Juan Ramón Rallo
Dos mitos se derrumban con la rebaja de la calidad de la deuda de EEUU por la agencia de rating Standard & Poor’s (S&P). El primero, que existe una conspiración entre las agencias yanquis para degradar solamente la deuda europea y enterrar al euro como divisa rival en la dominación monetaria internacional; como mucho, del hecho de que la francesa (Fitch) le haya ratificado la triple A y una de las estadounidenses (S&P) no se haya bajado los pantalones, podremos colegir una mayor laxitud o cobardía, por decirlo suavemente, de nuestros pares, pero poco más. ¿Por qué se degradaba a la solvente España y no al insolvente EEUU? Fin de la milonga.
Segundo mito que cae: que los problemas de sostenibilidad fiscal del país no son una invención racista del Tea Party, ese movimiento ultraderechista que lleva por nombre un término tan reaccionario como el de una revuelta organizada contra la monarquía absoluta. El problema es real o al menos lo es para estratos crecientes de la sociedad y del mundo financiero. Toca revisar los dogmas de keynesianos, socialistas, izquierdistas y demás ralea del Gran Gobierno: no se puede gastar y asumir deuda ilimitadamente sin que haya consecuencias. Porque no, la rebaja no se debe a las refriegas entre republicanos y demócratas a propósito del techo de deuda sino, como por aquí mismo expusimos, a lo decepcionante del acuerdo alcanzado. Lean si no a la propia S&P:
A pesar del amplio debate que se ha abierto este año, desde nuestro punto de vista las diferencias entre las formaciones políticas se han mostrado extraordinariamente difíciles de reducir y, al final, el acuerdo resultante se ha quedado corto al no adoptar el programa fiscal integral que algunos analistas habían anticipado recientemente. Republicanos y demócratas sólo han sido capaces de acordar recortes del gasto discrecional muy modestos, delegando a un comité aparte la posibilidad de adoptar medidas de mayor calado. Por ahora, parece que los nuevos ingresos se han venido abajo y que sólo se han introducido cambios meramente cosméticos al Medicare y a otros programas sociales cuya contención nosotros y muchos otros analistas consideramos clave para la sostenibilidad fiscal a largo plazo.
Acaso lo sorprendente de la izquierda fue que durante tanto tiempo mantuviera a la vez dos proposiciones tan contradictorias: que EEUU merecía una rebaja del rating por su delicada situación financiera y que esa delicada situación financiera era pura invención del Tea Party para desprestigiar a Obama. Todo, claro, con el espíritu servil de justificar que el gasto público no tenía que tocarse ni allí ni aquí: allí, porque en verdad Estados Unidos era solvente; aquí, porque estábamos siendo injustamente penalizados por una agencia que no otorgaba la misma medicina al Impero.
Pero precisamente por derrumbar dos mitos muy de la conveniencia de la izquierda, es de esperar que asistamos, primero, a una negación sistemática de los cargos y, segundo, a una ofensiva sin cuartel, basada fundamentalmente en la propaganda, contra S&P. Porque ni un solo socialista se atreverá a poner en solfa los problemas reales de las agencias de rating: las enormes barreras de entrada que imponen las regulaciones estadounidenses y europeas; al contrario, lo que se les cuestionará es que todavía sigan guardando alguna independencia, rigor y vergüenza con respecto a los Estados que les dan de comer. Al tiempo, tampoco se tomarán en serio el certero mensaje de fondo de S&P y, si acaso, lo entenderán como una justificación no para recortar el gasto con la intensidad debida, sino para subir aún más los impuestos y lastrar con ello las posibilidades de crecimiento del país.
Y después de esto, ¿qué? Es difícil de decir; la mayoría de analistas y el sentido común sostienen que, tras un cierto pánico bursátil, un leve debilitamiento del dólar y una revalorización del oro, habrá escasas consecuencias adicionales. Al cabo, de momento no se ha puesto ni mucho menos en duda la solvencia de un país que, a pesar de los pesares, sigue siendo, en su escala, el entorno institucional y económico más seguro y fiable del mundo. En momentos de tensión y depresión, los agentes suelen refugiarse en los activos más seguros para al menos conservar su capital; y el activo más seguro de todos sigue siendo la deuda estadounidense.
Sin embargo, no despreciemos las consecuencias que la rebaja del rating pueda tener en unos mercados ya muy revueltos por los acontecimientos de la última semana (estancamiento de EEUU e insolvencia de la Eurozona) ni, sobre todo, los riesgos a largo plazo de la progresiva insolvencia yanqui. Que de momento no peligre su posición no significa que el Gobierno estadounidense disponga de barra libre para seguir emitiendo deuda. Al final, es el mercado, cada inversor individual, quien decide qué activos son los idóneos para no descapitalizarse, y si el despilfarro obamita continúa por sus fueros, bien podría terminar descartando a los bonos USA como activo de reserva, del mismo modo que ha descartado a los bonos España. Algunos llevamos diciendo años que Europa y Estados Unidos, con su adicción al gasto y al endeudamiento desbocado, están jugando con fuego. Si la progresiva erosión de la solvencia de la economía más importante del mundo condujera a la desmonetización de su deuda pública, sólo nos quedaría el oro como activo de reserva. Pero una huida generalizada y masiva hacia el metal amarillo supondría el colapso del sistema financiero y la mayor de las crisis imaginables. Estamos todavía muy lejos de ese escenario, pero la irresponsabilidad del Zapatero estadounidense y de la prensa cómplice nos van acercando sin necesidad alguna hacia él.
Por una vez, y sin que sirva de precedente, la izquierda debería controlar su impulso natural de matar al mensajero y, más bien, acusar el recibo. No lo harán y por eso la recuperación mundial seguirá en vilo, al menos, hasta 2012. Por desgracia, con Obama en el poder, Estados Unidos no levantará cabeza, pues una crisis de mala deuda no puede combatirse con más y peor deuda. Y eso, más gasto y más deuda, es lo único que Obama puede ofrecer. Standard and Poor's no se equivoca por hacer lo que debe, sino por haberlo hecho con mucho retraso.
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