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Peter Reuter |
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Mark Kleiman era un joven profesor de la Facultad Kennedy de Administración Pública de Harvard, cuando un colega mayor le preguntó: “¿Cuál es su área de investigación?”. Mark respondió: “La política sobre drogas”. Su colega preguntó: “¿Y para qué?”.
La idea implícita del colega era que mientras no se legalizaran las drogas no valía la pena estudiar opciones de política pública. Probablemente eso sigue pensando la mayoría de los economistas y muchos intelectuales, en mi opinión con consecuencias desafortunadas.
En los años noventa, junto con Robert MacCoun, estudié con intensidad las consecuencias que podría tener modificar la legislación vigente sobre las drogas.1 Llegamos a la conclusión de que los defensores de la legalización tienen tres problemas fundamentales para probar que tienen razón.
Primero, que los pronósticos sobre los cambios que produciría la legalización son muy inciertos. Nosotros concluimos que era probable que el consumo aumentara, pero no encontramos un método para pronosticar si en 50% o 500%.
La segunda dificultad es que, aun si tuviéramos pronósticos confiables, no hay forma de comparar los daños entre los dos regímenes. ¿Cómo comparar el daño de la persecución y los efectos discriminatorios de las políticas actuales con un aumento en la farmacodependencia que podría derivarse de la legalización? Los estudios recientes sobre la calidad de vida (Quality Adjusted Life Years) indican que la farmacodependencia se considera una condición de salud muy costosa.2
En tercer lugar, con la legalización habría una diversificación de los daños. Disminuirían las fuentes de violencia y delitos relacionados con el narcotráfico en los barrios pobres de las ciudades, pero habría mayores índices de consumo y adicción en esos mismos barrios. Como padre de familia de clase media, me preocupa que mi hijo pueda probar la cocaína y hacerse adicto. Probablemente la legalización empeoraría mi expectativa. Soy un liberal. Me resulta fácil decir que no me incomoda en absoluto esta diversificación de riesgos, pero habrá quienes disientan con justicia de este juicio de valor.
Por todo lo expuesto, no creo que la legalización sea un tema serio de investigación. Dediqué diez años al tema, así que lo digo con cierto pesar. Drug War Heresies es tal vez el libro que presenta el análisis más serio sobre la legalización. Sus autores imaginamos que a ninguna de las partes del debate le gustaría este libro y acertamos: no goza de gran reconocimiento ni entre los defensores de la guerra contra las drogas ni entre los partidarios de su legalización. Nos reconforta el hecho de haber recibido críticas favorables de los interesados en el análisis de políticas públicas vinculadas al problema.3
Si la legalización no es una opción, entonces nuestra tarea es pensar lo que debe hacerse para que la prohibición funcione mejor. Empecemos por reconocer que gran parte de nuestras políticas actuales causan un daño enorme. Estas políticas se caracterizan por su carácter intrusivo, pues el Estado entra en nuestra vida de maneras tan incómodas como imponer exámenes de detección de drogas para los aspirantes a ingresar al servicio civil. Son políticas divisivas o discriminatorias en el aspecto racial y probablemente también en función de la edad. Y son muy caras: 40 mil millones no es un cálculo descabellado de lo que gasta Estados Unidos tratando de controlar los problemas de drogas.
Por último, son ineficaces. Estados Unidos padece el problema de drogas más grave del mundo occidental. Muchos otros países tienen una población adicta a la heroína más o menos del mismo tamaño, pero nadie tiene al mismo tiempo nuestro problema con la heroína y nuestro problema con la cocaína.
El debate tradicional sobre qué hacer es muy corto de miras. Un factor que ha inhibido el debate son los pocos datos sólidos que tenemos para medir los daños inducidos provocados por una política de aplicación de la ley extremadamente agresiva. Me interesa cuestionar aquí la idea tradicional de que esta política tiene un efecto en la reducción del consumo de drogas, eso que se conoce como prevalencia.
Casi todos los gobiernos asumen la prevalencia como una meta. De hecho, hasta hace poco, la Oficina de Política Nacional para el Control de Drogas (ONDCP, por sus siglas en inglés) medía los resultados de la política contra las drogas exclusivamente con base en la reducción del consumo de drogas. Una hipótesis es que la política preventiva puede influir en el consumo, es decir, que con buenos programas de prevención, disminuirá la iniciación del consumo —en particular entre los jóvenes— y que con un mejor sistema de tratamiento, al que tendrían acceso más adictos, se reducirá el alcance de las adicciones. Se da por sentado también que la aplicación de la ley puede aumentar el precio de la droga, reducir su disponibilidad y, por ende, disminuir su consumo.
Me atrevo a decir que la experiencia contradice estas hipótesis. El consumo de drogas está motivado por factores sociales, económicos y culturales más amplios. En el contexto de la prohibición, cualquier cosa que hagamos tendrá efectos sustancialmente menores en la prevalencia.
El principal problema en la epidemiología de las drogas es la ocurrencia de la epidemia: breves periodos de crecimiento explosivo de la iniciación, seguidos de reducciones similarmente drásticas en la iniciación y, en el caso de drogas adictivas, reducciones lentas en la prevalencia. Ninguna medida relacionada con políticas puede incidir en el inicio o no de una epidemia de consumo de drogas, ni en la gravedad de la epidemia, ni en su duración.
Digo esto ex cátedra pero espero que, a estas alturas del análisis, se conceda a las afirmaciones anteriores alguna plausibilidad.4
Lo único que pueden lograr las políticas antidrogas es reducir las consecuencias dañinas del consumo, la distribución y la producción de drogas. Aunque este señalamiento tal vez parezca muy negativo, estoy convencido de que tiene efectos enormemente liberadores. Sabemos que las malas decisiones en esta materia pueden hacer más perniciosos el consumo de drogas, su distribución y producción. Y es de particular relevancia para este artículo señalar que la política estadunidense puede perjudicar a México.
Permítaseme entonces defender el planteamiento, al menos a grandes rasgos, de que la política sobre drogas tiene escasos efectos en la prevalencia del consumo.
Como se resume en la edición de 2010 de Drug Policy and the Public Good,5 los programas de prevención se concentran sobre todo en la marihuana, la droga ilegal de primer contacto. Las evaluaciones de estos programas suelen ser muy negativas. No hay datos sólidos, desde luego. Para empeorar las cosas, las escuelas sistemáticamente seleccionan programas deficientes. Si deben elegir entre un programa eficaz y un programa malo con un nombre rimbombante, optarán por la rimbombancia. El conocimiento científico sobre la prevención está mejorando, pero en este momento la prevención del consumo de drogas es más un lema que un programa eficaz.
Pero incluso si los programas fueran buenos, la prevención supone periodos muy largos para reducir los problemas de las drogas más preocupantes, a saber, la adicción a drogas caras. En términos generales, la prevención se orienta a niños y niñas de 11 a 14 años, mientras que la adicción es un problema de adultos jóvenes, de modo que la prevención eficaz logrará reducir la demanda en un futuro muy lejano. Además, cuando identificamos la necesidad de un programa de prevención que disminuya el uso de metanfetaminas, éstas ya son un problema establecido.
Por otro lado, hay pocas pruebas de que la aplicación de la ley aumenta los precios de las drogas o reduce su disponibilidad. La gráfica, que suelo utilizar para este fin, ilustra este aspecto. En un periodo de 25 años (1980-2005) el número de personas encarceladas por delitos de drogas (es decir, distribución, producción o consumo) se multiplicó alrededor de 10 veces, sin considerar a las personas recluidas por delitos “relacionados con drogas”, como robo a fin de conseguir dinero para comprar droga. En ese periodo de aplicación de la ley mucho más intensiva, los precios de la heroína y la cocaína se desplomaron casi 70%. Llama la atención que las caídas de precios hayan sido muy paralelas, aunque se trata de drogas que no son buenos sustitutos entre sí.
Desearíamos contar con estudios más detallados, hacen falta buenos estudios más precisos.6 Pero las pocas pruebas de que disponemos indican que poco puede hacer la aplicación de la ley para aumentar los precios. Esto no significa que la prohibición no tenga un efecto en el precio, sino que una aplicación de la ley más estricta tal vez no contribuya a subir los precios.
Si en los problemas con las drogas, bien puede ser que la política sobre drogas no sea lo más importante. Otros ámbitos de la política social pueden tener la misma importancia. El hecho, por ejemplo, de que en Europa no tengamos que ser una persona pobre digna de apoyo para recibir una compensación de ingresos, también puede ser muy importante. Quizá los consumidores de drogas en Europa occidental tengan una menor actividad delictiva porque tienen acceso a otras fuentes de apoyos económicos del Estado. Deberíamos preocuparnos menos por la política de drogas en sí, pues hay otros ámbitos de la política social que ameritan nuestra atención cuando tratamos de enfrentar los problemas de drogas en el país.
Sostengo que podemos reducir los programas cuyos efectos adversos son seguros y cuya capacidad para lograr los resultados deseados son de menor prevalencia. Tenemos cerca de 500 mil personas encarceladas por delitos de drogas.7 Si la nación volviera a los números de Ronald Reagan tendría la mitad de esos presos y no hay razón para pensar que habría menos drogas o más caras. La prevalencia del consumo de drogas seguiría siendo básicamente la misma, pero habría 250 mil personas libres, un ahorro sustancial de fondos públicos y menor crueldad en la aplicación de una política demasiado severa, tanto en parámetros históricos como internacionales.
Parto de la base de que el principal objetivo de la política contra las drogas es evitar los daños que causan su distribución y consumo, empezando por el daño de la propia política punitiva. Estamos frente a un caso convencional de análisis de costo-beneficio.
No obtendremos un análisis costo-beneficio completo con cifras porque, como ya dijimos, no se puede hacer un cálculo cuantitativo de muchas de las consecuencias. Pero es un ejercicio útil y se debe hacer no sólo con programas que llevan la etiqueta de reducción de daños, sino con todo lo demás. Por ejemplo, las intervenciones del lado de la oferta: combatir la venta abierta, enfocarse en vendedores de droga particularmente nocivos, etcétera. También es útil para evaluar decisiones internacionales como las intervenciones estadunidenses en México y otros países de producción y tránsito. El efecto de estas intervenciones sobre el consumo de estupefacientes en Estados Unidos ha sido esencialmente nula. Son intervenciones que podemos llamar de “efecto global” pero que no tienen efectos globales: no repercuten en cuánta droga se produce a escala global, sólo en donde se producen y se transportan, con consecuencias a veces fundamentales para los países de origen.8
Abundan ejemplos del “efecto global”. Cuando en los años noventa del siglo pasado Perú y Bolivia adoptaron medidas enérgicas contra la producción, Colombia se volvió el principal productor. Lo mismo pasa con el tráfico. Hacia 2003 el gobierno holandés se cansó del volumen de tráfico de cocaína de las Antillas Holandesas al aeropuerto de Schiphol. Como consecuencia, hizo algo muy poco holandés: revisar a todos los pasajeros y, en el caso de aquellos que transportaban coca, decomisar la droga e impedirles abordar. El resultado fue una gran disminución en el número de viajeros de las Antillas Holandesas a Schiphol y una introducción mucho menor de cocaína en Ámsterdam. Pero se abrió una nueva ruta de Colombia a Europa vía África occidental. De pronto, países como Ghana y Guinea-Bissau tuvieron que enfrentar a narcotraficantes, para lo cual estaban particularmente mal preparados.
Incidentes como éste nos plantean una importante pregunta: ¿Debe la comunidad internacional pensar en una ubicación estratégica de la producción y el tráfico? ¿Debe escoger países donde estas actividades sean menos destructivas para el bienestar general? Por ejemplo, concentrar la producción y el tráfico en países pequeños próximos a los países consumidores, de modo que no haya demasiados países de tránsito. Belice sería una buena opción para la cocaína, pues es un país pequeño, de por sí corrupto y próximo a Estados Unidos. No se me ocurre un candidato para la producción de heroína, pero sé que no es Afganistán, pues se trata de un país grande con problemas importantes en el plano internacional que podrían exacerbarse con el narcotráfico. Disculpando la ironía de los comentarios anteriores, concluyo que la idea de reubicar la producción global y el tráfico de drogas es de suyo problemática.
Terminemos con una generalización de altos vuelos. En mi opinión, reducir el consumo o la prevalencia no es un buen objetivo de la política antidrogas. Lo que sabemos sobre los efectos reales de esta política obliga a poner como criterio principal la reducción de daños. Debemos concentrarnos sólo en reducir las consecuencias adversas del consumo de drogas, tanto en el aspecto internacional como en los ámbitos nacionales. No es una opción, es lo único que podemos hacer.
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