por Rafael L. Bardají,
Las victorias se suelen cantar con facilidad. Lo hemos visto bien en Libia donde los rebeldes dijeron que habían ganado antes de ser casi aplastados de no ser por la ayuda de la OTAN.
El presidente Obama dijo que la caída de Gadafi sería cuestión de días más que de semanas y ha costado seis meses de intensos bombardeos. Y es que en la guerra, hasta las cosas más simples son difíciles de conseguir.
De ser verdad todo lo que nos cuentan ahora los rebeldes, Gadafi y sus leales estarían reducidos, esperando su hora en el interior de su cuartel general en medio de Trípoli. El resto de la capital y del país estaría ya liberado de las fuerzas del dictador. Pero acabar con Gadafi es sólo una parte del problema. El post-gaddafismo no está exento de oscuros presagios.
En primer lugar, hay que comprobar ahora que el Consejo Nacional de Transición cuenta con la aprobación de todas las tribus y facciones que han combatido a Gadafi, algo que está sobre el tapete desde que el general Abdel Fatah Younis, el líder militar de las fuerzas rebeldes, fuera asesinado a finales de julio por militantes de una facción radical.
En segundo lugar, por la experiencia de Irak sabemos bien que sin unas políticas de integración de todas las partes, la tentación de retornar a la violencia es muy alta. Si se produjeran venganzas y ajustes de cuentas sobre elementos y familias de las tribus que han apoyado la dictadura de Gadafi, la resistencia armada de dichos grupos será cuestión de poco tiempo. Al fin y al cabo nadie quiere ser pasado por la piedra.
En tercer lugar es imperativo que las nuevas autoridades dediquen buena parte de sus energías, y cuanto antes mejor, a reducir a los militantes islamistas. No es necesario un gran número de ellos para llevar el caos y la destrucción al país, como los seguidores de Al Zarqawi hicieron en Irak durante años. No se puede olvidar que en la vecina Argelia anida Al Qaeda en el Magreb, con fuertes intereses en aprovechar cuanta inestabilidad se pueda producir con los cambios en la zona.
Destruir es siempre mucho más fácil que construir y crear. En Libia el poder ha estado concentrado en unos pocos y es necesario crear las instituciones que permitan introducir justicia y esperanza para todos, por encima de clanes y tribus. En Irak ha costado sudor y sangre y el resultado no está del todo consolidado. En Afganistán ha sido imposible hasta ahora. Y esto es algo que los libios tendrán que resolver. Ni europeos ni americanos estamos para mucho más que para declaraciones celebratorias, agotados como estamos por la acuciante crisis económica.
En Afganistán la ayuda civil siempre ha ido por detrás de la militar y es más que dudoso que la Unión Europea vaya a movilizar a auténticos ejércitos de jueces, policías y otros funcionarios públicos para lograr que las instituciones democráticas arraiguen en Libia.
Si los rebeldes son tan incapaces políticamente como lo han sido en el terreno militar, cabe esperar lo peor para el futuro del país. O una guerra civil abierta o una división más o menos violenta. En buena medida, mucho depende de cómo se desarrollen estas últimas horas de Gadafi. A más violencia hoy, más violencia mañana.
Sería una gran paradoja que la intervención militar de la OTAN, con la activa participación de España, acabase con una Libia en llamas porque las tribus no supieran resolver sus diferencias pacíficamente. La OTAN puede bombardear cuanto quiera, pero ha tenido poco éxito en eso de exportar las políticas del consenso. Libia no será distinta.
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