guerras y llévese otra a mitad de precio

Compre dos guerras y llévese otra a mitad de precio

Special Por Ivan Eland

El Instituto Independiente

Las cosas andan mal cuando un presidente que dice desear salir de Irak y afirma que los soldados estadounidenses pronto comenzarán a retirarse de Afganistán sucumbe a la presión internacional e interna para hacer el trabajo pesado en otra guerra civil—esta vez en Libia. Es como si se tratase de una promoción especial que ofrece “compre dos guerras y obtenga la tercera a mitad de precio”. ¡Que buen negocio!

La intervención aliada en Libia está tan absurdamente mal concebida que los aviones de la coalición (ad hoc) supuestamente están bombardeando sólo cuando los civiles se encuentran en peligro, pero no cuando las fuerzas de Gadafi están atacando brutalmente a la oposición. Esto se debe a que la resolución de las Naciones Unidas no autorizó a ayudar a las fuerzas rebeldes o a remover a Gadafi del poder. Pero no queda claro cómo el hecho de bombardear un edificio en el reducto de Gadafi encuadra en la categoría de salvar a la población civil. Reporteros que inspeccionaron los escombros afirmaron que había sido utilizado por Gadafi para recibir dignatarios—incluidos anteriormente algunos de los reporteros—pero que al parecer no contaba con equipos de comando o comunicaciones. Además, en teoría, si las fuerzas de Gadafi sólo combatieron a los rebeldes y evitaron celosamente atacar a civiles, entonces la coalición podría seguramente ahorrarse algo de munición mientras patrulla los cielos de Libia.

Hay una vana esperanza de que si la coalición ataca a Libia desde el aire—dado que el presidente Barack Obama ha dicho que no será enviada fuerza terrestre alguna de los EE.UU.—las fuerzas armadas de Libia descubrirán que hace a sus intereses derrocar a Gadafi en un golpe de Estado. Por supuesto, los ataques aéreos de la coalición tendrían que aterrorizar lo suficiente a los militares libios para que lo hagan. En cambio, los reporteros que han entrevistado a funcionarios libios de alto nivel sostienen que parecen bastante optimistas respecto de sus perspectivas de sobrevivir a los ataques aliados.

Y Gadafi y sus secuaces tienen muchos motivos para el optimismo. Las fuerzas de la coalición pueden golpear duramente a las fuerzas terrestres de Gadafi en terreno abierto—por ejemplo, en las afueras de Bengasi—pero las fuerzas armadas de Gadafi, cuando menos, podrían refugiarse y erigir defensas en las grandes ciudades. Esto reduciría significativamente el efecto de los ataques aéreos de la coalición, en virtud de que tendrían que ser restringidos en las áreas metropolitanas. Después de todo, luciría muy mal masacrar en masa a los libios—civiles para cuya protección las Naciones Unidas aprobaron esos mismos ataques. Además, sería muy difícil para las harapientas y no entrenadas fuerzas de la oposición tomar ciudades urbanizadas en manos de soldados libios bien preparados.

Así que sin la inserción de las fuerzas terrestres de la coalición, puede llegarse a un punto muerto en el plano militar, con Gadafi controlando la mayoría de las ciudades y los rebeldes conservando una pocas, incluida Bengasi. (La coalición lucirá aún peor si la incesante ofensiva de Gadafi contra los reductos rebeldes tiene éxito incluso en presencia de la zona de exclusión aérea de los aliados). Uno puede prever una zona de exclusión aérea sin éxito que dure años, como ocurrió en el Irak de Saddam Hussein, con una presión similar forjándose para que los Estados Unidos invadan y saquen al demonizado Gadafi.

La demonización de Gadafi se remonta a la administración Reagan. Una vez que un dictador extranjero es demonizado por el formidable mastodonte de relaciones públicas del gobierno de los EE.UU., aumenta la presión para sacarlo del poder como sea posible una vez que las sanciones y una zona de exclusión aérea no hayan podido hacerlo. Así que esté atento a un largo enmarañamiento estadounidense en Libia y tal vez a una futura guerra terrestre de los EE.UU. allí.

El historial de Gadafi en materia de derechos humanos no es ciertamente nada del otro mundo, pero es casi similar al de Arabia Saudita, aliada de los EE.UU., y no mucho peor que el de los israelíes en la Palestina ocupada, según Freedom House. Además, los EE.UU. no han utilizado a las fuerzas militares para proteger a la población civil víctima de abuso en un grado aún mayor que en Libia—en Ruanda, Sudán, Congo, etc. Y la Constitución dice que el contribuyente estadounidense es responsable sólo de mantener una “defensa común”, no de detener la violencia que muchos países del mundo ejercen contra sus propios pueblos o naciones vecinas.

Las elites bipartidistas de la intervencionista política exterior estadounidense padecen una negación absoluta, comenzando una tercera guerra cuando el imperio de los EE.UU. ya está arrastrándose afanosamente en dos atolladeros. Con un déficit presupuestario de más de un billón de dólares anuales y una deuda nacional de 14 billones de dólares, el imperio está sobreextendido. La sobreextensión por las guerras e intervenciones innecesarias hundió a las economías de los imperios británico, francés, soviético, y de muchos otros a lo largo de la historia. Esos imperios, también, pensaban que eso no podía sucederle a ellos, tal como los EE.UU. creen actualmente.

Para preservar la República y su influencia en el mundo, los presidentes tienen que hacer retroceder a las abrumadoras presiones a favor de una intervención militar procedente de las élites de la política exterior y los intereses creados que las respaldan. Obama, analítico y al parecer un renuente guerrero por naturaleza, ha capitulado por completo ante dichos intereses. Este resultado ofrece pocas esperanzas de que los futuros presidentes sean capaces de revertir la corriente, ejecuten una política exterior más moderada y sensible, y lideren al mundo con el ejemplo en vez de medidas extremas.

Traducido por Gabriel Gasave

Ivan Eland es Asociado Senior y Director del Centro Para la Paz y la Libertad en The Independent Institute en Oakland, California, y autor de los libros Recarving Rushmore: Ranking the Presidents on Peace, Prosperity, and Liberty, The Empire Has No Clothes, y Putting “Defense” Back into U.S. Defense Policy.

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