23 marzo, 2011

No traicionemos a los rebeldes en esta ocasión

Jeff Jacoby: Libia: No traicionemos a los rebeldes en esta ocasión

Jeff Jacoby

La Guerra del Golfo había terminado. Kuwait, ocupado brutalmente por Irak en agosto de 1990, había sido liberado por una gran coalición liderada por EEUU. Las fuerzas de Saddam Hussein habían sido derrotadas y el odiado tirano había sufrido una derrota humillante.

Aunque Estados Unidos había ido a la guerra para liberar al pueblo de Kuwait, el presidente Bush defendía abiertamente también la liberación del pueblo de Irak. Transcurridas cuatro semanas de hostilidades, instaba públicamente a los iraquíes a derrocar a Saddam.

"Hay otra forma de detener el baño de sangre", decía en Washington el 15 de febrero de 1991. "Que el ejército y el pueblo iraquí tomen las riendas y obliguen al dictador Saddam Hussein a hacerse a un lado y obedecer las resoluciones de las Naciones Unidas y unirse entonces a las naciones amantes de la paz".

El 1 de marzo, Bush reiteraba su llamamiento a una rebelión. "Siempre he dicho que... el pueblo iraquí le debe dejar atrás", decía a los periodistas reunidos en rueda de prensa, "y eso facilitará la resolución de todos estos problemas".

En Irak, la contundente exhortación de Bush -emitida en Voice of America, la BBC, y la Voz del Irak Libre respaldada por la CIA- se escuchó alto y claro. Los chiítas del sur largo tiempo oprimidos y los castigados kurdos del norte respondieron al llamamiento del presidente. Animados por la garantía de que América estaba con ellos, y sabedores de que había 400.000 efectivos de la coalición destacados en las inmediaciones, aprovecharon la oportunidad de liberarse de la tiranía de Sadam.

El levantamiento se inició en el sur. El 3 de marzo, el artillero de un tanque en Basora era ovacionado al disparar un proyectil al gigantesco retrato de Sadam que colgaba en la principal calle del municipio.

En cuestión de unos días, el corazón chiíta estaba patas arriba; en Karbala y Nayaf entre otras ciudades, las autoridades del Partido Baaz de Sadam se verían desbordadas o eran asesinadas u obligadas a huir. Al poco tiempo, también se levantaban los kurdos, liberando Suleimaniya y otras ciudades del norte y sacando a la luz pruebas horribles de los crímenes del régimen Baaz contra el pueblo kurdo.

Los rebeldes se hacían enseguida con 14 de las 18 provincias de Irak. La libertad y el final de Sadam estaban a su alcance.

Pero la ayuda de América nunca llegó. Bush describió a Saddam como "Hitler en otra versión" y repetidamente le amenazó con juicios por crímenes de guerra al estilo Nüremberg. Pero en el momento clave, Bush negó al pueblo iraquí el apoyo estadounidense limitado que necesitaba para derrocar a uno de los totalitarios más salvajes del planeta.

En el momento de la verdad se negaba a invalidar la decisión del General Norman Schwarzkopf de excluir a los helicópteros -los de combate por lo menos- de una orden de la coalición que desplazaba los aparatos militares en Irak. Y de esa forma, con los efectivos terrestres estadounidenses mirando, las fuerzas de Sadam procedían a aplastar el levantamiento con un barbarismo de pesadilla.

Una de las tácticas del régimen iraquí, recuerda el disidente Kanan Makiya en su obra de 1993 La Crueldad y el Silencio, consistía en advertir a los residentes de abandonar la ciudad antes de que atacara el ejército, concretando las rutas de evacuación que eran seguras. Entonces, una vez esas rutas estaban saturadas de columnas de civiles de kilómetros de longitud desesperados por escapar de las hostilidades, la artillería de los helicópteros abría fuego, cosiendo a los refugiados con fuego de ametralladora.

"Un médico que se las arregló para escapar hasta las líneas americanas informó de que las fuerzas de seguridad habían arrojado a su mujer, su hijo y su hermano desde un helicóptero para castigarlos por curar a insurgentes heridos", escribe Makiya. Entre otras atrocidades innumerables más, "los menores que no denunciaban a sus padres a los soldados recibían dosis de gasolina y se les prendía fuego".

En las semanas siguientes, las fuerzas de Saddam masacraban a decenas de miles de iraquíes, llenando cientos de fosas comunes en el ínterin. Bush se negó a intervenir, insistiendo en que nunca había sido su objetivo "obligar a Saddam Hussein a marcharse por la fuerza". Saddam gobernaría Irak durante 12 años infernales más. Haría falta otra guerra encabezada por Estados Unidos para deponer su gobierno, y una considerable factura en términos de recursos y sangre, incluyendo las vidas de más de 4.400 estadounidenses.

A finales de la semana pasada, con las tropas del dictador libio Muammar Gadafi avanzando hacia Bengasi y preparándose para aniquilar a los rebeldes que la defienden, el presidente Barack Obama parecía haber captado de pronto la moraleja de aquella traición de 1991. Durante semanas, el presidente había vacilado en su respuesta a la sublevación contra Gadafi. La dura retórica presidencial -Obama afirmó públicamente que el dictador "tiene que marcharse" y prometía al pueblo de Libia que América "estará con ellos frente a la violencia injustificada"- no se acompañó de ninguna medida.

Sólo a última hora la administración respaldaba una resolución de la ONU que autoriza el uso "de toda la fuerza necesaria" para detener la campaña de Gadafi. ¿Se le había ocurrido de pronto a Obama que estaba a punto de repetir el catastrófico error de Bush padre? El viernes, advertía con firmeza de que todos los ataques contra civiles libios "deben cesar", y que el repliegue de los efectivos de Gadafi "debe implantarse a través de la acción militar".

Misiles estadounidenses empezaron a castigar las defensas libias en torno a Trípoli y las ciudades occidentales de Misurata y Surt. La resolución del presidente llegaba tarde, peligrosamente tarde. Pero si se ha dado cuenta por fin de que no es momento de flaquear, puede que no sea demasiado tarde para salvar a la resistencia libia.

Jeff Jacoby. Columnista de The New York Times.

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