por Carlos Alberto Montaner
Carlos Alberto Montaner es periodista cubano residenciado en Madrid.
Es una situación lamentablemente universal. En España, en Grecia y en EE.UU. se protesta por los recortes gubernamentales. Todo el mundo sabe que la crisis debe afrontarse, pero nadie quiere apretarse el cinturón. Que se lo apriete otro. Algunos bomberos de Miami, por ejemplo, ganan doscientos cincuenta mil dólares anuales y protestan si les reducen sus salarios. ¿Acaso no se juegan la vida en los incendios?
Una de las pancartas españolas expresaba: Zapatero, no me toques mi estado de bienestar. Cuando el socialista Zapatero, a su pesar, notifica a sus conciudadanos que la fiesta se acabó, y que no es posible sostener ese modelo de Estado, siempre surge alguien, aparentemente muy informado, que le replica que los escandinavos son más pródigos con los servicios que brindan a su sociedad, olvidando que los suecos, desde 1992, comenzaron a reformar y reducir su Estado de Bienestar porque excedía su capacidad productiva.
Esa es la clave. Un Estado sólo puede transferir a los ciudadanos los recursos que estos le asignan para esos fines, y el monto de esos recursos tiene una relación directa con la calidad y sofisticación del aparato productivo. Sólo se puede por un periodo muy corto producir como los griegos y vivir como los daneses. El tiempo que demora en estallar la crisis financiera por la insolvencia que inevitablemente sobreviene. Es lo que le pasa a un cartero que se decide a vivir como Donald Trump.
El problema de la democracia —su talón de Aquiles— es que las elecciones se ganan gastando dinero, no con planes de austeridad. Los votantes quieren vivir mejor. No quieren deberes sino derechos. El elector, empresario o asalariado, que es una criatura racional decidida a sacarle el mayor rendimiento posible a su decisión, quiere trabajar menos y ganar más. Elige a los políticos para que le den, no para que administren sabiamente lo que él les entrega.
La forma que tienen las sociedades de impedir que la democracia se transforme en un derroche incontrolable que acabe en la ruina colectiva es colocándole candados al gasto público, limitando las atribuciones de los administradores, prohibiendo por ley las asignaciones de cualquier clase de privilegios e introduciendo elementos de recompensa y castigo vinculados a los resultados de la gestión pública.
La primera de esas medidas es prohibir constitucionalmente los déficits y convertir en un grave delito la “contabilidad creativa”, como hoy les llaman a las trampas. No es lo único, pero por ahí se empieza. La democracia es un buen sistema para tomar decisiones, pero con mucha cautela. Esa es una de las funciones de una buena Constitución: protegernos de los peligros de la democracia.
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