29 julio, 2011

Juárez, la orgía, el atentado, las autoridades

El presidente municipal reconocía que no era posible responsabilizarse de la seguridad del penal de Juárez y dejaba “en manos de Dios” lo que allí ocurriera.

Jorge Fernández Menéndez

Desde hace años, a la lucha contra la inseguridad en Ciudad Juárez se ha unido una lucha política y burocrática que no está distanciada de los intereses legítimos e ilegítimos que se mueven en la ciudad. Pero en pocas ocasiones ello se ha escenificado de forma tan evidente como en lo sucedido en estos días en torno al motín —de alguna forma hay que llamarlo— que se escenificó en el penal de Juárez.

El lunes por la noche en el penal de Juárez, que tiene espacio para unos dos mil reclusos, pero donde apiñan casi a cinco mil, divididos la mayoría de ellos entre los que participan en la pandilla de Los Aztecas y sus rivales Los Artistas Asesinos; unos ligados al cártel de Juárez, los otros al del Chapo Guzmán, estaban de fiesta. En realidad, según lo muestran las cámaras del penal, estaban disfrutando de una orgía en la que obviamente no faltaban mujeres, algunas de ellas menores de edad, ni mucho menos alcohol y drogas. Como fin de fiesta, un grupo de pandilleros armados con fusiles de asalto fueron hasta las celdas de sus enemigos y acribillaron a 17 reos. Todo fue captado por las cámaras de seguridad, pero en el penal que administra —es un decir— la autoridad municipal, nadie hizo nada. Después de los disparos, avisaron que se había dado un motín.

Hasta ahí, siendo terribles por sí mismos los hechos, nada se apartaba de la cotidianidad. El penal fue rodeado por la Policía Federal, que estableció un cerco de seguridad, pensando en la posibilidad de un intento de fuga; de la orgía se supo 48 horas más tarde. Una camioneta blindada negra trató de cruzarlo sin identificarse. Recibió varios disparos en áreas no vitales. En la camioneta se trasladaba el jefe de Seguridad Pública de Ciudad Juárez, Julián Leyzaola, quien por su cargo es el responsable de lo que ocurre en los penales municipales. Salió ileso, tanto él como su custodia, de esos hechos.

Unas pocas horas después, en una conferencia de prensa, Leyzaola, apoyado por el presidente municipal Héctor Murguía, denunciaba el “atentado” en su contra de parte de la Policía Federal y reclamaban, ambos, la salida de la Policía Federal de la ciudad. Repentinamente, para los dos funcionarios, la orgía, el motín, los asesinatos en el penal que estaba bajo su responsabilidad, pasaban a segundo plano: lo importante era que la Policía Federal, que se ha convertido en el único resguardo contra la inseguridad y la violencia en la ciudad, se fuera.

Paradójicamente, al mismo tiempo, el presidente municipal reconocía que no se podía responsabilizar de la seguridad del penal de Juárez y, en una increíble entrevista radiofónica con Ciro Gómez Leyva, dejaba “en manos de Dios” lo que allí pudiera ocurrir. No está en manos de Dios, sino de los pandilleros de Los Aztecas y Los Artistas Asesinos, dejando que éstos controlen lo que allí sucede; que cada tanto se hable de un ajuste de cuentas entre reclusos es parte de la administración que esos grupos ejercen.

El gobierno estatal de César Duarte se apresuró a decir que las fuerzas del estado se harían cargo del penal de Juárez; pidió a la Policía Federal que se encargara a su vez de los penales estatales y, por encima del presidente municipal y de su jefe de policía, reiteró, junto con la SSP federal, que la PF no se va ni de Juárez ni de Chihuahua.

El gobierno municipal de Murguía, como el de varios de sus antecesores, ha tenido una actitud por lo menos errática ante el crimen: exige, reclama, denuncia, pero nunca asume responsabilidades. La contratación de Leyzaola, un hombre que llegaba de ocupar el mismo cargo en Tijuana con fama de duro, intentó ser una señal de firmeza, pero se suele olvidar que los éxitos obtenidos en Tijuana, como algunos que se comienzan a mostrar en Juárez mucho más tímidamente, tienen explicación más allá de la labor de Leyzaola, que puso su parte, y es parte de la coordinación de autoridades y sociedad, sobre todo de una notable labor del Ejército, de la renovación de las fuerzas policiales del estado y las municipales con un nuevo modelo. En ese contexto, hubo más que molestia entre fuerzas militares y policías federales por cómo se atribuyó esos resultados, en forma casi personal, Leyzaola. ¿Se repite la historia?

Otra intriga: muchas veces hemos insistido en este espacio en que el Estado debe esclarecer el origen y la razón de los asesinatos cometidos por el crimen organizado, independientemente de que tiene la responsabilidad ineludible de salvaguardar la vida de todos. Por eso es importante que se sepa por qué fue asesinada Yolanda Ordaz, la reportera de Notiver. Según la información oficial, y se exhiben pruebas de ello, la comunicadora manejaba la prensa de uno de los grupos criminales en conflicto en la entidad. Se debe investigar si es así, aunque suene políticamente incorrecto. Nada puede justificar una muerte brutal, pero, por lo menos, deben quedar claras sus causas.

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