Nueva York, 9 sep (dpa) - El Pentágono en llamas, el llanto de decenas de bebés, la ominosa primera noche en la que el miedo era físico, el regreso en tren a una Nueva York fantasmagórica y la larga caminata hacia la nada en la noche del día después: aquellas 48 horas de septiembre de 2001 son indelebles.
La autopista 395 mostraba habitual tráfico pesado en aquel martes 11, luminosa mañana de fin de verano. En un instante, todo cambió, porque una bola de fuego surgió de un costado del Pentágono para instalar a Washington en el día negro que Nueva York ya estaba viviendo.
“Esto es una locura, ¡quiero ir a mi trabajo!”, gritaba un automovilista desesperado. Pero no era día para acudir a trabajar. La radio -sintonizada en todos los autos, porque los teléfonos móviles con Internet aún no existían- disparaba noticias sin pausa, cada una más negra que la anterior.
El WorldTradeCenter ardía en Manhattan sin que nadie supiera explicar claramente aún por qué, se difundían informaciones acerca de humo saliendo de la Casa Blanca y comenzaban las evacuaciones en el Departamento de Estado, el Departamento del Tesoro y el Capitolio en una ciudad sumida en la histeria.
Todo Washington estaba fuera de sus oficinas
Todo Washington estaba fuera de sus oficinas. En los parques la gente conversaba con ademanes nerviosos y desde las ventanas de las oficinas se arrojaban bolsos y pertenencias de sus ocupantes. La policía frenaba el ya de por sí colapsado tráfico para permitir el paso de carritos de evacuación cargados con bebés en llanto y provenientes de las múltiples guarderías en el centro administrativo.
“Estados Unidos está virtualmente cerrado. Ningún aeropuerto funciona. Todos los vuelos se están desviando a Canadá”, alertaba otra vez la radio.
“Este es el peor ataque a Estados Unidos desde Pearl Harbor”, diría el reconocido periodista Tom Brokaw en la CBS. La diferencia con lo sucedido en 1942 es que aquella vez no hubo todo un país -y todo un planeta- viviendo en directo los hechos.
En el final de la tarde, periódicos en todo el país lanzaron ediciones especiales. Muchos titularon con una sola palabra: “Terror”.
El temor a dormir de aquella noche
Aquella noche, millones de personas en Estados Unidos no pudieron o quisieron dormir. Clavaron la mirada en el cielo, porque de la luminosa oscuridad de la noche podían llegar todo tipo de amenazas.
Pero había que volver a moverse, y muchos de los que debían ir a Nueva York optaron por el tren.
“No hay vuelos, ¿pero quién querría subirse a un avión hoy?”, razonó un joven de nombre James en aquel convoy.
Parejas abrazadas, miradas perdidas, gestos cansados y silencio, sobre todo mucho silencio. El viaje, con escalas en el aeropuerto internacional de la capital, Baltimore, Wilmington, Filadelfia y Newark, tenía ambiente de funeral, con gente deseando ver a sus familiares o amigos y otros temiendo que fueran alguno de los miles de muertos en la masacre de las Torres Gemelas.
Apocalíptica visión de Manhattan
Quince minutos antes de llegar a Penn Station, en el corazón de Nueva York, la tragedia se volvía palpable: por las ventanillas del tren aparecía el sur de la isla de Manhattan con un difuminado humo gris reemplazando a las orgullosas Torres Gemelas.
“¡Hijos de puta!”, gritó lloroso un pasajero sin fuerzas para dar su nombre.
Manhattan, aquel mediodía del miércoles 12 de septiembre, era una película de fantasmas. Calles desiertas y movimientos lentos. Muy pocos trabajaban, el distrito financiero estaba semidestruido, las oficinas públicas cerradas y pocas tiendas funcionaban. Los neoyorquinos se volcaban a la calle buscando palpar el horror.
Todos miraban al sur. Si la primera noche había sido de desconcierto, llanto y calles vacías, la segunda exhibió mareas humanas dirigiéndose en un recorrido zigzagueante hacia lo que ya se conocía como “zona cero”.
Una noche sin bocinazos, sólo con sirenas de ambulancias o coches de policía. Todo con el persistente olor a quemado que traía el polvo transportado por el viento sur. El escenario del horror estaba a diez kilómetros de distancia, pero mucha gente que caminaba por Times Square lo hacía apretando parte de su ropa contra su boca y nariz.
Muertos y desaparecidos
Bajando por el East Side, funerarias como Provenzano y Andrett, los únicos comercios iluminados en una avenida en sombras, hacían sentir que no sólo en el aire, que olía a filtración de cloaca, flotaba la muerte.
En la Sexta Avenida y Houston, Mario Nardone, un “broker” de 32 años, sonreía desde una fotocopia pegada en un poste y con el término “missing” (desaparecido). Centímetros más abajo, una treintena de velas iluminaban el improvisado altar, donde una postal de la Estatua de la Libertad recortada contra las Torres Gemelas ocupaba el sitio de máxima veneración. “Te amo Nueva York, encuentra la paz”, rezaba uno de los múltiples mensajes escritos a mano.
A dos metros, tres personas sentadas en el piso miraban sin ver mientras apretaban en sus manos sus teléfonos celulares, esperando una llamada que muy probablemente nunca llegó. Más atrás, varios vagabundos dormitaban, tan ajenos a todo como los demás a ellos. Y, entre el polvo, la basura y las múltiples bolsas de desperdicios pudriéndose en las calles, algunas ratas movían la oscuridad.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario