“Si descifráramos el mensaje de Bolívar, nos daríamos cuenta que al hablar de los hermanos del norte no se refería precisamente a los mexicanos, sino a esa nueva nación que en esos momentos cambiaba el rumbo de la historia; los EU. Nos daríamos cuenta que los llamaba “nuestros hermanos” definiendo de esa forma no sólo su gran admiración por el nuevo país, sino fraternidad hacia su pueblo en contraste con ese deporte tan popular hoy día en América Latina, el odiar a los gringos y culparlos de todo.”
Ricardo Valenzuela
A principios del siglo XIX Simón Bolívar, agotado en su lucha para liberar el continente sur americano, pronunciaba palabras de sabio significado que a sus habitantes les parecía criptografía ancestral: “En tanto que nuestros compatriotas no adquieran las virtudes políticas que distinguen a nuestros hermanos del norte, los sistemas enteramente populares, lejos de sernos favorables, temo mucho que vengan a ser nuestra ruina.”
A medida que arribamos al final de la década panista, arrecian las maniobras marrulleras para la toma de esa fortaleza que es la presidencia de México. Después que, durante casi dos siglos de vida independiente, nos arrullaran con una larga constelación de gobiernos todos con un común denominador; la tiranía y autocracia, finalmente se nos servía ese milagroso manjar ahora tan de moda: la democracia.
Si descifráramos el mensaje de Bolívar, nos daríamos cuenta que al hablar de los hermanos del norte no se refería precisamente a los mexicanos, sino a esa nueva nación que en esos momentos cambiaba el rumbo de la historia; los EU. Nos daríamos cuenta que los llamaba “nuestros hermanos” definiendo de esa forma no sólo su gran admiración por el nuevo país, sino fraternidad hacia su pueblo en contraste con ese deporte tan popular hoy día en América Latina, el odiar a los gringos y culparlos de todo.
Ha sido tan popular el pasatiempo que no nos ha permitido descifrar el contenido más importante del mensaje: “En tanto no adquieran las virtudes políticas que distinguen a nuestros hermanos del norte.” Cuando el libertador pronunciara tan sabia frase, las otrora colonias inglesas que se convertirían en los EUA se envolvían en un recio e interesante debate para definir su futuro político. Ya en 1781 habían confeccionado lo que llamaron Artículos de la Confederación, a través de los cuales dibujaban la ruta hacia lo que luego sería su Constitución.
Los enfrentamientos eran entre los federalistas y los nacionalistas. Los primeros, con la bandera de la soberanía de los estados, promovían la preservación de ese orden natural de libertad. Los segundos, exigiendo un fuerte gobierno central, finalmente usurparían una serie de funciones de esos estados. Pero ambos bandos coincidían en que la nueva organización política no sería una democracia, sino una República. El argumento más importante para subyugar la democracia lo exponía Madison, al afirmar que la tiranía de las mayorías podía desembocar en instrumentos aun más diabólicos que las monarquías. El sufragio sería una herramienta, más no su religión y nunca sería mencionada la democracia en sus actas de nacimiento.
Los nuevos norteamericanos se inspiraban en las palabras del parlamentario Charles Fox: “Yo no presto atención a las presiones de la gente; nuestro deber es hacer lo propio y justo, no lo fácil de concertar. La responsabilidad de ellos es elegirnos, la nuestra es actuar constitucionalmente y mantener la independencia del Parlamento.”
Lo que Adam Smith definía como el motor que movía los mercados en una economía libre; ambición personal, Madison la identificaba como el gran peligro en el campo de la política, por lo cual, había que establecer controles contra la concentración de poder.
Luego de largas discusiones se llegaba a una concertación que le daba vida a una Constitución híbrida, pero con un importante mecanismo, la distribución de poderes en las tres ramas de gobierno. Sin embargo, en la guerra civil entre los estados nacionalistas del norte y los liberales confederados del sur, más que la institución de la esclavitud, lo que se jugaban era el rico federalismo que originalmente le diera vida a la gran nación y ahora en esa guerra se perdía.
Nuestra Constitución proclama el derecho de todo mexicano de votar y ser votado. Eso significa que cualquiera puede convertirse en gobernador, miembro del Congreso, Presidente. Como resultado de esta apertura a la competencia política, la resistencia a los actos opresivos de los gobiernos desapareció, la base moral de la estructura social se agrietó y emergieron los delincuentes en la cúspide de la pirámide. La competencia en la producción de bienes es esencial, pero la competencia en la producción de males, es invitación al desastre. Libre competencia en asesinatos, robos, asaltos, es una aberración. Sin embargo, eso es precisamente lo que se ha instituido abriendo la competencia política; la democracia.
En la política mexicana de hace unos años la virtud esencial requerida del aspirante era despojarse de su dignidad, mentir, traicionar y atinarle con un buen padrino. Pero hoy día, estrenando nuestra flamante democracia, se requiere ser un “animal político.” Carisma, oratoria, buena presentación, gran comunicador y, especialmente, ser un gran actor cuando, asumiendo el papel de redentor, prometa resolver los problemas de todos los mexicanos: Trabajo, educación, vivienda, salud, subsidios, protección a los oligopolios y monopolios…felicidad para todos, pues ahora los votos si cuentan.
Pero como hay muy pocos aspirantes que porten tales cualidades, esos talentosos políticos sin escrúpulos compiten con gran ventaja sobre aquellos que no las tienen. Ello promueve la cultivación de habilidades como la mentira, la demagogia, el oportunismo, la corrupción, hipocresía. De esa forma el servicio público se convierte en campo vedado para quienes no las adquieran y ello, se traduce en que exclusivamente esa clase de hombres escalen las cumbres del poder tanto en la política como el círculo de negocios estatistas. Así los estándares de ética, la moral y el buen gobierno con los verdaderos mercados libres, se conviertan en sueños irrealizables.
La competencia política en México nos sirvió a un AMLO en la tarima nacional, gobernadores hermosos y caricaturas como Noroña. Pero los clientes en este mercado ya no son motivados solamente por el cambio. Desgraciadamente hemos abusado del nuevo juguete; la democracia, para olvidarnos que también somos una república y, como sucede en el DF, ahora reina la tiranía de las masas a base de los acuerdos colectivos envueltos en demagogia, siempre pendientes de las exigencias de las masas cuando salen a protestar, se amotinan, asaltan instituciones como el congreso, cierran carreteras o desfilan con machetes.
Los nuevos populistas contra quienes nos prevenía Bolívar, ante esas “exigencias del mercado” reviven la parodia de Bastiat cuando, ahora refinando su demagógico mensaje, ofrecen felicidad perpetua, capital para todos los proyectos, medicina para los enfermos, consuelo para los tristes, diversión para los aburridos, leche para los niños y vino para los ancianos…. ¿quién da más? Pues eso es lo que cuesta la presidencia, la habilidad del gran demagogo cuando afirma: “me importa más el hambre del pueblo que la salud de las finanzas nacionales”….lo triste es que nadie sabe lo que vale el país.
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