El beso de Chucky
Maquiaelba es siempre la más audaz para tener en sus manos a quien desea.
Yuriria Sierra¿Qué estará pasando, qué estarán midiendo realmente en los estudios de opinión pública que pareciera que esta semana se convirtió en la semana del “todos contra Marcelo”? Desde la dirigencia panista encabezada por Gustavo Madero hasta el más lamentable pejelagartismo encabezado por René Bejarano, pasando, como manita de puerco, por unas innecesarias declaraciones de Felipe Calderón. ¿Será que Ebrard está mucho mejor posicionado y con más posibilidades de crecimiento de lo que nos han contado hasta el momento?
La cereza de este pastel (o, mejor dicho, la mosca en este betún) fue la de antier. Elba Esther Gordillo le dio, literalmente, el beso del diablo al jefe de Gobierno. O bien, el beso de Judas (al logaritmo de ambos ósculos bien lo podríamos definir como “el beso de Chucky”, ¿no?)
Desde que Elba Esther Gordillo se autoproclamó dirigente vitalicia del SNTE, no ha llegado quién, desde el gobierno, cualquiera que sea el color que lo represente, se atreva a contradecirla o retarla. Maquiaelba es siempre la más audaz para tener en sus manos a quien desea. Es una seductora política profesional, que guiña el ojo y con costumbre de viuda negra, condena a quien sea que haya caído en su telaraña. Elba Esther, quien atrapa, usa y desecha a voluntad. A algunos les ha hecho creer que su músculo electoral es invencible; a otros, que ella es la peor enemiga que cualquiera pueda echarse encima. Y siempre, desde siempre, planea, como Maquiaelba que es, en más pistas de las que alcanzan a apreciarse.
Y eso lo sabe. No hay nada que se haya dicho de ella, bueno o malo, sobre todo esto último, que no haya escuchado o leído. ¿Y le importa? Evidentemente, no. Porque para muchos más vale quedar bien con ella que ser el próximo blanco a destruir.
Lo dejó claro en la entrevista que dio al diario español El País. Ufanándose de la fama que ha creado, más allá de la ropa de diseñador, de las Hummers o los rumores de incontables cirugías, Elba Esther es, y quiere ser por siempre, el poder que ha logrado tejer con sus manos, a costa de quien sea y lo que sea. No importa que hoy o mañana deba enfrentarse a su cariño más entrañable (si acaso los tiene, los expresa siempre desde una perversidad absolutamente cuestionable). Ella siempre está dispuesta a sacrificar los afectos con tal de no ver disminuido su reino ni el control que tiene sobre él. ¿Esos son “afectos”? Habría que preguntarle a Jorge G. Castañeda o a Miguel Ángel Yunes…
Elba Esther no es ninguna improvisada. Sabía lo que implicaban las declaraciones hechas en la entrevista al diario español. Porque, de entre todas las declaraciones dadas a El País, la que sin duda tuvo más que ninguna otra la marca Maquiaelba fue, justamente, la que le dedicó a Marcelo Ebrard. Con todo el dolo y, por supuesto, mala leche, del mundo, aunque disfrazado de buena intención: “Que si digo que este país necesita ahora un gran pacto, y que el candidato que más me gusta es Marcelo Ebrard, tal vez pueda estar perjudicando al señor. Eso es duro…”
Ah, pa’favorcito que le hizo al jefe de Gobierno del Distrito Federal. Tal declaración no pudo haberla hecho ni el mismo Judas. Ese beso dado a voluntad y sin consentimiento, cuyo único beneficio va en quien no lo recibe. Me pregunto cómo habrá caído esto en la oficina de Enrique Peña Nieto, por ejemplo. Y eso lo supo Ebrard, de ahí el deslinde que hizo de cualquiera relación pasada, presente o futura que quiera adjudicársela. Y es que ¡ufff!, qué susto recibir el beso del diablo, digo, de Maquiaelba (que para el caso es lo mismo).
Addendum. Hay adictas al poder, pero también hay adicciones que destruyen con mayor velocidad. Amy Winehouse o la profecía que se autocumple, Amy Winehouse o la crónica de una muerte anunciada… Con su voz y sus letras desgarró su alma siempre atormentada y que se encargó de llenar con claroscuros. Tenía 27 años, el número que en el mundo de la música pareciera ya una maldición. No había otro final para ella, dijeron muchos, incluso su propia familia que la vio convertirse en un montón de pedazos apenas hilvanados a mitad de su gran dolor. Amy, la que ganó cinco premios Grammy en una sola noche y que, al mismo tiempo, le decía al mundo que, para ella, vivir no era más que el momento en que sus adicciones le permitían escapar o, tal vez, lo contrario o lo que sea, ya qué importa. Amy, representación sintomática de una generación que vota por la oscuridad como vía para fijar postura y hace de su dolor una metáfora que nunca acaban de contar, sino que simplemente acaba con ellos. A unos por sobredosis del otro lado del océano; a otros por balas perdidas o por enfrentamientos de sicarios en tierras que las producen y las trafican. Así son las muertes que las drogas van dejando como estela…
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