Análisis & Opinión
Luis Rubio
Presidente del Centro de Investigación para el Desarrollo (Cidac), una institución independiente dedicada a la investigación en temas de economía y política, en México. Fue miembro del Consejo de The Mexico Equity and Income Fund y del The Central European Value Fund, Inc., de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal y de la Comisión Trilateral. Escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times. En 1993, recibió el Premio Dag Hammarksjold, y en 1998 el Premio Nacional de Periodismo.
- Lun, 08/22/2011 - 10:43
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En su libro intitulado El Hombre Público, Glen Dealy describe el choque de culturas que vivió cuando encabezó un viaje con estudiantes latinoamericanos. Cada noche le informaba al grupo la hora en que debían estar listos para salir al día siguiente. Invariablemente, algunos llegaban a tiempo, pero otros nunca lo hacían. Dealy se jalaba los pelos pero, por más que les imploraba que llegaran puntualmente; la escena matutina se repetía día a día.
Desesperado, le preguntó a uno de los jóvenes por qué su amigo no se levantaba más temprano. La respuesta dejó boquiabierto al profesor: se despierta antes que todos, pero quiere ser el último. Dealy no podía comprender lo aparentemente absurdo de la situación. Hasta que escuchó el final del relato: el presidente nunca entra hasta que el gabinete está reunido. Todo depende de la perspectiva.
Un choque de perspectivas, casi cultural, parece estar teniendo lugar en México respecto a la situación económica. Habiendo aprendido la lección de 2007 en que el gobierno subestimó la gravedad del problema, hoy trabaja a marchas forzadas para blindar a la economía, intentando atajar cualquier golpe que pudiera presentarse. La percepción general es de un panorama potencialmente negro, esencialmente a partir del temor de que la economía estadounidense vuelva a contraerse y eso se traduzca en algo mucho peor para México: el fenómeno del catarro y la pulmonía de que tanto hemos escuchado. Así fue en 2008 y 2009, así que es difícil imaginar algo distinto.Por supuesto, mucho de lo que ocurra va a depender de lo que hagan los estadounidenses en su propia economía y de que eso funcione, circunstancias sobre las que seremos espectadores y no más. Pero el otro lado de la moneda es que, en lugar de esperar pasivamente, hay muchas cosas que deberíamos estar haciendo internamente para atenuar y hasta revertir el riesgo. Entre ellas, también quizá pudiéramos convencerlos a ellos de que hay soluciones que pudieran ser no sólo de beneficio mutuo sino parte integral del crecimiento futuro de la región.
Por lo que toca a EE.UU., el problema no es sólo técnico sino fundamentalmente político. Su sociedad está inmersa en un profundo conflicto que se traduce no sólo en diagnósticos encontrados, sino en lecturas radicalmente contrastantes de la naturaleza del problema. Para unos la crisis se reduce a una recesión que debe ser atacada con un estímulo gubernamental: el esquema keynesiano tradicional. Otros argumentan que el problema es de endeudamiento excesivo, del gobierno y de la sociedad, y que eso no se resuelve con gasto sino con un programa conscientemente dedicado a disminuir la deuda. Una versión intermedia afirma que el problema es que la sociedad estadounidense dejó de consumir con sus propios recursos y mantuvo el crecimiento gracias a la disponibilidad de deuda y que, por lo tanto, no hay solución convencional: ni la reducción del gasto o del endeudamiento resolverían el problema de fondo. Sea como fuere, el caso es que es improbable que su gobierno tenga capacidad de actuar al menos hasta el 2013, pasada la elección presidencial próxima, cuando los votantes confiadamente establezcan el rumbo de nuevo.
Para nosotros esta es una pésima noticia, pero no una razón para el pesimismo que parece dominar el ambiente. Dice un dicho que dos prisioneros veían hacia afuera a través de los barrotes de su celda: uno veía lodo, el otro estrellas. Todo depende de la perspectiva que decidamos adoptar.
El problema de México es que dependemos de las exportaciones hacia EE.UU. Si las exportaciones bajan, la derrama interna se colapsaría, afectando a todo el resto, tal y como ocurrió hace dos años. Uno de nuestros problemas radica en que hemos aceptado este binomio como obvio y, además pernicioso. Ha llevado a que muchos hablen de adoptar una nueva política industrial, que protejamos a la planta productiva y que intentemos, en una palabra, lo que supuestamente antes funcionaba. La verdad es que hace treinta años prácticamente no exportábamos nada fuera de materias primas y productos agrícolas. Las exportaciones industriales son el resultado de los cambios de estrategia económica que ocurrieron en los 80 en buena medida porque todo lo anterior no hacía sino mantenernos en recesión y con elevadísimos niveles de inflación.
Gracias a esos cambios hoy tenemos un formidable sector exportador que compite exitosamente. El problema es distinto al que comúnmente se aprecia: lo que mantiene deprimida a la economía es la planta productiva vieja que, gracias a un número de mecanismos explícitos o implícitos de protección, sigue sin ser competitiva. La caída de la actividad económica de 2009 exhibió la grave realidad de nuestro sector industrial tradicional. De no existir un sector exportador tan exitoso, el país estaría en depresión permanente.
La conclusión ineludible a la que tenemos que llegar es que lo que a México le urge es transformar su aparato productivo tradicional, tanto industrial como de servicios. En esencia, lo que urge es forzarlos a competir eliminando los mecanismos de protección de que gozan. Esos mecanismos incluyen aranceles, límites a la inversión, requisitos de mexicanidad y toda clase de barreras no arancelarias que tienen la consecuencia de impedir que se modernice la planta productiva o de que los consumidores, tanto personas como empresas, gocemos de precios competitivos en los servicios.
Como en la anécdota de los patrones culturales, muchos de los cambios que se requieren van contra los valores y percepciones que han dominado el discurso y la tradición económica en el país. Pero esa no es razón para mantener el statu quo. Una economía competitiva implica mayores oportunidades de inversión y más empleos mejor remunerados. Esto no es ciencia espacial y las últimas décadas lo han probado con creces: no es casualidad que el sector exportador cree más empleos y pague mejores sueldos. La evidencia es contundente.
El perfil de la economía mexicana es muy distinto al de la estadounidense. Hasta ahora, eso ha llevado a esquemas de división del trabajo entre empresas, pero no ha conducido a una estrategia de competitividad de la región en su conjunto. EE.UU. tiene que elevar su productividad y elevar dramáticamente sus exportaciones. México puede ser la clave para que ellos puedan ser exitosos en esa transformación. Eso será posible si ellos se comienzan a mover, pero sólo será exitoso como proyecto de desarrollo si nosotros resolvemos nuestros propios entuertos. En términos técnicos, en esto no hay disputa alguna. La pregunta es si tendremos la capacidad y, sobre todo, la disposición para hacerlo realidad.
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