Por James E. Miller
La semana pasada, fui a un mercadillo conocido como Mercado del Sábado a unos pocos kilómetros de mi pueblo. El Mercado del Sábado se estableció en 1975 y es el típico mercadillo, donde los vendedores alquilan puestos y venden cosas.
Hay una sección cubierta que contiene más de 300 vendedores y de productos y comida. El estacionamiento exterior tiene casi 100 espacios disponibles para todos para su alquiler y poner su tienda. En años recientes, el número de vendedores en el exterior ha aumentado grandemente.
El área exterior de venta parece más el Chinatown de Nueva York que una reunión comunitaria de gente vendiendo cosas usadas. Hay una completa despreocupación por los derechos de propiedad intelectual, con numerosos bolsos, gafas, zapatillas y bufandas falsos mostrando marcas de lujo. Como en cualquier mercado negro, los bienes inevitablemente encuentran cómo llegar a los consumidores.
Lo que me pareció más notable durante esta visita no fue solo la gran variedad de mercancías disponible, sino todo el entorno del Mercado del Sábado. A la entrada del área de los vendedores, te sorprende ver a gente de todo tipo mirando los tenderetes. Negros, blancos, latinos, asiáticos, lo que quieras, casi todas las razas y etnias están representadas.
Tengan en cuenta que estamos hablando del centro de Pennsylvania. Es el mismo estado del que es conocido que James Carville declaró que era “Philadelphia y Pittsburgh, con Alabama en medio”. La diversidad del “crisol” estadounidense no es más evidente en ningún lugar que en el Mercado del Sábado.
Pero quizá el aspecto más fascinante del mercadillo es la falta de organización real. Los vendedores alquilan un espacio, ponen un tenderete y dejan que el público decida comprar o no en sus efímeras tiendas. Muchas de estas “tiendas” no son más que unos pocos tablones puestos delante de una furgoneta.
Es común ver a un hombre mediana edad vendiendo algo como flores en macetas junto a una joven vendiendo cientos de gafas. Ambos intentan atraer a dos tipos distintos de clientes y coexisten uno junto a la otra durante unas horas del fin de semana con el único propósito de mejorar su nivel de vida vendiendo sus productos. No hay necesidad de tensión o animosidad: hay dinero a hacer. Los beneficios de la cooperación acaban con cualquier discusión innecesaria.
La cooperación es la esencia del emprendimiento y la división del trabajo. En su libro Gobierno omnipotente, Ludwig von Mises alababa este fenómeno, diciendo que “el mayor logro de la razón es el descubrimiento de las ventajas de la cooperación social y su corolario, la división del trabajo”. De hecho, esto es lo que aparece en lugares como el Mercado del Sábado.
Mercadillos como éste deben resultar desconcertantes para los planificadores centrales. Vivimos en un país en el que se obliga a examinarse para obtener una licencia a un peluquero de 80 años, se piden 150 horas de formación a los “especialistas en champú” y los monjes tienen que convertirse en directores licenciados de funerales para vender ataúdes hechos a mano.
Pero las licencias profesionales, otra extensión del continuo apetito del estado de controlar la economía, son prácticamente inexistentes en el Mercado del Sábado: El orden espontáneo, y no el dictado de arriba abajo de los burócratas, es el que rige el mercadillo.
Los vendedores tratan de atender la demanda de los compradores que están constantemente buscando ofertas. Los precios nunca están grabados a fuego y los compradores regatean un precio más bajo. Se acaba llegando a un precio mutuamente acordado y ambas partes se benefician del intercambio. El comprador está satisfecho con su producto y el vendedor con su compensación monetaria.
Lo sepan o no, los que compran y venden en el Mercado del Sábado sirven como recuerdo de que la cooperación aparece cuando los individuos son libres para organizarse. Mientras que la aplicación de la ley no interfiera con la operativa, los mercadillos seguirán siendo un refugio para quienes quieran dedicarse al comercio fuera de la gravosa y costosa regulación pública.
Aunque mi reciente visita al Mercado del Sábado me abrió los ojos, hubiera sido completa si hubiera encontrado por 5$ un par de gafas de avidor de color púrpura de Dolce & Gabbana para reemplazar las viejas. Está bien que haya siempre un sábado siguiente.
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