Libertad Digital, Madrid
Se ha estrenado una nueva aventura de la saga de El planeta de los simios, aquella película mítica de mi infancia que, cuando llegó a los cines en 1968, me dejó traspuesta. En aquel entonces yo sólo tenía ocho años y la historia del capitán Taylor, interpretada por un musculoso y semidesnudo Charlton Heston extraviado en tierras extrañas, me impresionó.
Esta última entrega cinematográfica inspirada en el relato original de Pierre Boulle promete ser un filme entretenido y olvidable en plena canícula, pero no me la perderé por dos razones: a modo de homenaje al cine que tanto disfruté de niña y porque en esta ocasión el protagonista es James Franco, en las antípodas del fortachón Heston, pero interesante y apuesto a su manera, siempre con un registro especial a la hora de actuar.
En esta ocasión los monos no son los dueños del mundo, sino que están hartos de ser objetos de experimentos científicos y, siguiendo la corriente eco friendly enfrentada a los desmanes de la industria farmacéutica, lideran una rebelión contra los abusos del hombre. Es lógico este enfado monumental de unas criaturas que muchas personas han confundido con mascotas caseras, a las que se les puede imponer el uso del pijama y los cubiertos. Anécdotas verídicas que han acabado en tragedia doméstica y con el pobre chimpancé baleado, sin comprender qué hacía encerrado en un piso. El grito de la selva es más poderoso que un apartamento en Manhattan.
Otra rebelión en la granja regentada por unos humanos confundidos y ambiciosos. Contrariados, a sus primos más peludos no les queda otra que bramar y darse golpes en el pecho. Recuerdo como si fuera ayer mi sorpresa hace más de cuatro décadas cuando, al final de la cinta, Heston y la novia maciza que se echa siendo esclavos de los monos descubren que en realidad su nave había aterrizado en la Tierra. La clave del misterio eran las ruinas de la Estatua de la Libertad. Cosas del destino: el mundo había acabado en manos de un Gobierno absolutista encabezado por monos (científicos), gorilas (los militares) y orangutanes (figuras religiosas y políticas). Me temo que si hoy se filmara otra versión la situarían en Cuba o Venezuela. El casting ya está hecho.
A finales de la década de los sesenta los que entonces éramos unos chiquillos vivimos una época de exaltada fantasía. El mismo año del trauma del planeta de los simios, que resultó ser mi propio planeta, Kubrick estrenaba 2001: Odisea Espacial. Sin pensarlo mucho, mis padres me colaron en el cine y volví a ver a unos primates fascinados por un enigmático monolito. En una extraña ceremonia los animales lanzaban un hueso al aire y con un corte de edición estábamos embarcados en un viaje sideral. La voz metálica de Hal 9000 y las imágenes oníricas del genial director dispararon mi imaginación. Muy temprano comprendí que mis ancestros estaban más ligados al homínido Lucy que a la noción divina de un ser superior.
Si 1968 fue un año de sobresaltos para cualquier muchacho que se asomara a los cines, unos meses después la realidad se encargó de confirmar que vivíamos en una década prodigiosa: el 21 de julio de 1969 el astronauta Neil Armstrong se convirtió en el primer hombre que pisaba la luna. Sentados frente al televisor, mis padres y yo festejamos el acontecimiento con el mismo entusiasmo de los antropoides de Kubrick frente a un monolito que equivalía al Rosebud de Orson Welles. Todo me resultaba inexplicable y mágico.
Charlton Heston y el Apollo II son recuerdos de épocas más engalanadas en la tierra y en el espacio. Ahora, con un James Franco ausente (¿estaría en otra galaxia?) la noche de los Oscar y la despedida nostálgica de la última aventura espacial del Endeavour, el verano se presenta como un pálido remake. Estos monos reverdecen la memoria.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario