Los criminales y narcotraficantes gozan de la admiración, el respeto y hasta la comprensión de buena parte de la sociedad.
Ricardo AlemánComo si se tratara de una fatalidad, todos los días aparecen nuevas evidencias de que instituciones públicas, privadas y religiosas se suman a las voces que, en muy poco tiempo, han pasado de cuestionar severamente al crimen organizado y el narcotráfico, al extremo contrario, el de respetarlo a niveles de culto.
Y es que todos los días conocemos nuevos casos de instituciones públicas, empresariales y religiosas que ya olvidaron el enojo, que dejaron atrás la rabia y la capacidad de asombro, enojo y crítica airada contra los criminales organizados y los narcotraficantes. En lugar de eso han pasado a extremos vergonzosos, como los de pedir perdón y pedir permiso a los propios criminales y narcotraficantes. Y si de ejemplos se trata, van algunas perlas.
¿Qué significa, por ejemplo, que la Conferencia del Episcopado Mexicano, CEM, solicite de manera pública a los cárteles del narcotráfico “una tregua” para que los feligreses puedan venerar por todo el país y, sin riesgo, las reliquias de Juan Pablo II?
¿Qué debemos entender cuando un sacerdote comprometido con la causa de los migrantes, como el padre Alejandro Solalinde, de plano decide oficiar misa para pedir —de rodillas— perdón a cárteles de la droga, como Los Zetas —entre otros grupos mafiosos—, porque, según el jerarca católico, los mortales pecadores también han ofendido a los criminales?
¿Qué entender cuando los corruptos jueces de todo el país se avientan la pelotita —la papa caliente— de casos vinculados al crimen organizado y el narcotráfico, y los batean con el argumento ilegal de que no existe competencia? ¿Qué entender cuando nadie dice nada por las cifras escandalosas en el incremento de secuestros en 2011, frente a la cachaza de jueces que rechazan la competencia de presuntos secuestradores detenidos, y que con ello obligan a que sean liberados?
¿Qué debemos entender cuando un servidor público de primer nivel del gobierno de Michoacán se avienta la puntada de que el gobierno tiene que aprender a pactar con los criminales y narcotraficantes? ¿Y qué debemos entender cuando los jueces responsables de aplicar la ley a un menor de edad criminal como El Ponchis no son capaces de aplicar una pena mayor a tres años de prisión, de los que el criminal juvenil ya cumplió la mitad?
¿Qué debemos entender cuando no pasa nada y nadie hace nada, luego de que en tal o cual municipio de Michoacán son secuestrados encuestadores, repartidores de la Sección Amarilla, y todo aquel que parece sospechoso a los ojos del crimen —por las bandas criminales que se han apropiado de municipios y pueblos completos, que son el poder y la ley, ante la impunidad de todos— que controla impunemente el poder municipal?
¿Qué debemos entender cuando un pueblo completo de Michoacán realiza una manifestación a favor del grupo criminal Caballeros Templarios y lanzan consignas contra la Policía Federal y contra militares y marinos, sin que ninguna autoridad formal haga algo?
¿Y qué entender cuando, en el país, miles de ciudadanos cancelaron sus vacaciones, viajes o traslados por carretera, por miedo a las bandas criminales que se han apropiado de los caminos de México?
Lo primero que debemos entender es que, en la conciencia colectiva —y la de algunos jerarcas y jefes de instituciones religiosas, públicas y privadas—, los criminales organizados y los narcotraficantes ya no merecen el desprecio social por su actividad ilegal y criminal, ya no ameritan la crítica y el rechazo social e institucional por operar al margen de la ley. No, lo que hoy debemos entender es que los criminales y narcotraficantes gozan de la admiración, el respeto y hasta la comprensión de buena parte de la sociedad que llega al extremo de pedirles perdón y permiso.
¿Por qué en lugar de pedir tregua a los criminales y narcotraficantes, la CEM no reclama que esos criminales sean perseguidos hasta sus últimas consecuencias y castigados con todo el peso de la ley? ¿Por qué el padre Solalinde no implora a favor de que Los Zetas sean detenidos y castigados, en lugar de pedirles perdón? ¿Por qué..?
La respuesta es aterradora. Parece que buena parte de la sociedad y de los jerarcas institucionales han perdido los anticuerpos sociales básicos: la capacidad de asombro, indignación, rechazo, condena y repudio a los criminales y narcotraficantes. Y si se han perdido los anticuerpos sociales y se ha perdido la fe y la esperanza en las instituciones del Estado, también se ha perdido la guerra contra el crimen y el narcotráfico. Al tiempo.
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