06 septiembre, 2011

El miedo a la deflación



por Iván Alonso

Iván Alonso obtuvo su PhD. en Economía de la Universidad de California en Los Ángeles y es miembro de la Mont Pelerin Society.

El temor a la deflación tiene un notable pedigree en la ciencia económica. La deflación no sería simplemente el fenómeno opuesto a la inflación —una reducción generalizada de precios, en lugar de un alza generalizada—, sino que además podría ser el alimento de una depresión. La idea viene del famoso economista Irving Fisher, a quien se le recuerda por haber declarado inoportunamente, poco antes del crack de la bolsa de Nueva York en 1929, que los precios de las acciones habían alcanzado “lo que parece ser una meseta permanentemente alta”; pero a quien, no obstante, Milton Friedman (poco dado él mismo a la equivocación) consideraba “de lejos, el más grande economista americano”.

Fisher resume su teoría de la depresión de la siguiente manera. Una situación de sobre-endeudamiento (relativamente, por ejemplo, al producto nacional) da lugar, en determinado momento, a un afán por reducir la deuda, iniciado ya sea por los bancos o por los deudores mismos. Ese afán lleva a una liquidación de activos, y ésta, a una contracción del crédito, y ésta, a su vez, a una reducción generalizada de los precios, es decir, a una deflación. Si los precios bajan más rápido que las deudas, el valor de éstas aumenta en términos reales; paradójicamente, “cuanto más pagan los deudores, más terminan debiendo”. Entonces se producen quiebras, y aun las compañías que sobreviven ven caer sus utilidades, por lo que deciden producir menos y despedir gente.

¿Qué es lo que genera ese afán inicial de reducir las deudas, que desencadena toda esta historia de terror? La pérdida de la confianza, dice Fisher. Eso no responde la pregunta; sólo la modifica. ¿Qué es lo que hace que las empresas y los bancos pierdan la confianza en el futuro? No se oye, padre. Pero no fileteemos al pescador, sino al pescado.

El miedo a la deflación es particularmente notorio entre los miembros de la comunidad financiera. Una reducción generalizada en los precios de los productos que venden las empresas y de los insumos que compran no podría tener otro efecto que el de reducir sus márgenes y su disponibilidad de efectivo para hacer frente a sus deudas. El riesgo de un incumplimiento se acrecienta; el riesgo de una quiebra también. Los bancos podrían tener dificultades para recuperar sus préstamos, y los ahorristas, para recuperar sus depósitos. Pero nótese que en la teoría que hemos reseñado más arriba la causa original del problema no es la deflación, sino más bien el sobre-endeudamiento y la pérdida súbita de la confianza. Si se dan estos dos elementos, los bancos y los ahorristas pueden verse en problemas, con deflación o sin ella.

Para que la deflación cumpla la función que se le asigna de retroalimentar el sobre-endeudamiento empresarial, si es que lo hubiera, los precios tendrían que bajar más rápido que el valor nominal de las deudas. Ésta es una condición exigente con las leyes actuales de la aritmética. Cualquier reducción en los préstamos implica una reducción proporcionalmente menor en la liquidez de la economía, porque los préstamos son siempre una fracción de los depósitos bancarios, y éstos, a su vez, una fracción de la liquidez total. Y si ésta baja más despacio, la única manera como los precios pueden bajar más rápido es que la gente deje de gastar la plata que tiene en el bolsillo. Lo cual es inverosímil porque la reducción del endeudamiento, cuando responde a decisiones voluntarias de la gente, y no a una imposición de la autoridad, significa que alguien en algún lugar del país quiere invertir menos para consumir más.

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