20 mayo, 2011

El Casero Ausente

El Casero Ausente

Un día cualquiera a la mañana decidís salir de tu casa para ir a comprar el pan. El pan que comprás todos los días para que tu familia se alimente. Llegás a la panadería y ves una fila muy larga de gente en la puerta.

Preguntás qué pasa y entre chismes y cuchicheos te dicen que no hay más pan, que se acabó, que el dueño de la panadería tuvo un problema con las maquinarias, otros te dicen que tuvo problemas con los ingredientes, otros, iluminados ellos, ya están hablando de los efectos de la escasez sobre el coste del pan a futuro. Luego de perder el tiempo vagando entre la gente que espera, inútilmente, que salga el pan decidís dar media vuelta e ir a otra panadería a comprar el pan que necesitás y es en ese preciso momento en que la realidad te choca como un tren descarriado. Esa es la única panadería que existe, es la única porque el Estado decidió que esa, su panadería, era la única que podía vender el pan. O comprás de allí o no comés pan. O formás fila y esperas o te quedás con las ganas.

Esta pequeña analogía se puede aplicar perfectamente a la realidad que vive la industria de la construcción paraguaya en este momento. Su pan es el cemento, elemento primordial para la construcción, y la panadería estatal es el INC. Desde hace años y con cierta regularidad el INC ha caído en sucesivos paros, fallos y retrasos que afectan de manera contundente a la cadena de producción de la industria de la construcción. En los últimos meses el problema se ha ido agravando al punto de que el desabastecimiento de cemento es una realidad palpable en uno de los sectores de mayor crecimiento del último lustro. Una gran parte de ese tan mentado 14.5% de crecimiento económico que nos coloca hoy día como los reyes de Latinoamérica a nivel proyecciones se debe a una industria de la construcción que supo apostar e invertir capitalizando en ladrillos una enorme cantidad de proyectos. El oficio de albañil de nuevo estaba valorizado y encontrar contratistas libres era una tarea casi imposible, esto es fácilmente comprobable con algún amigo ingeniero o arquitecto.

El Estado, ese casero ausente que solamente aparece cuando quiere cobrar la renta, hace todo lo posible para ahorcar a sus gallinas de los huevos de oro. No solamente sostiene de manera criminal el monopolio sobre la producción de cemento sino que además ahora está detrás de gravar fuertemente nuestros principales elementos de exportación como son la carne y la soja, pero ese tema lo dejo para otro post. El casero ausente, el gran hermano inútil, el Estado, sostiene un aberrante monopolio sobre el cemento y lo hace con fines estratégicos, ya que generando escasez puede controlar el ritmo de las construcciones y sostener del cuello a una industria que amenaza en volverse poderosa. Al Estado no le interesa el crecimiento del sector privado, el Estado necesita mantener el control y por ello prohíbe que iniciativas privadas produzcan o importen cemento para su libre comercialización, el mismo escenario se aplica a los combustibles ya que todo debe pasar por Petropar primero. El fin es el mismo, controlar, controlar, controlar. Parado sobre las ruinas de su propia inutilidad el Estado paraguayo se muestra en épocas de crisis como lo que en realidad es. Un ente fagocitante que devora toda posibilidad de crecimiento sostenido. La iniciativa privada crece no gracias a las políticas de estado sino a pesar de ellas. Esto es algo que vale la pena tener en mente cuando se analiza la situación.

Al ostentar el poder de generar las leyes que se le antoje y al tener los medios para forzar a cumplirlas (para esto están las fuerzas de orden ¿No?) el Estado se coloca como juez y parte, como referí y jugador en un partido injusto y desbalanceado en el que enfrenta a la voluntad privada. Está más que demostrado que el Estado es un pésimo administrador, un inversor horrible y un productor incapaz. ¿Cuál es el motivo para que siga sosteniendo entre sus sucias garras la capacidad de generar o importar un bien o un servicio? Sus motivos son claros, mantener bajo la suela de su bota a quien busca crecer por fuera del “sistema”. Un sistema vencido, vetusto y condenado a la extinción como es el estatista.

Es hora de que el Estado se retire de la producción y comercialización del cemento y que deje que la industria de la construcción crezca libremente según lo dicta el mercado.

A decir verdad es hora de que el casero ausente se jubile. Mucho bien nos hará con ello.

Por qué se debe despenalizar el racismo

Por qué se debe despenalizar el racismo

Con este post espero poder demostrar de manera lógica y racional que las leyes que convierten al racismo en un delito en realidad son contraproducentes y que lejos de ser una solución no hacen más que agravar la situación.

Se entiende por racismo a: “una forma de discriminación de las personas recurriendo a motivos raciales, tono de piel u otras características físicas de las personas, de tal modo que unas se consideran superiores a otras.” Si bien la xenofobia estuvo presente en toda la historia de la humanidad el concepto de “racismo” es relativamente nuevo en comparación. Se puede ubicar su origen en el siglo XIV con las llamadas “doctrinas de limpieza de sangre” en España. Esta doctrina muy común en la España y Portugal de la Edad Media que daba mayor valor al descendiente del “cristiano viejo”. Una segmentación estrictamente imaginaria adoptada por los etnicistas y religiosos de la época para sacar ventajas de la monarquía pre-nacionalista. Esta misma doctrina fue la que se aplicó en el “Nuevo Mundo” por parte de los conquistadores. Podríamos hablar del racismo en la Biblia o del que se presentó en el colonialismo europeo pero sería terminar hablando de lo mismo. Desde siempre hubo un grupo de gente que sea por color de piel u origen sanguíneo se creyó superior al resto y no tuvo tapujos en demostrar esa presunta superioridad discriminando negativamente, cuando menos.

Eso fue así hasta que llegamos a un par de décadas atrás de nuestra actualidad. En 1950 la UNESCO sugirió en su “La cuestión racial” que se dejara de hablar en términos de “raza” y se comenzara a hablar de “grupos étnicos”. El tratado condenaba al racismo científico (sobre el cual se ejecutó gran parte del Holocausto Judío). En el 2001 la Unión Europea incluye como un delito al racismo en su Carta Fundacional. En síntesis y para no alargar esta sección. Hoy día en gran parte del mundo el racismo y la discriminación negativa basada en el racismo están tipificadas como delito. Ahora veamos los problemas que esto genera.

Antes que nada las leyes que condenan al racismo violan la libertad principal de todo ser humano que es la libertad de expresión. Nadie puede, bajo ninguna excusa, obligar a otra persona a que calle lo que piensa. Todos somos libres de expresar lo que pensamos sin ser coaccionados con penas carcelarias por ello. Podemos estar o no de acuerdo con lo que la otra persona tiene para decir pero nadie tiene el derecho a silenciar a otra persona. Ni siquiera el Estado quien arbitrariamente decidió centralizar la ejecución de la libertad de las personas sometiéndola a su particular y retorcido criterio. La sensibilidad de las personas por su origen étnico o su color de piel no puede estar por encima de la libertad primigenia de expresar el pensamiento de cada uno. Que haya leyes que prohíban y limiten la voz del ser humano es una muestra más de lo inmoral de la existencia del Estado. Nuestra libertad para expresar lo que sea que pensemos no puede estar supeditada a la subjetiva emocionalidad de un grupo de personas que basamentan su valor en cuestiones como su color de piel.

El valor de cada persona no se debe determinar por su color de piel, su origen étnico o por cualquiera de los rasgos físicos que nos puedan diferenciar a unos de otros. Para eliminar de manera definitiva la cuestión del racismo lo primero que se debe hacer es dejar de ser víctima. Es decir, dejar de sentirse como tal ante epítetos descalificadores que hagan énfasis en cuestiones de piel u origen étnico. Esta susceptibilidad es la principal causa de que todavía existan personas que deciden agruparse según estas distinciones fisonómicas. Lo siguen haciendo porque FUNCIONA. Consiguen su objetivo de hacer mella en el espíritu ajeno con sus palabras. Una vez que esto deje de funcionar la principal demostración de racismo hoy día, el insulto racial, va a dejar de existir por simple lógica.

Sin embargo los Estados siguen manteniendo políticas que condenan la libre expresión de una filosofía racista. Estoy total y completamente a favor de la despenalización del racismo. Es decir, que si una persona decide salir a la calle a repartir todo tipo de insultos descalificadores en base a cuestiones de color de piel u origen étnico esta no sea procesada penalmente por ello. Toda ley, por definición, es mala. Trastorna el orden natural de las cosas. Las leyes que condenan al racismo no escapan a esta definición. Y además son total, completa y absolutamente ridículas. ¿Cómo cree el Estado que puede cambiar la forma de pensar de las personas simplemente silenciándolas? Habrase visto algo más ridículo. Esto es simplemente intentar ser “políticamente correcto” ya que las leyes contra el racismo no hacen ningún bien y solo generan, como cualquier prohibición, una excusa para la marginalidad. Y aquí surge el principal problema con las leyes que atentan contra la libre expresión del racismo.

Si los racistas no pueden ser libres para expresar públicamente lo que piensan lo que van a hacer es reunirse en la clandestinidad. De día serán miembros ejemplares de la comunidad y por las noches se reunirán en el sótano de alguna casa a repartirse panfletos y a recitar sus cánticos. A la mañana siguiente volverán a saludar con una sonrisa falsa a sus vecinos afroamericanos o judíos. No se Ud. señor o señora. Pero si yo soy de una minoría étnica me gustaría saber si mi vecino o compañero de trabajo es de ideología racista. Pero eso solo puede ser posible si dicha persona puede expresar libremente lo que piensa sin el miedo a ser privado de su libertad por ello. La identificación positiva de los partidarios de ideologías extremistas de índole racista permite a la comunidad ejercer una justicia efectiva, una justicia social (no en la connotación marxista del término). Por ejemplo si yo soy el carnicero puedo dejar de vender carne al Sr. Racista porque no estoy de acuerdo con su ideología, el panadero y el lechero lo mismo. La misma comunidad va a excluir de su seno al racista. Ese es el tipo de justicia que verdaderamente funciona. La que no viola la libertad de expresión. La que deja en manos de los individuos la resolución del conflicto de manera privada.

Pero para eso necesitamos sacarnos las caretas hipócritas de las leyes que condenan la libre expresión de las ideas racistas. Cuanto antes, mejor.

Paraguay, otro accidente

Paraguay, otro accidente

“El hecho de reunir preceptos e ideas dispares a fin de crear una narración coherente que infringe las categorías cognitivas y nuestra experiencia cotidiana cuando estamos despiertos es una función de la corteza del hemisferio izquierdo que subyace tanto a los sueños como a la creación y la difusión social del pensamiento religioso. Esta función actúa de modo subconsciente”, señala el catedrático neurocientífico David Linden, en su libro “El cerebro accidental. La evolución de la mente y el origen de los sentimientos” (Paidós, 2010).

Agrega: “…En los sueños narrativos tenemos la experiencia de extensas y prolongadas vulneraciones de la lógica, de la modalidad de relación y causalidad convencionales”.

Si bien es cierto que Linden habla acerca de la aparición de la religión, no es descabellado unirlo con el nacionalismo o patriotismo de muchas personas, que por estas fechas, embanderan con la tricolor hasta a mascotas y bibliotecas.

Haber nacido en Paraguay es un accidente, no un orgullo. Lo que se forjó desde 1811 hasta hoy es un nivel de estatismo óptimo que logró asentarse con el sometimiento por parte de 7 dictaduras en más de 100 años de historia política. Los ciudadanos de este país han sido educados, lamentablemente, para no abstraerse y aceptar mandatos, constitucionales o no, acerca de órdenes totalitarias que permitieron el auge de la mediocridad y estancamiento.

El nacionalismo es la expresión más pura de ignorancia y desfachatez intelectual, defendida, lamentablemente hoy en día por académicos de prestigio. ¿Que el Dr. Francia trajo bienestar y desarrollo? ¿Que Francisco Solano López fue un gran estadista? ¿Que el Mcal. Estigarribia asentó las bases del estado paraguayo moderno? ¡Pamplinas!

Sin caer en el reduccionismo maniqueísta, los citados, más Stroessner, Rafael Franco, Higinio Morínigo y Carlos Antonio López, disfrutaron del sometimiento a los individuos en aras de una supuesta “patria soberana”. No es héroe aquel que oprime a sus gobernados, no puede ser un estadista quien cercena la educación de sus ciudadanos.

Varios historiadores, como Efraím Cardozo, citan como si fuera algo “normal”, los secuestros de libros por parte del dictador Francia para que nadie pueda instruirse ni hacerle sombra en su oscura tiranía. Por su parte, la historiadora Beatriz González de Bosio indica, en su libro sobre historia del periodismo paraguayo (2da. edición, 2008), que las noticias internacionales no llegaban a la gente. El único que podía saber sobre lo que pasaba afuera era el tirano. Los paraguayos de la época, a diferencia de lo que sostienen los defensores del mito popular, no estaban instruidos, y los que estaban solo sabían leer y escribir mínimamente.

González de Bosio señala, en la misma obra, que durante la Guerra contra la Triple Alianza, el periodismo de trinchera, además de inventar un tipo de optimismo alucinante, exaltaba la figura semicelestial del dictador López.

El siglo XX también se forjó con violencia e intolerancia, desde el inicio del 1900, con las sucesivas revueltas y revoluciones, pasando por la Guerra del Chaco y la barbarie de la dictadura de Rafael Franco. La hecatombe proviene luego con la breve dictadura de José Félix Estigarribia, quien para dar el último tiro de muerte a la constitución liberal de 1870, propone y promulga un recomendado a nueva carta magna de corte totalitario, que permitió la posterior tiranía de Higinio Morínigo.

Y más recientemente, la dictadura de Stroessner, que combatió todo intento de disidencia y de formación de una intelectualidad crítica, que finalmente actuó en la clandestinidad, a pesar de las represiones.

¿Qué hace diferente a este país de los demás? ¿Un mandato divino? Hay mucha diferencia. A modo de dato, nada científico, pregunté en la red social Twitter, ¿qué diferenciaba al Paraguay de China o Australia? Algunas respuestas fueron simplemente aterradoras: “No tenemos sismos”; “tenemos a Mangoré y Roa Bastos”, “El fútbol”, entre otras fueron las contestaciones on line.

La conciencia nacional no es otra cosa que un invento filosófico de adoctrinamiento mental. No existe algo como la conciencia colectiva, la sinapsis o la transmisión de datos neuronales es individual. Se pueden compartir patrones de convivencia, pero más allá de eso, es pura superstición o creencias irracionales.

El estado es una entelequia que sobrevive por la opresión y la ignorancia de los individuos. No permite la disidencia y mucho menos la libertad de los seres humanos. Al primer robo legalizado se lo llamó impuesto, y perdura hasta hoy, al igual que la mediocridad y haraganería intelectual.

Los festejos del bicentenario paraguayo, que se celebran pomposamente con un presupuesto abultado, no son otra cosa que un simple pasatiempo simplista de comodidad política e histórica. Hay mucha explosión artística, quizás sea eso lo único destacable e importante de estos días.

El martes, cuando todo haya terminado, los zorros grises continuarán haciendo de las suyas en las calles asuncenas, los legisladores seguirán transando para sancionar un proyecto de ley arbitrario, en detrimento de nuestros derechos, la burocracia continuará viva y más sedienta, defendiendo a los parásitos que se alimentan de los productores desde hace dos siglos.

Y unos cuantos emigrarán y otros permanecerán atónicos por el supuesto cambio que trajo el sacerdote presidente marxista.

En la entrevista que hicimos al Premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa, durante su visita a Buenos Aires, le había preguntado si en el futuro ve un mundo sin dioses ni estados. Me respondió que es muy difícil que la gente deje de creer en dioses, a pesar de los logros científicos del mundo contemporáneo y que era más fácil vivir sin estados nacionales.

Respirando el bicentenario paraguayo me cuesta creer en las palabras del ilustre escritor, pero es un aliento de esperanza, que invita a reflexionar, no en “¿qué puedes hacer tú por tu país”, sino en ¿qué hacés vos para que el estado no te siga robando?

¿Quemar una bandera paraguaya? Es simbólico, no tendrá efecto devastador. Pensar por sí mismo es el primer camino a la liberación. Nos queda un largo trecho. Salud, a todos aquellos que anteponen su libertad, a la idea abstracta e improbable, de un país llamado Paraguay.

Harrison Bergeron

Harrison Bergeron

por: Daniel

Es un notable cuento distópico del escritor norteamericano de ciencia ficción Kurt Vonnegut, publicado en 1961, llevado a la pantalla en cuatro ocasiones ( 1972199520062009), y donde satiriza el igualitarismo, la mediocridad como norma social y la servidumbre voluntaria de las personas ante un gobierno totalitario.

Harrison Bergeron

Era el año 2081, y todos eran por fin iguales. No sólo eran iguales ante Dios y la ley. Eran iguales en todo sentido posible. Nadie era más listo que nadie. Nadie era más guapo que nadie. Nadie era más fuerte o más rápido que cualquier otra persona. Toda esta igualdad se debió a las enmiendas 211ª, 212ª y 213ª a la Constitución, y a la incesante vigilancia de los agentes del Discapacitador General de los Estados Unidos.

Algunas cosas sobre la vida todavía no estaban del todo bien, sin embargo. Abril, por ejemplo, todavía sacaba de quicios a la gente por no ser primavera. Y fue en ese mes pegajoso que los hombres del Discapacitador General se llevaron a Harrison, el hijo de catorce años de George y Hazel Bergeron.

Fue trágico, cierto, pero George y Hazel no podían pensar mucho en ello. Hazel tenía una inteligencia perfectamente promedio, lo que significaba que no podía pensar en nada salvo en cortas ráfagas. Y George, mientras que su inteligencia era muy superior a lo normal, tenía una pequeña radio de discapacidad mental en su oreja. Él estaba obligado por ley a llevarla en todo momento. Se ajustaba a una emisora del gobierno. Cada veinte segundos más o menos, el transmisor enviaba un poco de ruido agudo para impedir a la gente como George un aprovechamiento injusto de sus cerebros.

George y Hazel estaban viendo la televisión. Había lágrimas en las mejillas de Hazel, pero se había olvidado por el momento a qué se debían esas lágrimas.

En la pantalla de la televisión había bailarinas.

Un timbre sonó en la cabeza de George. Sus pensamientos huyeron en pánico, como bandidos de una alarma antirrobo.

“Eso fue un baile muy bonito, esa danza que acaban de hacer”, dijo Hazel.

“¿Eh?”, dijo George.

“Que el baile fue bueno”, dijo Hazel.

“Sí,” dijo George. Trató de pensar un poco acerca de las bailarinas. No eran realmente muy buenas – no mejores que cualquier otra persona lo habría sido, de todos modos. Estaban cargadas con pesas y bolsas de perdigones, y sus rostros estaban enmascarados, de modo que nadie, viendo un gesto libre y gracioso o una cara bonita, se sienta como algo que el gato había recogido de la calle. George estaba jugando con la vaga noción de que tal vez las bailarinas no deban ser discapacitadas. Pero no llegó muy lejos con ella antes de que otro timbre en la radio del oído dispersara sus pensamientos.

George hizo una mueca. Lo mismo hicieron dos de las ocho bailarinas.

Hazel lo vio estremecerse. Al no tener discapacitador mental, ella tenía que preguntarle a George qué había sido el último sonido.

“Sonó como si alguien hubiera golpeado una botella de leche con un martillo”, dijo George.

“Yo creo que sería realmente interesante escuchar todos los distintos sonidos”, dijo con un poco de envidia Hazel. “Todas las cosas que se les ocurre.”

“Hm”, dijo George.

“Pero, si yo fuera el Discapacitador General, ¿sabes lo que haría?” dijo Hazel. Hazel, de hecho, tenía un gran parecido al Discapacitador General, una mujer llamada Diana Moon Glampers. “Si yo fuera Diana Moon Glampers”, dijo Hazel, “habría campanadas los domingos –sólo campanadas. Un poco en honor a la religión. “

“Yo podría pensar, si fuesen sólo campanadas”, dijo George.

“Bueno, tal vez las haría muy fuertes”, dijo Hazel.”Creo que sería una buena Discapacitadora General.”

“Tan buena como cualquiera”, dijo George.

“¿Quién sabe mejor que yo lo que es normal?” dijo Hazel.

“Es cierto”, dijo George. Empezó a pensar tenuemente sobre su hijo anormal que ahora estaba en la cárcel, sobre Harrison, pero el sonido de veintiún pistolazos dentro de su cabeza detuvo ese pensamiento.

“¡Vaya!” Hazel dijo, “ese fue estremecedor, ¿no?”

Fue tan estremecedor que George estaba pálido y tembloroso, y lágrimas se acumulaban en el borde de sus ojos enrojecidos. Dos de las ocho bailarinas habían colapsado en el suelo del estudio y estaban sujetando sus sienes.

“De repente te ves tan cansado”, dijo Hazel. “¿Por qué no descansas en el sofá? Así puedes descansar tu bolsa de discapacidad en las almohadas, mi querido”. Se refería a las cuarenta y siete libras [21 kg] de perdigones en una bolsa de lona, que estaba encadenada alrededor del cuello de George. “Anda y descansa la bolsa por un rato”, dijo. “No me importa si no eres igual a mí por un tiempo.”

George pesó la bolsa con las manos. “No me molesta,” dijo. “Ya no lo noto. Es solamente otra parte de mí.”

“Has estado muy cansado últimamente – algo extenuado”, dijo Hazel. “Si sólo hubiera una manera de hacer un pequeño agujero en el fondo de la bolsa, y de sacar algunas de las pelotas de plomo. Sólo unas pocas.”

“Dos años de prisión y dos mil dólares de multa por cada pelota que saque”, dijo George. “Yo no lo llamaría una ganga.”

“Si sólo pudieras sacar una cuantas cuando llegas a casa del trabajo”, dijo Hazel. “Quiero decir – es que no compites con nadie por aquí. Solamente te quedas sentado.”

“Si tratara de zafarme con eso”, dijo George, “luego otra gente se saldría con las suyas también – y muy pronto estaríamos de regreso a los tiempos oscuros, con todo el mundo compitiendo contra todos los demás. No te gustaría eso, ¿verdad?”

“Lo odiaría”, dijo Hazel.

“Allí lo tienes.” dijo George. “Desde el momento que la gente empieza a quebrantar las leyes, ¿qué crees que le sucede a la sociedad?”

Si Hazel no hubiera podido llegar a una respuesta a esta pregunta, George no hubiera podido dársela una. Una sirena sonaba en su cabeza.

“Supongo que se caería en pedazos”, dijo Hazel.

“¿Qué cosa?” dijo George sin comprender.

“La sociedad”, dijo Hazel, incierta. “¿No fue eso lo que acabas de decir?

“¿Quién sabe?” dijo George.

El programa de televisión fue interrumpido de repente para un boletín de noticias. No estaba claro al principio sobre qué era el boletín, ya que el locutor, al igual que todos los locutores, tenía un serio impedimento del habla. Por cerca de medio minuto, y en un estado de gran excitación, el locutor trató de decir: “Señoras y señores.”

Finalmente, se dio por vencido, entregó el boletín a una bailarina para que lo lea.

“Está bien”, dijo Hazel sobre el locutor, “lo intentó. Eso es lo que cuenta. Trató de hacer lo mejor que pudo con lo que Dios le dio. Debería obtener un buen aumento por intentar tan duro.”

“Señoras y señores”, dijo la bailarina, leyendo el boletín. Ella debió haber sido de una belleza extraordinaria, porque la máscara que llevaba era horrible. Y era fácil ver que ella era la más fuerte y más grácil de todas las bailarinas, ya que sus bolsas de discapacidad eran tan grandes como aquellas usadas por hombres de noventa kilos.

Y ella tuvo que pedir disculpas de inmediato por su voz, la cual era una voz muy injusta que una mujer usara. Su voz era una cálida, luminosa, atemporal melodía. “Disculpen-”, dijo ella, y empezó de nuevo, haciendo su voz absolutamente incompetente.

“Harrison Bergeron, de catorce años,” dijo en un mirlo graznido, “acaba de fugarse de la cárcel, donde estuvo detenido bajo sospecha de conspirar para derrocar al gobierno. Él es un genio y un atleta, tiene insuficiente discapacidad, y debe ser considerado como extremadamente peligroso”.

Una fotografía policial de Harrison Bergeron fue proyectada en la pantalla – boca abajo, luego de lado, boca abajo otra vez, luego del lado correcto hacia arriba. La imagen mostraba la longitud total de Harrison en un fondo calibrado en pies y pulgadas. Tenía exactamente siete pies [2,1 m] de altura.

El resto de la apariencia de Harrison era mezcla de Halloween y maquinaria. Nadie jamás había llevado consigo discapacidades más pesadas. Su cuerpo había crecido más que sus discapacidades, más rápidamente que a los que los hombres del Discapacitador General se les podía ocurrir. En lugar de una pequeña radio de oído como discapacidad mental, llevaba un par de tremendos auriculares, y gafas con gruesos lentes ondulados. Las gafas fueron pensadas para dejarle no sólo medio ciego, sino además para darle tremendos dolores de cabeza.

Chatarra estaba colgada de todo su cuerpo. Por lo general, había una cierta simetría, una pulcritud militar con las discapacidades suministradas a las personas fuertes, pero Harrison parecía un depósito de chatarra ambulante. En la carrera de la vida, Harrison llevaba 300 libras [136 kg] sobre sí.

Y para compensar su buena apariencia, los hombres del Discapacitador General requirieron que llevase en todo momento una pelota de goma roja como nariz, mantenga las cejas afeitadas, y cubriera sus uniformes dientes blancos con tapas negras al azar para simular dientes salidos.

“Si usted ve a este muchacho”, dijo la bailarina, “no – repito, no – trate de razonar con él.”

Hubo el chillido de una puerta que fue arrancada de sus bisagras.

Gritos y lamentos de consternación provinieron del set de televisión. La fotografía de Harrison Bergeron en la pantalla saltó una y otra vez, como si bailara al ritmo de un terremoto.

George Bergeron identificó correctamente el terremoto, y bien podría haberlo – ya que muchas fueron las veces que su propia casa había bailado a la misma melodía estrepitosa.

“Mi Dios”, dijo George, “¡ese debe ser Harrison!”

La realización fue destruida de su mente instantáneamente por el sonido de un choque automovilístico dentro de su cabeza.

Cuando George pudo abrir sus ojos de vuelta, la fotografía de Harrison se había ido. Un Harrison de carne y hueso llenaba la pantalla.

Traqueteante, payasesco, y enorme, se paraba Harrison en el centro del estudio. La manija arrancada de la puerta del estudio todavía estaba en su mano. Bailarinas, técnicos, músicos y locutores se encogían de rodillas ante él, esperando a morir.

“¡Yo soy el Emperador!” exclamó Harrison. “¿Oyen? ¡Yo soy el Emperador! ¡Todos deben hacer lo que digo de inmediato!” Dio un pisoteo y sacudió el estudio.

“Aún al estar parado aquí”, gritó, “lisiado, cojeando, enfermado – ¡yo soy un gobernante más grande que cualquier hombre que haya vivido! ¡Ahora miren cómo me convierto en lo que puedo llegar a ser!”

Harrison rompió las correas de su arnés de discapacidad como un pañuelo de papel mojado, arrancó las correas que podían soportar cinco mil libras [2200 kg].

Las discapacidades de Harrison hechas de chatarra se estrellaron contra el suelo.

Harrison metió los pulgares bajo la barra del candado que aseguraba el arnés de su cabeza. La barra se quebró como si fuera apio. Harrison estrelló sus auriculares y gafas contra la pared.

Arrojó lejos su nariz de goma, reveló un hombre que habría asombrado a Thor, el dios del trueno.

“¡Ahora voy a elegir a mi Emperatriz!” dijo, mirando hacia abajo a la gente acobardada. “¡Que la primera mujer que se atreva a ponerse de pie exija su compañero y su trono!”

Pasó un momento, y luego una bailarina se levantó, balanceándose como un sauce.

Harrison le quitó la discapacidad mental de la oreja, rompió sus discapacidades físicas con una delicadeza maravillosa. Por último, le quitó su máscara.

Era de una belleza enceguecedora.

“Ahora-”, dijo Harrison, tomándole la mano, “¿vamos a mostrar al pueblo el significado de la palabra danza? ¡Música!” ordenó.

Los músicos gatearon de nuevo a sus sillas, y Harrison les despojó de sus discapacidades, también. “Toquen lo mejor que puedan”, les dijo, “y les haré barones y duques y condes.”

La música comenzó. Era normal en un primer momento – barata, tonta, falsa. Sin embargo, Harrison agarró a dos músicos de sus sillas, los agitó como batutas mientras cantaba la música como él quería que sonara. Les arrojó de nuevo en sus sillas.

La música comenzó de nuevo y mejoró significativamente.

Harrison y su Emperatriz sólo escuchaban la música por un tiempo, escuchaban con gravedad, como si estuviesen sincronizando sus latidos con ella.

Pasaron sus pesos a los dedos del pie.

Harrison posó sus grandes manos en la diminuta cintura de la niña, dejándole sentir la ingravidez que pronto sería suya.

Y luego, en una explosión de alegría y de gracia, ¡al aire brincaron!

No sólo las leyes de la tierra fueron abandonadas, sino también la ley de la gravedad y las leyes del movimiento también.

Se tambalearon, giraron, volaron, brincaron, cabriolaron, retozaron, y dieron volteretas.

Saltaron como ciervos en la Luna.

El techo del estudio era de treinta pies de altura [9,1 m], pero cada salto llevó a los bailarines más cerca de él.

Se convirtió en su obvia intención besar el techo. Lo besaron.

Y luego, neutralizando la gravedad con amor y pura voluntad, se mantuvieron suspendidos en el aire pulgadas por debajo del techo, y se besaron durante mucho tiempo, mucho tiempo.

Fue entonces que Diana Moon Glampers, la Discapacitadora General, entró al estudio con una escopeta calibre diez de dos barriles. Ella disparó dos veces, y el Emperador y la Emperatriz murieron antes de alcanzar el suelo.

Diana Moon Glampers cargó el arma de nuevo. Apuntó a los músicos y les dijo que tenían diez segundos para colocarse de vuelta sus discapacidades.

Fue entonces cuando el televisor de tubos de los Bergeron se apagó.

Hazel se dio la vuelta para comentar sobre el apagón a George. Pero George había ido a la cocina por una lata de cerveza.

George regresó con la cerveza, hizo una pausa mientras que una señal de discapacidad le sacudía. Y luego volvió a sentarse.

“Has estado llorando”, dijo a Hazel.

“Sí,” dijo ella.

“¿Por qué?” le dijo.

“Me olvido…” dijo. “Algo muy triste en la televisión.”

“¿Qué fue?” le dijo.

“Está como todo mezclado en mi mente”, dijo Hazel.

“Olvídate de cosas tristes”, dijo George.

“Siempre lo hago”, dijo Hazel.

“Esa es mi chica”, dijo George. Hizo una mueca. Se oyó el ruido de una pistola remachadora en su cabeza.

“Caramba – podría asegurar que eso fue estremecedor”, dijo Hazel.

“¡Y que lo digas!” dijo George.

“Caramba-”, dijo Hazel, “podría asegurar que eso fue estremecedor.”




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