14 septiembre, 2011

Homenaje a la Unión Democrática

ARGENTINA

Por Eduardo Goligorsky

Unas apócrifas elecciones primarias y las encuestas presagian que Cristina Fernández de Kirchner será reelecta presidenta de Argentina el próximo 23 de octubre. El túnel peronista por el que transita dicho país no parece tener fin. La luz sólo se filtró en él durante las presidencias democráticas de Arturo Frondizi, Arturo Illia, Raúl Alfonsín y Fernando de la Rúa, pero el acoso peronista y las dictaduras militares siempre restauraron las tinieblas.

Todo empezó el 4 de junio de 1943, cuando un golpe militar derrocó al presidente conservador Ramón S. Castillo. El golpe encaramó en el poder a una sucesión de generales que militaban, sin excepción, en la logia GOU (Grupo de Oficiales Unidos o Grupo por la Obra de Unificación), cuyo cerebro era el entonces coronel Juan Domingo Perón. Según el historiador Alain Rouquié (Pouvoir militaire et société politique en Argentine),

la influencia de ideólogos de ultraderecha antiliberales e integristas marca el tono doctrinario de este grupo.

La verdad es que el GOU había apostado todas sus cartas al triunfo de la Alemania nazi y temía que al presidente Castillo lo sucediera un conservador o un radical partidario de declarar la guerra al Eje, como lo había hecho Brasil. Perón y sus camaradas del GOU pensaban que una Alemania victoriosa convertiría a la Argentina en la potencia rectora de América Latina, en detrimento de Brasil.

Centro neurálgico del espionaje

Los sucesivos presidentes afiliados al GOU (el general Pedro P. Ramírez y Edelmiro J. Farrell) permitieron que Argentina fuera el centro neurálgico del espionaje y la propaganda nazi en el Cono Sur, como explica, con lujo de detalles, el estudioso Uki Goñi en Perón y los alemanes. La verdad sobre el espionaje nazi y los fugitivos del Reich, Editorial Sudamericana, 1998). Y el hombre clave de este operativo de penetración era Ludwig Freude, magnate alemán que, según Goñi, "[se] enriqueció con llamativa rapidez durante los años del Reich".

Era el máximo hombre de confianza de la embajada de Hitler, estaba definitivamente conectado al espionaje nazi y poseía una cualidad que lo distinguía del resto de los caciques de la comunidad alemana, su íntima amistad con un coronel cuyo nombre resonaría alrededor del planeta, Juan Perón.

Freude presidía cuatro sociedades anónimas constituidas durante la guerra para ocultar capitales nazis que, en 1946, contribuyeron generosamente a la campaña presidencial de Perón. Custodiaba, además, el fondo de reserva de la agregaduría militar nazi. Cuando, al terminar la guerra, Estados Unidos pidió su extradición para juzgarlo por su condición de agente del Informationstelle III de Von Ribbentrop, el gobierno peronista le concedió, de manera fraudulenta, la nacionalidad argentina para no entregarlo.

Perón.Rodolfo Freude, hijo del espía, tenía 23 años cuando Perón lo designó jefe de la recién creada y ultrasecreta División Informaciones, que debía decidir el destino de los acusados de haber sido espías nazis. Éstos se sintieron más protegidos que nunca. Entre ellos estaba Werner Koennecke, yerno de Ludwig Freude y responsable de finanzas de la Red Bolívar, "una de las más exitosas redes de espionaje nazi de la Segunda Guerra Mundial". Arrestado en el curso de una investigación, recuperó la libertad por orden de Perón.

Las potencias aliadas presionan

Los compromisos políticos, estratégicos y comerciales contraídos con el régimen nazi no impidieron que, sometida a la fuerte presión de las potencias aliadas, Argentina rompiera las relaciones diplomáticas con Alemania y Japón el 26 de enero de 1944 y les declarara la guerra el 27 de marzo de 1945, cuando Hitler ya estaba al borde del suicidio. Sin embargo, nada cambió en la atmósfera de entendimiento con los jerarcas y espías nazis, incluida la protección de sus cuantiosas inversiones, asociadas ahora a los capitales de la flamante oligarquía peronista. El único cambio consistió en la disolución del GOU, porque los oficiales más fanáticos se negaron a aceptar lo que interpretaban como una traición a los principios de la logia.

En una entrevista concedida en 1969, Perón confesó:

Indudablemente, a finales de febrero de 1945 la guerra ya estaba decidida. Nosotros habíamos mantenido la neutralidad pero ya no podíamos mantenerla más. Recuerdo que reuní a algunos amigos alemanes que tenía y les dije: "Vean, no tenemos más remedio que ir a la guerra...". Y, de acuerdo con el consenso y la aprobación de ellos, declaramos la guerra a Alemania; pero, ¡claro!, fue una cosa puramente formal.

El 23 de abril de 1945, el gobierno que un mes antes había declarado la guerra a Alemania prohibió que la inminente caída de Berlín se festejara con manifestaciones de júbilo popular. Los locutores de radio tenían prohibido pronunciar la frase "Berlín ha caído". Igualmente, recuerda Uki Goñi,

cuando el 2 de mayo de 1945 los ciudadanos de Buenos Aires intentaron a pesar de todo celebrar el fin del nazismo, fueron severamente reprimidos por los militares. El coronel Velazco, jefe de policía, amenazó con "dar confites" [acribillar] a los que osaran vivar la causa aliada. Grupos fascistas armados y conscriptos del Ejército protegidos por agentes policiales rondaban las calles apaleando a los estudiantes que espontáneamente se reunían con ánimo de festejo. "Hubo muertos y heridos", anotaba un cronista de la época.

Los pequeños tiranos

Todo esto no pasaba inadvertido al embajador de Estados Unidos, Spruille Braden, que no disimulaba sus esfuerzos por estimular una coalición de todas las fuerzas democráticas encaminada a terminar con "los pequeños tiranos que ahora asumen el disfraz de una falsa democracia". Esa coalición empezó a gestarse cuando, como recuerda Hugo Gambini en su magistral Historia del peronismo (Planeta, 1999), "los opositores convinieron en organizar una demostración de fuerza y prepararon una gigantesca marcha por el centro de Buenos Aires".

La fecha fijada fue el 19 de setiembre y se la llamó Marcha de la Constitución y la Libertad. Ese día los antiperonistas de todos los colores políticos (radicales, conservadores, socialistas, comunistas, demócratas progresistas y católicos democráticos) y de todas las clases sociales (alta, media y sectores sindicales izquierdistas) se volcaron en una compacta muchedumbre que desfiló por las avenidas céntricas.

Braden no pudo seguir trabajando en Buenos Aires como promotor de lo que pronto sería la Unión Democrática antiperonista. El nuevo secretario de Estado, James Byrnes, lo convocó a Washington para que se desempeñara como jefe de Asuntos Latinoamericanos. En su nuevo cargo, Braden encargó la redacción del Libro Azul, que contenía "archivos capturados en Alemania, interrogatorios de ex diplomáticos y espías nazis que habían actuado en Argentina y de sus jefes en el Reich, intercepción de los radio mensajes entre Buenos Aires y Berlín". Su subtítulo era demoledor: "¡Argentina desenmascarada, la sensacional historia del complot nazi-argentino en contra de la paz y la libertad en el mundo!".

Agrega Goñi:

La segunda parte –realmente la más dañina– enumera los excesos contra las libertades individuales cometidos por el régimen militar de 1943-46. Los ataques a la libertad de prensa, la represión y la tortura policial son denunciados en el mismo tono que emplearía luego el Departamento de Estado ante la aun más grave supresión de libertades por la dictadura de 1976-83.

Una reacción fulminante

La reacción de Perón fue fulminante. Hizo publicar un Libro Azul y Blanco –los colores de la bandera argentina– que en sus 127 páginas denunciaba nexos de Braden con el "contubernio oligárquico-comunista". Uno de los redactores de este libro fue el entonces teniente Jorge Manuel Osinde, que en 1973 tomaría el mando de las bandas peronistas de ultraderecha que masacraban a los peronistas de ultraizquierda. Todo quedaba en familia.

El eslogan del peronismo fue, a partir de aquel momento, "Braden o Perón", y en sus mítines los descamisados alternaban esta consigna con otras de parecido cariz: "Mate sí, whisky no", "Patria sí, colonia no". Al frente de esta ofensiva se colocó la Alianza Libertadora Nacionalista, fuerza de choque del peronismo que, a diferencia de los componentes políticos más presentables de dicho movimiento, no disimulaban su nazismo y su antisemitismo furibundos.

La primera vez en mi vida que oí disparos de armas de fuego fue en 1945, cuando tenía 14 años: los sicarios de la ALN tirotearon una concentración de la Unión Democrática a la que yo asistía y dejaron un saldo de cuatro muertos. Posteriormente, la ALN sufrió una serie de mutaciones, al finalizar las cuales sus asesinos nazis y peronistas terminaron convertidos, sin solución de continuidad, en los asesinos castristas y peronistas de la organización Montoneros.

La semilla que había plantado Spruille Braden antes de volver a Washington dio un fruto que no terminó de madurar: la Unión Democrática. Sus integrantes eran: la tradicional Unión Cívica Radical, donde convivían dirigentes con veleidades nacionalistas y populistas, los llamados yrigoyenistas o intransigentes, con otros francamente liberales, los llamados alvearistas o unionistas, designaciones que perpetuaban las diferencias entre los dos presidentes radicales, Yrigoyen y Alvear; los socialistas adscritos a la II Internacional; los demócratas progresistas, laicistas y hostiles a la corrupción rampante, y los comunistas, capitaneados por el ítalo-argentino Victorio Codovilla, de triste papel como comisario político durante la guerra civil española.

Pero si la Unión Democrática no terminó de madurar fue porque los radicales se opusieron tercamente al ingreso del Partido Conservador, cuya política golpista y fraudulenta les había arrebatado el poder. Paradójicamente, quienes defendieron con más énfasis la incorporación de los conservadores fueron Braden y Codovilla, que soñaban con repetir el pacto que había asegurado la victoria aliada en la guerra.

También fue contraproducente que los dos candidatos de la Unión Democrática, José P. Tamborín y Enrique Mosca, fueran unionistas, en tanto que la conducción radical estaba en manos de los intransigentes.

El apetito de poder

El peronismo también montó una coalición, integrada por el Partido Laborista, que reunía a los dirigentes sindicales abducidos por Perón desde la Secretaría de Trabajo y Previsión –que desempeñaba junto con la Vicepresidencia y el Ministerio de Guerra–, y por la Unión Cívica Radical-Junta Renovadora, un desprendimiento del partido tradicional, que situó como candidato a vicepresidente a Juan Hortensio Quijano, un anciano de pocas luces. Las elecciones se celebraron el 24 de febrero de 1946. La fórmula Perón-Quijano triunfó con 1.478.372 votos, contra 1.2ll.660 de Tamborini-Mosca.

Los peores vaticinios sobre el derrotero que seguiría el régimen peronista se cumplieron con creces: endiosamiento del Líder y su esposa, cárcel y exilio para los opositores, torturas en las dependencias policiales, desafuero de los legisladores insumisos, proliferación de extorsiones y malversaciones, clausura de la prensa crítica, clientelismo discriminatorio, modificación arbitraria de los distritos electorales y regimentación del Poder Judicial.

¿Significa todo esto que Perón era nazi? De ninguna manera. Perón era peronista, un megalómano inescrupuloso que sólo actuaba movido por el apetito de poder. Totalitario, sin duda, en la acepción más amplia del término. Confesaba su admiración por Hitler, por Mussolini, por Mao, por el Che Guevara. No se sentía atado por lazos de lealtad, amistad o gratitud. Al dirigente sindical Cipriano Reyes, que lo rescató el 17 de octubre de 1945 de las manos de un grupo de militares rebeldes y que montó el Partido Laborista, lo hizo torturar ferozmente y lo metió en la cárcel porque quiso conservar su autonomía. Otros militares rebeldes le devolvieron la libertad siete años más tarde, ya reducido a una piltrafa. Al coronel Domingo Mercante, su más fiel aliado desde los tiempos del GOU, lo condenó al ostracismo político en 1952, cuando vio en él a un posible competidor. A la Iglesia Católica, que apoyó su elección y su reelección, le devolvió el favor el 16 de junio de 1955 ordenando la quema de templos.

Hoy, cuando todo parece presagiar que Argentina seguirá transitando por las tinieblas del túnel peronista, jalonado por los mismos desplantes de intolerancia y autoritarismo que lo caracterizaron desde los tiempos del GOU, me parece justo rendir homenaje a la Unión Democrática, aquella frustrada tentativa de hacer abortar tan deleznable engendro. Y no estaría de más que la actual oposición al kirchnerismo no se avergonzase de ella y la tomase como modelo, corrigiendo los sectarismos y personalismos que la hicieron fracasar.

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