30 mayo, 2011

Las patronas

Las patronas

En su infernal trajín hacia el norte, los inmigrantes centroamericanos también pueden encontrarse con un grupo de 15 mujeres veracruzanas que, desinteresada y solidariamente, les ofrecen de comer y beber.


Inmigrante centroamericano recibe comida de una de <i>Las patronas</i>
Inmigrante centroamericano recibe comida de una de Las patronas Foto: Jorge Luis Plata/ Reuters
Han pasado muchos trenes frente a ellas, pero Las patronas no necesitaron subir a ninguno. Estas cuatro hermanas crecieron junto a unos viejos rieles, cruzándolos cada mañana para trabajar con su familia en los cañaverales. El mundo para ellas terminaba en la última línea de plantaciones. Más allá sólo había una región imaginaria que se acercaba cada día en forma de ferrocarril y se alejaba con el ruido metálico de los vagones.
Hace 15 años uno de esos trenes se detuvo. Bernarda Romero, la hermana mayor, se paró frente a las vías. Traía dos bolsas de pan y leche en sus manos. Los jóvenes centroamericanos que trepaban por los hierros imploraron su ayuda: “Denos algo de comer, madre, lo que sea”. Bernarda miró a los ojos de aquellos hombres, mujeres y niños, y les preguntó quiénes eran. Nunca imaginó que se tratara de inmigrantes. “Los veíamos pasar cada día subidos en los trenes. Creíamos que eran mexicanos que saltaban al ferrocarril por probar, como si fuera un juego”, recuerda ahora, con 47 años. “Lo llamábamos ‘el tren de las moscas’”.
Se estima que entre 200 y 400 indocumentados procedentes de Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua tratan de cruzar diariamente a México para alcanzar luego Estados Unidos. Lo hacen, en su mayoría, subidos a trenes de mercancías que zigzaguean por el país a lo largo de ocho mil kilómetros; cada tren es un particular caballo de Troya que permite al migrante alcanzar algún punto de la frontera norte, a pesar de estar expuesto a tratos inhumanos. El camino encima de los vagones puede convertirse en un infierno de violaciones, secuestros y extorsión, pero entonces eso Bernarda no lo sabía. “Vimos a esos jóvenes con hambre y sed, y pensamos que debían estar muy mal para dejar su país. Cualquier día nuestros hijos podían estar como ellos. Quisimos ayudarles”.
Bernarda, Clementina, Rosa y Norma Romero, las cuatro hermanas, todas amas de casa y agricultoras, reunieron aquel día frijoles, arroz y agua. Pusieron un fogón de leña frente a su casa. Se sumaron sobrinas, vecinas y madres: 15 en total. “Pusimos raciones en bolsas de plástico y lanzamos la comida cuando el tren pasaba”, recuerda Lupe, de 52 años, envuelta en el vapor de unos frijoles hirviendo. Habían nacido Las patronas, nombre con que fueron bautizadas en alusión a su pueblo, La Patrona, una ranchería veracruzana donde pocas veces pasa algo, salvo un tren cargado de inmigrantes.

Inmigrantes suben al tren después de recibir comida.
Inmigrantes suben al tren después de recibir comida. Foto: Javier García
UN CRISTO HONDUREÑO
Las patronas le han dado una lección de humildad al país. Lejos de instituciones y documentos que alertan sobre los más de 60 mil inmigrantes desaparecidos en 20 años, o los 10 mil secuestros registrados en sólo seis meses, Las patronas simplemente cocinan. No lo han dejado de hacer ni un solo día en 15 años. Sin información, dinero ni organizaciones sociales que las avalen, sólo las mueve una inmensa compasión por el migrante. “Nos basta con un ‘gracias’, eso nos ayuda a seguir adelante. Siquiera aquí tenemos para comer frijolitos, pero ellos no tienen nada”, dice Norma, La Güera, una patrona de 40 años que no deja de sonreir, aunque hable de recuerdos grises: no olvida la noche en que vio en el tren a un hondureño cubierto de sangre. “Sus compañeros lo bajaban con cuidado del vagón, y otros desde el suelo le sujetaban los pies con suavidad. Me recordó la imagen de Cristo crucificado, para mí fue una señal”. El joven había sido acuchillado por un grupo de Maras que trataron de violar a su pareja. Ningún médico en la zona quiso atenderle. Norma le llevó a su casa, le puso sal en las heridas y consiguió salvar su vida. “Me acuerdo muy bien de aquel joven. Llegó a Estados Unidos y me llamó desde allí, agradecido”.
Dicen que Las patronas son todo corazón, y no es para menos. Varios puntos de la Ruta de Atlántico se han convertido en territorio gobernado por funcionarios corruptos y por Los Zetas, cártel al que se le atribuye la matanza de los 72 inmigrantes perpetrada en agosto del pasado año en Tamaulipas, y gran parte de los cientos de cadáveres que en el mismo estado han ido apareciendo en fosas comunes durante el pasado mes de abril. Chiapas, Veracruz, Tabasco y Tamaulipas son el nicho de gran parte de los 10 mil secuestros de indocumentados que la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) registró entre septiembre de 2009 y febrero de 2010. Un 67 por ciento eran hondureños, 18 por ciento de El Salvador, 13 por ciento de Guatemala, y el resto de Nicaragua.
Aunque poco o nada importan para los gobiernos de sus países, cuando llegan a México los centroamericanos empiezan a comprender lo que de verdad significa la vida en territorio de nadie. Por delante les quedan ocho mil kilómetros. Día y noche viajan con una amenaza constante frente a ellos. “Reciben palizas, les extorsionan y someten a abusos sexuales, muchas veces ante la complicidad de las fuerzas de seguridad locales, estatales o federales. Los vemos llegar cada día subidos en ese tren. Muchos llegan llorando porque han vivido una pesadilla que nunca olvidarán”, afirma el padre Alejandro Solalinde, responsable de la Casa del Migrante en Ixtepec, en el estado de Oaxaca.
A este pequeño albergue llegan cada día mujeres que relatan entre lágrimas cómo hombres con aliento a pulque hacen cola ante ellas para violarlas. En una de esas filas estaba Miriam Suyapa, una salvadoreña de 16 años. Apenas había cruzado la frontera con México y subido al primer tren cuando fue asaltada por dos hombres. “A mi tío y otros compañeros les desnudaron y robaron todo. A mí me violaron”.
A las mujeres ultrajadas se une una larga lista de secuestros. Sonia relata llorando cómo fue metida en una habitación a oscuras durante 10 días después de ser secuestrada en Medias Aguas (Veracruz). “Nos golpeaban a diario. Me pedían el teléfono de mi familia en Estados Unidos, nos pedían tres mil 500 dólares”. Tuvo la fortuna de poder vivir para contarlo. “Un muchacho tenía ganas de ir al baño, no pidió permiso y lo mataron a batazos frente a todos. Esas personas no merecen vivir”.
Pero la vida del migrante parece la condena de Sísifo. A pesar de estas experiencias y las continuas deportaciones (sólo las primeras seis semanas de este año fueron expulsados de México cinco mil 700 centroamericanos), ellos continúan intentándolo, a veces con un pasaporte en el bolsillo marcado para que no puedean ingresar en Estados Unidos hasta por 80 años. Los animan pequeños recuerdos de esperanza. Varios migrantes cuentan cómo dormían sobre los vagones y se despertaron por el golpe en la cabeza causado por una bolsa llena de arroz y de agua. Otros cuentan cómo les robaron todo y, milagrosamente, les llovió del cielo una bolsa con maíz. Unos y otros hablan de un lugar de Veracruz, de unas mujeres, de una comunidad conocida como La Patrona.

<i>Las patronas.</i>
Las patronas. Foto: Javier García
QUINCE ÁNGELES EN EL INFIERNO
Es el mediodía. Hace calor. El ruido más perceptible en el poblado es el aleteo de los insectos y el cacareo de los pollos. Francisca, 19 años, la más pequeña de las 15 mujeres, separa el pan mohoso y la verdura podrida. “En los mercados nos dan alimentos que les sobran. Lo que haiga: naranjas, frutas. A veces les lavamos los trastes desde las seis de la mañana para que nos den el pan”, dice Lupe mientras remueve ollas en dos fogones de leña.
“Los vecinos nos decían que estábamos dando de comer a gente ‘huevona’, pero no hacíamos caso. Decíamos: cómo van a ser ‘huevones’ con todo lo que hacen para salir adelante”. Bernarda explica que en estos 15 años pocas veces ha habido momentos de debilidad. “Un día mi hermana Rosa dijo: ‘Estoy cansada, lo dejo’. Pero a los minutos ya estaba gritando que venía el tren. Nos reímos todas: ‘¿No que lo habías dejado?’. Ya no podemos vivir sin esto”.
No se sabe cuándo va a pasar el siguiente tren. Nunca avisa y hay que estar alerta de la mañana a la tarde. Es como esperar a Godot. “Vivimos pendientes de ese tren, de los maridos, los hijos, la casa. ¡Imagínese si hay trabajo!”, exclama Lupe. Tampoco se sabe el número de indocumentados que viajan en el tren, es una incógnita. Vengan 10 o 300, ellas siempre preparan lo que tienen: de ocho a 12 kilos de comida diarios.
Las patronas pocas veces pueden observar las caras de los migrantes, si acaso ven una sonrisa, o un fugaz gesto de agradecimiento cuando les arrancan la comida de las manos. Un día las mujeres recibieron unas cartas firmadas por alguno de esos rostros anónimos: “A ustedes no les importa si soy un hipócrita, un asesino o un ladrón. Siempre me dieron pan y agua. No se imaginan cuánto le agradezco a Dios que ustedes estuvieran allí en ese momento. Sólo Dios sabe el hambre que tenía y la sed que me tronaba la garganta”.
Aunque hasta hoy se comienza a hablar de ellas, la labor de Las patronas fue difundida por primera vez en el documental del mexicano Tin Dirdamal De nadie, una producción nacional sobre la migración premiado en el Festival de Sundance en 2006. Un reciente cortometraje, La Patrona, producido por Javier García, periodista de MILENIO Diario y autor de las fotografías de este reportaje, ha seguido llevando el trabajo de estas 15 mujeres lejos de las fronteras mexicanas. “Amar a Dios no significa rezarle todos los días, es ayudar a quien lo necesita todos los días. Mientras haya un solo inmigrante en esos trenes, continuaremos haciendo comida”, dice Norma.
El día de la visita, La Güera no estaba entre los fogones. Cristóbal Tambriz, un guatemalteco de 17 años, bajó del tren en marcha a pocos metros del poblado. Llevaba cinco días sin comer. Al tratar de subirse de nuevo, el tren le pasó por encima cortándole la pierna a la altura de la rodilla. Las mujeres lo llevaron a un hospital y estuvieron a su lado durante dos semanas, turnándose cada ocho horas para acompañar al adolescente hasta que fue deportado. Ese día era su turno.
A lo lejos se escucha un rumor. Francisca grita: “¡Ya viene!”. Las mujeres ponen las bolsas con comida sobre carretillas y salen corriendo. Con sus cuerpos fornidos, delantales y faldas hasta la rodilla, Las patronas se colocan a lo largo de la vía y extienden sus brazos sujetando las bolsas. El tren se acerca. Los inmigrantes se cuelgan de los hierros y extienden también sus brazos. Si el maquinista tiene buen corazón, aminora la velocidad.
“Sabes el hambre que ha pasado, que ha dejado atrás una familia y que se va con las manos vacías a enfrentar grandes riesgos. Pero en el instante en el que lo ves a unos metros extendiendo su mano con una sonrisa, dejas de pensar y de percibir el mundo y a ti mismo; sólo sientes lo que él siente: emoción, gratitud, esperanza, alivio... Una conexión tan breve y al mismo tiempo tan intensa y tan sublime que sólo se puede comparar con un beso”. Las palabras de Ceci, colaboradora en el proyecto, reflejan el sentimiento de Las patronas, 15 mujeres que han visto pasar muchos trenes en su vida, aunque nunca subieron a ninguno.

Romance prohibido

La tradición del corrido viene de lejos, y en el norte del país no había más que recogerla para relatar lo que allí ocurre a diario. Ante el arraigo popular de las canciones sobre el narco, prohibirlas parece inútil.


Concierto de Los Tigres del Norte en la Expo Guadalupe de Monterrey, el 17 de octubre de 2009.
Concierto de Los Tigres del Norte en la Expo Guadalupe de Monterrey, el 17 de octubre de 2009. Foto: Tomás Bravo/ Reuters
Música de mi nortecon el acordeón
y con el bajo sexto.
Polka y redoba pa´l bailazo y
sin miedo a la pistola
que siga el taconazo
.
—“El taconazo”, Eulalio González, Piporro
El usurpador Victoriano Huerta fumaba marihuana y era patizambo, lo que le dio un caminado peculiar que le valió el apodo de La Cucaracha. En su honor y burla nació una de las canciones más representativas de la música mexicana. Huerta tenía cosas más apremiantes qué hacer que prohibir —¡a ver cómo en medio de “la bola”!— una canción que asimilaba estrofas de todas las épocas de nuestra historia, y que de cualquier manera corrió por el país para convertirse en un referente del sentir de tiempos anteriores, como la Intervención Francesa, y posteriores, como el villismo anticarrancista. Ejemplos de ello son las estrofas siguientes, copiadas del Ómnibus de poesía mexicana de Gabriel Zaid:
LA CUCARACHA PORFIRISTA
         Con las barbas de Forey
         voy a hacer un vaquerillo
         pa’ ponérselo al caballo
         del valiente don Porfirio.

LA CUCARACHA VILLISTA
         Con las barbas de Carranza
         voy a hacer una toquilla,
         pa’ ponérsela al sombrero
         de su padre Pancho Villa.

No sería raro que hoy se viniera a inventar una coplita que dijera algo así como:
         Con las barbas del borracho
         fabriqué un trono de cobre
         pa’ que descanse a lo macho
         el Redentor de los Pobres.

Se acercó un trío a mi mesa del café y, a petición mía, cantó “La cucaracha” y “Contrabando y traición”. Varias señoritas y algunos caballeros salieron corriendo, cual alma que lleva el diablo, para convertirse en Camelia y en Emilio Varela. El amigo con quien departía me contó que en una boda reciente pasó algo similar: cuando la orquesta se arrancó con “Pedro Navaja”, las damas salieron sin zapatillas, locas por meterse de putas, y los galanes de Escandón se fueron a poner su diente de oro, a hacerse de una navaja y a asaltar prostitutas.
El corrido “Contrabando y traición” (conocido también como “Camelia la texana”) es considerado paradigma del narcocorrido, con el detalle de que no es tal sino una historia de despecho entre contrabandistas de “hierba mala” (en el eufemismo está la moralina): las llantas del coche podrían ir repletas de géneros de chiveros como juguetes chinos o ropa, y no cambiaría nada. También de contrabandistas son “Chulas fronteras”, interpretada por El Piporro, o el magnífico corrido “Los tequileros”, cuya más sublime interpretación la hizo El Negro Ojeda.

Un concierto de Los Tigres del Norte.
Un concierto de Los Tigres del Norte. Foto: Tomás Bravo/ Reuters
La ya legendaria rolita de Los Tigres del Norte —quienes nunca se han asumido como autores o intérpretes de narcocorridos— sí es un referente valioso del narcocorrido estándar, pero por la forma y por sus características estéticas —guste o no a éstos o a aquellos, cumpla o no con éstos o esos cánones—; de sus patrones se ramifica también la música grupera, entre la que destacó el grupo Bronco, totalmente ajeno a cualquier referencia al narco. Se trata de un estilo musical basado en la tradición del corrido, al que los mexicanos del south of the border incorporaron la música de sus lugares de origen: el acordeón regiomontano, la tambora sinaloense, etcétera. El Flaco Jiménez imprimió a esa combinación una vocalización muy particular y difícil de describir que seguramente explica su éxito sobre otros cantautores chicanos. Los Tigres del Norte son herederos directos de esta música, a la que se asimila la problemática de la frontera norte, partiendo del contrabando y la migración de los “mojados”. Otros grupos hacen lo propio y la realidad económica, que no la miseria humana de los músicos, hace que el tema principal, el que vende e interesa al público de estas bandas sea, desde hace años, el narcotráfico, sumado a las otras calamidades.
No es más difícil seguirle la pista al corrido como forma vernácula de expresión musical. Es juglaría, ante todo. También es épica. El éxito data de La Ilíada y cumple la misión de difundir entre las masas las hazañas y valores de personajes ejemplares, para bien o para mal. Ni Homero ni los variopintos autores del Cantar del Mío Cid pretendían que la gente quisiera actuar como Aquiles o como Díaz de Vivar: nadie en sus cabales querría un país lleno de personajes con tan pocas pulgas. No es cierto el bulo moderno de que la juglaría es un método de leva. Es un medio de información que se vale de héroes para atraer la atención de la gente y para situar a cada cual en su función social. El herrero no es invitado a nada, salvo a trabajar bien el hierro que ha de usar El Campeador para liberarlo. Valores, sí, pero no invitaciones a cambiar de giro: el sicario admira al sicario ejemplar, el dealer admira al dealer ejemplar y ambos saben que el capo es uno solo al que más vale no hacer el intento de emular. La gente no se mete al narco por más canciones que haya, así como no se trepa en el bridón para ver si mata a Masiosare cada que oye el himno nacional.


Foto: Tomás Bravo/ Reuters
Digresión superada, volvamos al origen del corrido: tanto los judíos sefardíes como los colonizadores españoles se llevaron de España la pegajosa forma octosilábica del Romancero Viejo. El romance es la forma que usaban los juglares medievales para dar a conocer noticias de guerras lejanas o historias del corazón; se hacía en octosílabos y con rima para que la memoria retuviera fácilmente los versos y su secuencia. La música de los judíos eslavos de ya lejano origen ibérico abreva de esos romances que a América, a la Nueva España, llegaron como nostalgia y pronto se volvieron poesía criolla. Al hacerse mestiza se enriqueció con la música de la guitarra criolla, ya mexicana, y de ahí surgió el corrido mexicano.
Así, tenemos romances coloniales (“Román Castillo”, “Mambrú” o “El piojo y la pulga”) y corridos que empiezan a ser tales, burdamente, durante la Guerra de Independencia. Los primeros corridos en forma datan de la Intervención Francesa y han sido recopilados exhaustivamente por Óscar Chávez. A don Porfirio le brotaron, por ejemplo, el “Corrido de Cananea” (que no de Pasta de Conchos, ni San Xavier o San Pedro) o el de Heraclio Bernal (sinaloense, por cierto). De ahí a nuestra época siempre ha habido corridos, muchos de ellos belicistas y otros no tanto, como los de soldaderas o “adelitas”. La Revolución produjo más arte que cambios socioeconómicos; el corrido se enriqueció a lo grande y sobra referir los inagotables ejemplos todavía muy vivos en el cancionero popular. Ninguno de estos corridos sediciosos fueron prohibidos porque no había a quien prohibírselos, lo que no demuestra sino que la música, cuando cala en el pueblo, no necesita radiodifusoras para prender como chispa en un petate.
Quizá es el momento de hacer hincapié en que de nada sirve hacer un corrido perfecto si la sensibilidad popular no se identifica con él. Poca gente sabe que el bienamado Ruiseñor yucateco, Guty Cárdenas, escribió unCorrido de la República Española”. Olvidada aventura de un gran autor caída en el olvido por su falta de raíces. Pero recordemos que el autor de “Quisiera” y “Ojos tristes” murió en una gresca de cantina contra unos hermanos gachupines, se ha dicho que por un lío de faldas. Yo supe, por gente que ya ha muerto, que aquellos dos hermanos eran carlistas antirrepublicanos.

Músicos populares del norte del país.
Músicos populares del norte del país. Foto: Tomás Bravo/ Reuters
Muy distinto caso el de “Juan Charrasqueado”, que aun teniendo autores (Esperón y Cortázar, por supuesto) ha pasado a ser propiedad del pueblo. Otro corrido legendario es “El caballo blanco”, del enorme José Alfredo Jiménez. Es obvio que no hay ni ha habido sobre la Tierra —con perdón de Bucéfalo, Babieca o Chilero, el jamelgo en que aprendí charrería— cuaco capaz de tal hazaña. Pero la gente no piensa en eso: sería una grosería petulante y mortalmente aburrida. Cuenta la leyenda que “El caballo blanco” era el primer coche que compró y que —confesión de parte— dejó en calidad de pérdida total el hijo predilecto de Dolores Hidalgo, Guanajuato. Empero, no se registró, en esos tiempos, un incremento de mortalidad en caballos que intentan correr —con nobles jinetes a pelo— de Guadalajara a Ensenada.
Ejemplar y del siglo XX también, el “Corrido del hijo desobediente” cumple con el requisito de ser anónimo, es decir “D. P.” (dominio público), característica que permite que se le manipule e interprete y que cada grupo le imprima el sello de su región. Existe una versión de Antonio Aguilar que ciertos legos atribuyen obstinadamente a El Piporro, y es de notar que en ninguna versión desaparecen las líneas en que el protagonista pide ser enterrado “con una mano de fuera / y un papel sobre dorado / con un letrero que diga / Felipe fue desgraciado”. El presidente Felipe Calderón habrá tenido sus razones para elegirlo como emblema de campaña. El caso es que este corrido edípico y bastante réprobo le ayudó a llegar a Los Pinos.
Por corridos, pues, no paramos, ni en el tiempo ni en la geografía ni en las variantes. Hasta en los bravos rincones huastecos tenemos a Rogaciano eternizado en un huapango corridón.

Así, paso a paso y no porque lo quieran los cantautores, sino porque las realidades van a dar al arte en todas sus formas (¿o es que no existen, esperando a que las prohíban, las novelas La reina del sur y La virgen de los sicarios?), la frontera norte de México hizo música con su tragedia y creó el narcocorrido. Y, éste, le duela a quien le duela, prendió en Colombia de un modo que sería menos explicable si no fuera porque cuenta con el acordeón regiomontano que le asocia al vallenato y los acordeones de Valledupar. No creo que haya más razón que ésa, pero los maliciosos lo ven como una mexicanización de Colombia. Yo digo que, de ser así, tengamos la educación de devolver la cortesía y aceptar el muy discutido asunto de la colombianización de nuestro país. Buenas señales de que avanzamos en el cumplimiento del Manual de Carreño son que el ex presidente colombiano Ernesto Samper nos da, en la prensa española, consejos para resolver el asunto del narcotráfico —sin “rápidos y furiosos”, claro está—, pero mejor señal es que los narcocorridos mexicanos y chicanos son conocidos y cantados por el pueblo colombiano bajo la denominación de “Corridos prohibidos”. En este sentido, México, sin duda, se acerca a la civilidad colombiana por la probadamente eficaz y moderna vía de la prohibición, que —como sabemos— tuvo el mismo éxito de todos los tiempos. Como el “Prohibido prohibir” de los jeunes romantiques (maintenant vieux) de aquella primavera de París.

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