Por Jesús Lizcano Álvarez
El País, Madrid
En España, los ciudadanos no afrontan ni sancionan suficientemente el fenómeno de la corrupción, como muestran los últimos resultados electorales, en los que los políticos imputados por casos de corrupción han salido ilesos y mayoritariamente reelegidos. Ante esa laxitud social frente a la corrupción, vamos a recordar aquí algunos de sus muy negativos efectos económicos.
Si tenemos en cuenta la definición de corrupción como "utilización de un cargo público en beneficio propio", hemos de tener presente que los altos beneficios económicos que obtienen los corruptos generan un sobreprecio en las obras o servicios públicos, lo cual supone un verdadero impuesto implícito que pagan los ciudadanos. En muchos casos, además, las decisiones corruptas de concesión de tales obras o servicios van acompañadas de una falta absoluta de control de la calidad (en materiales o especificaciones técnicas, por ejemplo) o de la seguridad (física, sanitaria, etcétera).
Por otra parte, en ocasiones se financian de forma injustificada megaproyectos enormemente costosos para el erario público que no tienen la mínima rentabilidad económica o social exigible. Las decisiones corruptas también pueden generar diversos riesgos económicos, entre otros: los inmuebles construidos indebidamente (en zonas protegidas medioambientalmente, o vulnerando normas sobre las costas, etcétera) pueden generar riesgos de demolición, por ejemplo, para los compradores.
La corrupción genera, por otra parte, grandes cantidades de dinero opacas, que incrementan la economía sumergida, lo cual viene a reducir sensiblemente los ingresos públicos, originando así una mayor carga fiscal sustitutoria para el conjunto de los contribuyentes. Además, tales cantidades se destinan muy frecuentemente a nutrir los paraísos fiscales, verdadera vergüenza internacional, muchos de los cuales pertenecen o están bajo la soberanía de países desarrollados. Aunque en los índices de corrupción que publicamos en Transparencia Internacional se muestran los países más corruptos (normalmente entre los más pobres), no hay que olvidar que una gran parte del dinero corrupto generado en esos países es colocado y recibido por los paraísos fiscales bajo bandera de los países ricos.
Otro efecto perverso de la corrupción es que impide la libre competencia y las reglas del juego democráticas, generando importantes ineficiencias y costes económicos, de confianza, etcétera, y reduce ostensiblemente la efectividad y calidad de las políticas económicas.
De cualquier forma, los costes más importantes de la corrupción quizá sean justamente los que no se ven, los costes de oportunidad, o en definitiva, lo que se deja de ganar. Cada vez más, la corrupción ahuyenta a los potenciales inversores, en primer lugar, por razones éticas, ya que hay un creciente número de fondos de inversión y empresas con planteamientos o códigos éticos, que eluden cualquier vestigio o riesgo de corrupción; y también por razones pragmáticas, puesto que en los países y entornos corruptos siempre existe el riesgo de futuros problemas legales o judiciales, o incluso políticos que pueden perjudicar arbitrariamente, limitar o incluso expropiar o hacer perder tales inversiones (algunos estudios indican que en los países corruptos hay una alta probabilidad de perder la inversión en un plazo de cinco años).
Además de los perjuicios económicos, y ya en clave política o social, la existencia de numerosos indicios de corrupción en los cargos públicos genera una amplia desconfianza en la clase política y una sensación de impunidad que hace que los ciudadanos se alejen cada vez más de los políticos, y lo que es peor, tengan una sensación de fatalismo y una cierta creencia de que los políticos son todos iguales, lo cual evidentemente no es cierto, aunque cuesta convencerles de lo contrario.
En resumen, los costes y efectos económicos de la corrupción son demasiado importantes para que la comunidad internacional (países, organismos nacionales e internacionales, sociedad civil, etcétera) nos mantengamos de brazos cruzados ante esta lacra social, alarmante y demasiado consentida, que lamentablemente impregna tantas instituciones, empresas y colectivos de esta aldea global.
Aunque la solución de este importante problema resulta harto complicada, una forma de atajarlo al menos radica en impulsar firmemente la transparencia, la cual constituye indudablemente el mejor antídoto contra la corrupción. Cuanto mayor es la información que se genera y se divulga por parte de las instituciones y cargos públicos, menos margen hay para la corrupción. En esta cultura de la transparencia resulta fundamental la educación de los ciudadanos, para que ya desde niños puedan aprender a valorar adecuadamente la importancia de la transparencia social y lo perverso o negativo de la corrupción. En esto tenemos un importante papel los enseñantes (en colegios, institutos y universidades), así como las organizaciones de una sociedad civil activa, participativa, y no conformista.
En definitiva, aumentar el nivel de transparencia social y combatir decididamente la corrupción es una importante asignatura pendiente y sin duda uno de los más importantes desafíos para esta sociedad del siglo XXI.
Jesús Lizcano Álvarez es presidente de Transparencia Internacional España y catedrático de la Universidad Autónoma de Madrid.
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