Carlos Alberto Montaner
Araceli Perdomo me llamó por teléfono para despedirse. Se está muriendo. Desde hace años batalla contra el cáncer y parece que su organismo no podrá resistir mucho más. Siempre fiel a sí misma, fue firme y cariñosa. No quería comunicarme su dolor sino darme un abrazo final. Me estremeció su gesto. Compartí con ella durante los dos años que dirigí las páginas de Opinión de El Nuevo Herald, a fines de la década de los ochenta, y aprendí a quererla y a respetarla. Más tarde esa responsabilidad le tocaría a ella.
En aquellos años yo vivía en España y viajaba frecuentemente a Miami, pero, gracias a Araceli, podía hacer mi tarea por fax y por teléfono como si estuviera sentado en la redacción. En ese trato intenso descubrí a un ser humano extraordinario. Araceli no sólo escribía muy bien y elegía sus temas certeramente: tenía una especial habilidad para tratar a jefes y subordinados. Con los de arriba, era eficaz y amable, pero sin obsequiosidades. Con los de abajo, se esforzaba en ser deliberadamente cálida y respetuosa. Para mandar se servía del afecto, no del poder.
No es predecible cómo las personas se enfrentan a sus últimos momentos. Hace muchos años, cuando leí la biografía de Fray Servando Teresa de Mier, un cura clave en la independencia mexicana que vivió una vida azarosa de prisiones y fugas, de sermones encendidos y peleas con la Inquisición, lo que más me intrigó fue su forma de morir. Cuando supo que la muerte se acercaba, se levantó de su lecho de enfermo y fue a invitar a sus funerales a sus amigos, uno a uno, con una mezcla de camaradería y jolgorio.
Miguel de Cervantes, tras recibir la extremaunción, cuatro días antes de morir, dedicó sus últimas energías literarias a escribirle una untuosa carta al Conde Lemos a quien le encomendaba su extraña y en ese momento inédita novela Persiles y Sigismunda, obra que el gran escritor, equivocadamente, suponía que era superior a El Quijote. A Don Miguel morir le importaba menos que el destino del último texto que había escrito.
En 1969 yo era un joven profesor de literatura en Puerto Rico y estaba a punto de publicar mi segundo libro, unos monólogos a mitad de camino entre el cuento y el teatro, titulado Instantáneas al borde del abismo. El editor me sugirió que buscara a un buen ilustrador para hacer el libro más atractivo. Me contaron que en San Juan vivía uno muy bueno, Carlos Marichal, exiliado de la Guerra Civil española.
Era una de esas mañanas luminosas de Puerto Rico. Me recibió con una sonrisa amable, me pidió el manuscrito y me dijo que lo llamara esa misma noche. Lo hice. Me informó que le había gustado y que 48 horas después tendría listas las 10 ilustraciones. No le interesaba cobrar (gesto que le agradecí porque yo apenas tenía dinero). Me extrañó su prisa, pero pensé que prefería eliminar rápidamente una petición tan incómoda de un escritor insistente y molesto.
A los tres días fui a recoger las ilustraciones. Me las había dejado en un sobre pocas horas antes de morir. Cuando lo visité yo no sabía que estaba enfermo de cáncer. No pude adivinar que ese hombre estaba agonizando. No me lo dijo. Fue generoso con un desconocido que le robaba las últimas horas de su vida. Creo que lloré con una mezcla de pena por su muerte y de vergüenza por mi impertinencia. Las diez ilustraciones eran magníficas. Marichal también estaba al borde del abismo y fue, creo, una forma de despedida. Nunca olvidaré su gesto generoso.
Es posible que Araceli se nos vaya pronto. Eso fue lo que me dijo que ocurrirá. Ojalá se equivoque y el organismo resista. En todo caso, a los que la han tratado y querido nos queda un consuelo: esta mujer extraordinaria dejará una huella profunda y buena de su paso por la vida. Un abrazo, hermana querida.
Periodista y escritor. Su último libro es la novela La mujer del coronel
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