Análisis & Opinión
Fernando Chávez
Fernando Chávez es economista y docente de la Universidad Autónoma Metropolitana de México (UAM). Actualmente es coordinador del sitio de divulgación económica El Observatorio Económico de México. Su línea de investigación abarca remesas y migración, política monetaria, banca central, federalismo fiscal y macroeconomía. Desde 1984 se desempeña en el ámbito editorial como autor y coordinador de publicaciones, boletines, revistas y secciones de periódicos.
Hace un par de semanas corrieron por los nervios de la economía mundial dos noticias como un encendido hilo de pólvora: por una lado, los mensajes inquietantes de J. C. Trichet, gobernador del Banco Central Europeo, respecto a eventuales turbulencias financieras derivadas de la frágil e inestable situación financiera de los países periféricos de la Europa unitaria, y por el otro, la crónica proveniente del quebradizo acuerdo político sobre las enfermas finanzas públicas entre la tropa parlamentaria republicana y la presidencia demócrata de Obama.
Ambos hechos fueron otro catalizador del nerviosismo imperante en los mercados financieros del planeta desde hace varios meses. Estas circunstancias bastaron para que los oráculos de la vida moderna anunciaran el regreso de vientos huracanados recesivos. En una sola voz, banqueros centrales y organismos financieros internacionales, ajustaron a la baja sus pronósticos macroeconómicos: habrá al final del 2011 y en todo el 2012 menos crecimiento de la producción, del empleo y del comercio; más pobreza para millones de humanos, dicho sea en otras y duras palabras. Con una velocidad sin precedente, los mercados bursátiles, templos del dinero y del poder financiero, transmitieron su fulgor recesivo a la producción y el comercio globales, aunque algunas naciones, quizá, pudieran salir relativamente indemnes de esta ola futura de pesimismo económico.
Todavía están frescos en nuestra memoria los sucesos que desencadenaron la recesión del bienio 2008-2009 (bonos basura y derivados, artefactos que estallaron de formas diversas en varias bolsas); todavía el mundo se creía hasta hace unos días que se estaba ya en un estado de convalecencia económica y financiera, cuando otra vez estamos o parecemos estar, según los oráculos mencionados, al borde de una nueva recesión económica global. El problema en cuestión ni es nuevo ni es irrepetible; su naturaleza compleja y persistente ha sido estudiada hasta por los economistas, sin soslayar los augurio tristes de los trovadores y las prédicas sombrías de clérigos, saltimbanquis y pregoneros.
Cuando se debatieron en foros de todo tipo y nivel las causas inmediatas de la Gran Recesión de 2008-2009 se exhibieron, en última instancia, dos posturas aparentemente irreductibles: los liberales de viejo y nuevo cuño han sostenido que la política monetaria expansiva (cuyo reflejo es una bajísima tasa de interés) en la economía norteamericana, alentó el consumo y la inversión de forma artificial. Los opositores a este añejo dictamen espetaron el suyo: la desregulación de los mercados financieros alentó prácticas irresponsables que se tradujeron en burbujas que tarde o temprano tuvieron que reventar. En la arena intelectual y política entonces volvieron a mostrar su fuerza e influencia dos viejos contendientes: liberales contra intervencionistas, partidarios de los mercados libres contra partidarios de los mercados regulados, descendientes de Friedman contra albaceas de Keynes, si queremos ponernos algo sofisticados en el retrato impresionista de los protagonistas de esta controversia, necesaria y saludable por demás.
Hace muchísimos años un agudo observador del capitalismo infante, Thomas R. Malthus, advirtió en los albores del siglo XIX: no se puede absorber por la vía de la demanda todo lo que produce, y los resultados eventuales y frecuentes serán las parálisis productivas. Keynes lo reivindicó y armó su edificio teórico con base en este postulado teórico, haciendo las proposiciones de política económica consecuentes. Entre uno y otro, Marx y los marxistas abonaron esta idea, pero con conclusiones sociales y políticas de corte revolucionario. Entre 1917 y 1991 se vivió el hoy difunto socialismo como una presunta forma de esquivar estas dificultades innatas del capitalismo, al tiempo que surgían los vehementes detractores, de clara estirpe liberal, de esta utopía igualitaria.
Lo que siguió después del derrumbe de bloque soviético y de la aparición del socialismo chino, para mencionar dos hechos emblemáticos que dan cuenta de la nueva hegemonía capitalista, es la persistencia del mayor problema económico de éstas: la insuficiencia de la demanda efectiva para absorber su colosal capacidad productiva; se enfrentan, como nunca, las dificultades endémicas para vender lucrativamente todo lo que se puede producir. Pobres y necesitados hay por millones, pero sus necesidades naturales no cuentan en este sistema económico que percibe la demanda sí y sólo sí tales necesidades tienen efectivamente el aval de votos monetarios.
"Darle la razón al fundamentalismo liberal o al fundamentalismo intervencionista es simplificar irresponsablemente la naturaleza contradictoria e impredecible de los itinerarios de las economías de mercado".
La relación sostenible entre mercado y Estado estará de aquí en delante en el núcleo de la controversia actual entre los hacedores de política económica y los actores políticos, entre la clase política empoderada y la opositora, entre los mismos oráculos y chiflados de estos años pardos y, por supuesto, entre las masas ciudadanas que reclaman justicia, equidad y bienestar en sus vidas. En ese contexto amplio se tiene que ubicar el debate actual en torno a los orígenes de la mal llamada Gran Recesión (Reinhart y Rogoff) y, sin ninguna duda, en torno a las mismas políticas económicas y sociales para salir de este atolladero de dimensiones globales.
“Tanto peca el que mata la vaca como el que agarra la pata”, dice el viejo y sabio refrán. La desregulación exagerada de los mercados financieros fue parte del problema, así como una política monetaria laxa y prolongada que jugó con la fantasía de inyectarle poder de compra a mercados atrapados en restricciones presupuestales (públicas y privadas), y teñidos por desigualdades sociales.
Darle la razón al fundamentalismo liberal o al fundamentalismo intervencionista es simplificar irresponsablemente la naturaleza contradictoria e impredecible de los itinerarios de las economías de mercado. La incertidumbre es inevitable, administrarla sensatamente, digo…, es lo único que parece tenerse a la mano para enfrentar las veleidades del ciclo económico del capitalismo contemporáneo.
Las crisis económicas globales las conocíamos tal vez por los libros de historia escrita y, quizá también por una oralidad amena de los viejos que las vivieron. Hoy sabemos que éstas vendrán antes de que estallen, los oráculos nos las anuncian en tono grave y, no sobra mencionarlo, en los noticieros de la mañana o de la noche, o en la mismas tuitedas o feisbuqueadas diarias.
Sabemos que las recesiones económicas existirán, que son inevitables, pero no sabemos por ninguna ciencia cierta cuándo regresarán y de qué magnitud y duración serán.
En estas horas de incertidumbre galopante vale citar a Keynes, que en los renglones finales de su obra mayor escribió precavidamente: “las ideas de los economistas y los filósofos políticos, tanto cuando son correctas como cuando están equivocadas, son más poderosas de lo que comúnmente se cree. En realidad el mundo está gobernado por poco más que esto. Los hombre prácticos, que se creen exentos por completo de cualquier influencia intelectual, son generalmente esclavos de algún economista difunto”. Tomemos nota, por favor.
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