Divagaciones sobre la libertad, los muros y… la timidez
Por Gabriel Gasave
"La vida es aquello que pasa mientras estás haciendo otra cosa"- John Lennon
Como eterno enamorado de la libertad, soy de aquellos que suelen celebrar con enorme regocijo cada 9 de noviembre un nuevo aniversario de la caída del Muro de Berlín. Tal infame monumento a la opresión, erigido en agosto de 1961, fue durante casi dos décadas el símbolo más cabal del desprecio por la naturaleza humana.
Durante el tiempo que el mismo permaneció como una gris fisura entre oriente y occidente, más de 5.000 personas lograron atravesarlo con éxito tras arriesgar sus vidas al buscar una existencia mejor y un contexto de libertad en el cual poder alcanzar aquellos valores que estimaban más trascendentes. Alrededor de 3.200 fueron arrestados en la zona limítrofe, más de 160 fueron asesinados en la denominada “área de la muerte”, como se conocía a la zona de control del lado este de la muralla, y otros 120 individuos resultaron heridos durante su ominosa existencia.
Durante largo tiempo consideré que el anhelo de libertad era quizás la fuerza más intensa que anida dentro de los seres humanos, razón por la cual la circunstancia de vivir en una sociedad abierta se me hacía la más natural de las inclinaciones de nuestra especie. Por ello, entendía que cualquier otra forma de organización social que soslayase el individualismo no era más que un mero artificio que requería de vastas extensiones de muros y alambres de púas y del fuego de la metralla para intentar infructuosamente perdurar.
Lamentablemente, con los años mi opinión cambió. Observando la realidad y viendo que mientras unos pocos se jugaban la vida procurando ser libres, como aquellos estudiantes en la Plaza de Tiananmen enfrentándose al ejército chino en 1989, muchos otros claudicaban mansamente en la prosecución de sus proyectos personales a cambio de algún beneficio circunstancial.
Comencé entonces a cuestionarme acerca de sí en verdad, por sobre la necesidad de ser libres, lo más relevante para una enorme masa de individuos no era sino la idea de obtener lo máximo posible con el menor esfuerzo, en cuyo caso esa gran ficción que es el Estado, en palabras de Federico Bastiat, se convertiría en el instrumento ideal para cumplir con este cometido.
No obstante ello, resulta evidente que cualquiera sean nuestros sueños y deseos de hacer algo, cualquier cosa, desde la más insignificante hasta la más sublime, si no somos libres los mismos tan solo permanecerán por siempre en el plano de nuestra imaginación.
Por esa razón, dejo por ahora abierta mi reflexión al respecto hasta poder arribar a una respuesta definitiva.
Toda mi vida, herencia de mi madre tal vez, vaya uno a saber porqué, he sentido un profundo e inocultable afecto por los Estados Unidos, país que se ha convertido en mi patria adoptiva, que en verdad es la única que cuenta, durante los últimos años. Es por eso que con gran tristeza atestiguo ahora que esta “tierra del libre y hogar del valiente” levante un muro aberrante en su frontera sur, tendiente a impedir que todos aquellos que bregan por llegar a su suelo puedan hacerlo.
Hace algún tiempo, tuve la experiencia de residir en la ciudad de Los Angeles, en la cual espero volver a vivir algún día. Sin más “papeles’ que mis certificados académicos, los que por entonces no me resultaron de gran ayuda, traté allí de ganarme el sustento de todas las formas posibles, moralmente lícitas entiéndase.
Entre las muchas personas con las que tuve la suerte de toparme, recuerdo con gran cariño a Santana y su esposa María, ambos salvadoreños-quizás, los primeros de ese origen que conocí–quienes me brindaron toda su ayuda y afecto en los momentos que más lo necesitaba.
Santana había escapado de la lucha armada en El Salvador a comienzos de los años 80, atravesando con gran esfuerzo parte de su país, y la totalidad de Guatemala y México antes de poder alcanzar el “borde” que lo separaba de la tierra con la que soñaba, punto en el que comenzaba la etapa más difícil de su esperanzada travesía. Con los años, logró traer a su esposa y más adelante a sus dos hijos que habían quedado con sus abuelos en el “pulgarcito” de Centroamérica.
Recuerdo cuando, con lagrimas en sus ojos, me relataba la vez que debió regresar a El Salvador al enterarse que su padre agonizaba, y como sin importarle otra cosa que cumplir con su deber de hijo, recorrió el camino inverso para darle un último beso y luego volver una vez más a cruzar con su esplad mojada el Rio Grande. Enfatizaba, con un orgullo indescriptible, que sería capaz de hacerlo una y otra vez si fuese necesario. Nada ni nadie detendría a esta expresión más genuina de una verdadero "entrepreneur". Ni las prisiones para ilegales en las que estuvo arrestado en dos ocasiones, ni las crecientes medidas de seguridad implementadas en la última época, en especial tras los ataques del "11 de septiembre".
Hasta donde sé, continúa viviendo en mi antiguo vecindario de Inglewood, el barrio de los “morenos” cercano al aeropuerto LAX, donde una noche de un lluvioso febrero dos muchachotes amigos de lo ajeno casi se apoderan de mi vida al procurar hacerse de mi billetera. Afortunadamente no consiguieron ni lo uno ni lo otro y me salvé de convertirme en un solitario “ghost”, pues ni tan siquiera estaba a mi lado la bella heroína del film homónimo.
Hasta donde sé, continúa viviendo en mi antiguo vecindario de Inglewood, el barrio de los “morenos” cercano al aeropuerto LAX, donde una noche de un lluvioso febrero dos muchachotes amigos de lo ajeno casi se apoderan de mi vida al procurar hacerse de mi billetera. Afortunadamente no consiguieron ni lo uno ni lo otro y me salvé de convertirme en un solitario “ghost”, pues ni tan siquiera estaba a mi lado la bella heroína del film homónimo.
Tal vez, después de todo, no debería ser tan pesimista y, con el recuerdo de Santana y otros como él que a diario recorren la calle 6ta en la “Pequeña Centroamérica” del sur de California, seguir creyendo en que la libertad es aún la fuerza motora de gran parte de quienes habitamos este planeta.
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Si tuvo la deferencia de llegar hasta este punto, le pido que no me abandone pues aún quisiera hacer otra reflexión final, incluso de tono más intimista y personal que lo expresado en los párrafos precedentes. Es que, pese a lo que muchos pueden pensar, ser liberal y sentimental al mismo tiempo no es para nada incompatible.
Quien esto escribe, no solo debió luchar desde pequeño contra el padecimiento de los más diversos ataques a su libertad individual de origen familiar, escolar y gubernamental. He tenido que convivir también con un pasajero interior que, en muchas ocasiones, ha sido más dañino y contraproducente que los mencionados. Tuve, y tengo, la desgracia de ser tímido.
Para quien jamás experimentó tamaña deformación del carácter, comprenderla puede ser tan difícil como intentar explicarle los colores a un ciego. Quienes como yo también la han padecido, sé que entenderán crudamente como la timidez es, de todas las cadenas, la más difícil de romper.
En muchas ocasiones, he visto a mi vida convertirse en una sala cinematográfica en la cual, sin poder moverme de mi butaca, veía en la pantalla acontecer todo aquello con lo que soñaba. Lejos estaba la posibilidad de, cual Mia Farrow en “La Rosa Púrpura del Cairo”, superar la línea que separaba a la mera contemplación de la realidad. Solo en situaciones extremas, del tipo “todo o nada”, se me hacía posible doblegar a esa muralla invisible, fuerza motora que me permitió obtener así alguno que otro progreso en mi vida profesional y privada.
De tener la dicha de traer un hijo al mundo, me conformaría con que asimilase tan solo este consejo de mi parte: “Haz en tu vida todo aquello que estimes te hará feliz, sin que te importe nunca lo que otros piensen al respecto, pues si actúas en función de la opinión de los demás, no estarás viviendo tu vida sino la que ellos desean que vivas. Ten presente también que uno, a menos que se trate de la comisión de un homicidio u otro acto similarmente aberrante, siempre termina arrepintiéndose más de lo que no hizo que de aquello que realizó. Y, finalmente, en todo esto ponte como único límite no dañarte a ti ni perjudicar a terceros”.
Pensándolo bien, quien les dice, quizás hasta yo mismo esté aún a tiempo de ponerlo en práctica también.
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