por Pedro Fernández Barbadillo
Hace unos meses, la respuesta era clara: Ollanta Humala era un admirador de Hugo Chávez, con un programa disparatado en lo económico y racista y antiespañol (y antichileno) en lo social. Desde la primera vuelta electoral, gran parte del sector ilustrado de Perú se ha dedicado a justificar su voto por Humala para evitar el regreso de la dictadura fujimorista. En las ocho semanas entre las dos vueltas, la desconfianza sobre Humala, hermano de un golpista, de este sector ilustrado se ha diluido.
Humala ha borrado los puntos más chirriantes de su programa en comparación con el que se presentó a las elecciones de 2006 y, de la misma manera, se ha apartado de Chávez. Ha contado con expertos electorales enviados por el Partido de los Trabajadores brasileño, que sirvieron a Lula da Silva. ¿Garantía de seriedad? Ninguna. Lula ha vuelto a sus poses izquierdistas en cuanto ha dejado la presidencia: no asistió a la cena con Obama durante la visita de este a Brasil y se ha reunido esta semana con el dictador Raúl Castro. Humala ha cambiado tres veces su programa de 2011. Ha declarado que no piensa nacionalizar los fondos de pensiones ni las empresas privatizadas, pero mantiene su plan, calcado de Venezuela, de reformar la Constitución o de declararla nula y regresar a la de 1979.
Antes que él, Chávez y Rafael Correa llegaron al poder prometiendo respeto a la propiedad privada, las leyes y la libertad de expresión, y asegurando que sólo pretendían sacar de la pobreza a sus compatriotas. La realidad es que Chávez ya dispone de la única Constitución americana que le permite reelegirse sin límites.
Es posible que al comienzo de su quinquenio, Humala, que cuenta con el mayor grupo parlamentario en el Congreso, nombre a un primer ministro liberal, incluso del partido de Alejandro Toledo, para sosegar a quienes le votaron como mal menor, y que lo destituya pasado un tiempo y pasar a aplicar su programa original, reclamado por “el pueblo”.
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