Por Emilio Alonso
Después de leer un artículo publicado en la bitácora Radicalmente Liberal, donde se comentaban las afinidades ideológicas de cierto liberalismo radical, ora con el PP, ora con el PSOE, de cara a un posible acuerdo entre un pequeño partido radical y uno de los grandes partidos mayoritarios, me he planteado, como tantas otras veces, la pregunta: ¿tiene sentido una alianza entre liberales y socialistas? O, más bien, ¿se puede ser liberal y de izquierdas? Sin embargo, antes de poder responder a una pregunta como esa parece necesario formarse una definición clara de “Liberalismo” y otra de “Izquierda política”, porque si no se corre el riesgo, (riesgo en el que cae de lleno, según mi modesta opinión, el artículo citado), de confundir la gimnasia con la magnesia.
El Liberalismo, en cualquiera de sus manifestaciones, se caracteriza antes que nada por reconocer al individuo como protagonista de la escena política, jurídica y social, como sujeto único de derechos y agente básico del funcionamiento de la sociedad por medio de la libre acción humana. El único límite aceptable para dicha acción es la órbita de los derechos del resto de los hombres; fuera de dicho límite, todas las actuaciones son perfectamente lícitas y, debido a la fuerte tendencia antropológica de procurarse la felicidad que anida en el corazón humano, dichas actuaciones irán generalmente dirigidas a satisfacer las apetencias y necesidades de los individuos que las lleven a cabo. Como quiera que en sociedades grandes, complejas y tecnificadas los individuos no son materialmente capaces de auto-proveerse de todos aquellos bienes y servicios existentes de los cuales obtendrán el bienestar y la felicidad, deben acudir aquéllos al intercambio de sus respectivas realizaciones o habilidades por medio de relaciones libres. Este sistema de intercambio es el denominado Mercado o, no sin cierto abuso de la sinécdoque, Capitalismo.
Como es lógico, este principio puede llevarse al extremo (como hacen los llamados anarco-capitalistas, que abominan de la existencia de cualquier tipo de Estado y sólo confían en el asociacionismo libre como fuente de cualquier agrupación humana) o puede considerarse desde un punto de vista más moderado (cabe decir: menos liberal) en términos históricos, sociales y de política real, propugnando la reducción (no la desaparición) del Estado y de los impuestos que lo sustentan, y defendiendo la desregulación de los mercados, la competencia y la devolución a los individuos del protagonismo en la vida social, despojando de dicho protagonismo a un Estado que quedará reducido a la provisión de ciertos servicios de difícil privatización, como son el Ejército, la Justicia la Policía y algunos otros cuyo costo de producción a escala general los vuelve rentables, mientras que dejarían de serlo si tuvieran que adaptarse a la producción discriminada, o al menos así lo afirman ciertas corrientes liberales moderadas. En consecuencia, y en términos de mera aproximación empírica, los Liberales suelen mirar con muy buenos ojos a los Estados Unidos que es la nación donde, probablemente, más se han aproximado los ideales liberales a su aplicación.
Uno de los grandes encantos del Liberalismo es que no se trata de una ideología, sobre todo en su vertiente menos anarquista: no nos propone la “solución” apriorística a ningún problema, sino que presupone que el individuo es quien se halla en la mejor disposición para procurarse sus propias soluciones, puesto que es quien mejor conoce sus propios problemas, y que la mejor forma de permitirle buscar dichas soluciones es dejarle obrar en libertad. En ese sentido, el Liberalismo no son meras especulaciones y, a diferencia de la mayor parte de las ideologías, ha probado su eficacia: existen numerosos estudios donde se ponen en relación el nivel de libertad de mercado de los países con sus respectivos niveles de prosperidad, justicia, educación y satisfacción de las necesidades humanas de toda índole, hallando que un mejor nivel de lo primero se corresponde invariablemente con mejores niveles de lo segundo.
La Izquierda como hoy la conocemos deriva de una u otra forma de las teorías políticas y económicas de Marx y de su plasmación práctica a través de los procesos revolucionarios del s. XX. Aunque puede enlazarse también con determinadas corrientes sociales y políticas anteriores (como el socialismo utópico y el tercer estado, o ala extrema de la Revolución Francesa, de donde le viene el nombre de Izquierda), es Marx quien sintetiza en su extensa obra toda la ideología de la Izquierda, y la revolución bolchevique el proceso donde esa ideología se lleve de la potencia al hecho. Dicha ideología se basa, fundamentalmente, en la crítica del Capitalismo como sistema básicamente injusto que permite la existencia de ricos (dueños de los medios de producción) y de pobres (o proletariado, dueño del recurso económico por excelencia, el trabajo), y en la propuesta de otro sistema, no por azar llamado comunismo, donde los medios de producción sean comunes y la acción de los hombres se supedite al interés de un ente supraindividual, la sociedad, identificada aquí con el proletariado. Como, según esta ideología, el sistema que permite a los agentes concurrir en libertad no genera consecuencias justas y tolera la desigualdad, es preciso diseñar un órgano diferente de los individuos que planifique las actividades desarrolladas por estos: un Estado planificador que elimine tanto el beneficio como el riesgo, y que proporcione la satisfacción de todos sobre la base de su mutua igualdad. La idea central de la Izquierda, por tanto, será la puesta en valor del colectivo por encima del individuo como sujeto de derechos o intereses de rango superior a los que cabe atribuir a este último.
Como en el caso del Liberalismo, la ideología izquierdista (en este caso, sí cabe hablar de ideología, por cuanto propugna una serie de medidas apriorísticas como mejores medios para procurar al hombre lo que necesita) puede llevarse al extremo, como en el caso de los colectivismos comunistas (Cuba, Corea del Norte) donde, por voluntad del Estado, no existen ni la propiedad privada ni el mercado; o puede atemperarse mucho, como sucede en el caso de las socialdemocracias occidentales, que reconocen el Capitalismo y conceden a los ciudadanos una alta cota de libertad individual, pero tienen un contenido social muy acusado y propugnan medidas tendentes a favorecer la igualdad por encima de la libertad a través de medidas dirigidas a la redistribución de la riqueza, la preservación de ciertos sectores o funciones productivas en contra de las leyes mecánicas del mercado, etc.
Deliberadamente empleo el término Izquierda porque es sobre ese término sobre el que se edifica toda la tesis, en respuesta a la pregunta inicial: ¿se puede ser liberal e izquierdista? aunque me consta su carácter equívoco en este contexto, donde el término más apropiado sería socialismo, incluso colectivismo, más que el término más indefinido y vago de Izquierda. Prueba de ello es que las notas características aludidas como de la Izquierda definen también, de modo notablemente fiel, ciertos colectivismos tradicionalmente calificados como “de derechas”, tales son los casos del Nazismo o el Fascismo. No es objeto de este comentario demostrar que, en suma, y desde un punto de vista puramente clasificatorio, Nazismo, Fascismo y Comunismo son regímenes muy similares y que su ubicación en extremos opuestos del espectro político deriva de un simple error metodológico inducido por causas históricas y propagandísticas. Quede, en todo caso, apuntada aquí la tesis.
Por tanto, atendidas sus características, es obvio que el Liberalismo y la Izquierda preconizan, precisamente, cosas opuestas, cabe decir que incluso cosmovisiones opuestas, y que todo acercamiento a la Izquierda comporta un paralelo alejamiento del Liberalismo, por lo que muy mal se podrá ser “liberal y de izquierdas”. O se es liberal o se es de izquierdas o, asumido que es imposible la plasmación material de cualquiera de ambas posturas en su pureza teórica, se deambula por algún punto del largo camino que separa a ambas.
Quedan, entonces, dos preguntas pendientes de contestar, preguntas que surgen dialécticamente de las conclusiones planteadas más arriba. La primera pregunta es que, si el Liberalismo es lo contrario de la Izquierda, ¿equivale por tanto a la Derecha? La segunda pregunta, que va muy al hilo del artículo mencionado más arriba, es si, entonces, apoyar el libre comercio y consumo de drogas, el aborto libre, el matrimonio entre homosexuales o la investigación con células madre es “antiliberal”.
Hemos empezado diciendo que, para debatir con algo de rigor sobre opciones políticas, es necesario aplicarse primero a construir un criterio taxonómico que nos acerque a la definición de las opciones mismas. Si “Izquierda” es un término vago y difuso, generalmente identificable con realidades sociológicas e ideológicas de índole indefinida, “derecha” es un término incluso más difícil de encuadrar y definir porque, a diferencia de “Izquierda”, muy pocos grupos quieren hacerlo suyo, situarse bajo su paraguas clasificatorio. Haciendo un complejo ejercicio de abstracción, y considerando que en aquellos países donde existe el juego partidista podamos considerar “Derecha” simplemente todo aquello que “no es Izquierda”, encontraremos que la derecha suele manifestarse por medio de principios de acción política que, en parte, coinciden con el Liberalismo tal como se ha enunciado más arriba: defensa del Mercado como sistema de confluencia de los intereses de los individuos, reducción del Estado y de los impuestos, fomento de la iniciativa privada, supresión de la industria de titularidad pública, etc.
Esto, naturalmente, no significa que el Liberalismo sea “de derechas”; significa, más bien, que la Derecha, o lo que suele entenderse por Derecha, es frecuentemente liberal además de reunir otras connotaciones (cristiana, conservadora) que conviven, generalmente en difícil tensión, con el Liberalismo, pero que no necesariamente se le contraponen como sí el colectivismo izquierdista. Obviamente, y no es ocioso repetirlo, habrá que descartar el mito absurdo de que el Nazismo o el Fascismo son manifestaciones extremas de la derecha política; como queda dicho, ambas ideologías y las formas de gobierno a que dieron lugar tienen muchos más puntos de contacto con el socialismo y el comunismo que con cualquier otra forma de gobierno.
Muy bien, entonces ¿qué pasa con esas reivindicaciones tradicionalmente asociadas a la Izquierda y que muchos liberales hacen suyas? ¿No significará eso que el Liberalismo participa de algún modo de los ideales de la Izquierda, es decir, que al fin y al cabo sí existe un Liberalismo izquierdista?
En primer lugar, habrá que dejar claro que esas reivindicaciones no recaen sobre aspectos fundamentales del debate ideológico o político, sino sobre aspectos muy concretos o parciales, cuando no irrelevantes, del mismo, o sobre hechos relacionados con la esfera moral que no deben ser objeto en modo alguno de interés para una teoría de la acción política. Por otra parte, la Izquierda ha hecho suyas muchas de esas reivindicaciones con un propósito meramente propagandístico o táctico, no porque coincidan mínimamente con sus fundamentos ideológicos.
Tal es el caso de la legalización de ciertas drogas. Este afán liberalizador parece más bien una excepción dentro del complicado sistema de reglas planificadoras que caracterizan a la Izquierda y de su constante preocupación por el bienestar de los individuos, aun a costa de su libertad. Si la Izquierda ha abrazado la causa de la legalización de las drogas no se debe a que la causa en sí sea verdaderamente “izquierdista”, sino porque en ella ha percibido la oportunidad de aglutinar el voto de determinados sectores de la juventud que ven con muy buenos ojos el comercio libre de drogas, no por causa de una visión liberal objetiva, sino por un deseo subjetivo de acceder con mayor facilidad a las drogas, de las que son potencial o realmente consumidores. En dicha aspiración, el debate sobre la libertad simplemente no existe: sólo el debate sobre la conveniencia inmediata.
Siendo así, sorprende en todo caso que los radicales se conformen, al menos programáticamente, con la liberalización del cannabis, cuando lo razonable desde una perspectiva puramente liberal es abrir el mercado a todas las drogas, con sus preceptivos controles sanitarios de pureza y salubridad y con sus lógicas restricciones de acceso para proteger a los menores, como sucede con el alcohol o los medicamentos. Esta medida no sólo colma la aspiración liberal de dejar al individuo el control sobre sus propios actos y la decisión sobre aquello que es mejor o peor para sí, sino que eliminaría el serio problema de seguridad que las drogas y su tráfico ilegal significan en el mundo. Por si fuera poco, la economía formal de numerosos países como Colombia o Afganistán recibiría un espaldarazo sensacional. Choca por tanto, cuando menos, que se limite la iniciativa a la parte menos significativa y, de hecho, más aceptada ya socialmente, como es el comercio de cannabis.
Otro tanto sucede con el matrimonio homosexual. La Izquierda ha hecho bandera de esa reivindicación, no porque esté en sus “genes” ideológicos (y basta comprobar el comportamiento de regímenes izquierdistas, como el cubano, con los homosexuales), sino porque ha percibido la oportunidad estratégica de captar el voto de numerosas personas subjetivamente vinculadas a la iniciativa (homosexuales deseosos de acceder al régimen jurídico privilegiado del matrimonio). Además, la Izquierda ha visto en esta reivindicación una buena oportunidad de polemizar con la Derecha (en su vertiente cristiana y conservadora), esgrimiendo la legalización del matrimonio homosexual como una causa por la libertad, cuando en realidad la libertad no está en modo alguno en cuestión: desde un punto de vista liberal, cualquiera puede elegir libremente su régimen de convivencia sin necesidad de involucrar al Estado para que regule dicha elección libre, regulación detrás de la que se oculta la mera y simple busca de un régimen de privilegio. Por otra parte, las implicaciones jurídicas que conllevaría la consideración de las uniones homosexuales o cualquier otra unión humana affectio causa dentro del régimen matrimonial, y su influencia en el concepto y naturaleza mismos de matrimonio, hacen especialmente necesario el estudio de dicha reivindicación de forma independiente y rigurosa.
Afirmar que estas reivindicaciones son “de izquierdas” no es más que un espejismo donde se confunden lo sustantivo con lo contingente y los principios con la mera táctica; decir que el Liberalismo, por hacerlas suyas, se vuelve izquierdista, es simplemente un disparate.
No menos notable es el exquisito cuidado con que los radicales dejan fuera del debate otras reivindicaciones que el Liberalismo más o menos ortodoxo incluye en su particular vademecum, como sea la libertad de tener y portar armas. Este derecho, que en las democracias occidentales ha sido subrogado en el Estado como depositario del “monopolio de la coacción física legítima”, en palabras de Schumpeter, no parece digno de la atención de los radicales, acaso porque choca frontalmente con los predicados tradicionales de la Izquierda, dado que ninguna razón metodológica o ética parece postergar este derecho frente a los citados más arriba. En este caso, la estrategia radical parece descansar, más que en una defensa de sus convicciones, en un cierto e injustificable entreguismo acrítico a la Izquierda.
Harina de otro costal son el aborto o la investigación con células madre embrionarias. Definir ambos como “asuntos de pura libertad individual” es ignorar el debate filosófico científico que alienta detrás de ambos.
En el caso del aborto (o de la utilización de embriones con fines científicos; el hecho es, desde un punto de vista ético y jurídico, más o menos equivalente), el debate subyacente no es si se respeta o no la libertad de la madre, sino que se trata de saber si el feto es ya un ser humano o no. En el primer caso, el feto es tan sujeto de derechos como la madre o como cualquier otra persona, tan luego del derecho primordial que es el derecho a vivir, y por tanto ningún interés de la madre será de rango suficiente como para privar al nasciturus de su derecho, no ya a nacer, sino a vivir. Sólo en el segundo caso, es decir, en el caso de considerar que el feto no es un ser humano individual sino una parte del cuerpo de la madre, cabrá considerar que ésta obra dentro de la autonomía de su libertad eliminándolo.
Desde un punto de vista puramente científico, parece innegable que el feto es, desde el momento mismo de la concepción, un ser humano, con todas las condiciones para ser considerado tal, y por tanto, desde un punto de vista ético jurídico, sujeto de todos los derechos inherentes a la persona. No existe un solo criterio que permita adjudicarle el feto la condición de “parte del cuerpo de la madre” que lo convierta, por tanto, en objeto de la libre disposición de ésta, y no siendo así, el feto es por fuerza un ser humano independiente. Sustraerle su condición humana no puede por menos que ser visto como un acto arbitrario y caprichoso, ajeno a cualquier criterio ético o científico; en observancia de idénticos criterios podríamos llegar a privar de la condición de personas a, por ejemplo, los discapacitados o los mayores de 90 años. Por otra parte, llama mucho la atención que el aborto se moteje de “progresista”, cuando ya en el Principado Romano se consideraba el feto parte del cuerpo de la madre; fueron los avances científicos (aparte los avances éticos derivados de la extensión del cristianismo) los que nos fueron descubriendo la naturaleza individual del feto, independiente de la de la madre, que lo caracterizaban como persona y como sujeto, por tanto, de derechos.
Una vez más, no nos encontramos ante iniciativas donde Liberalismo e Izquierda coincidan en defensa de la Libertad frente a una Derecha negadora de la misma: cabe decir más bien que, en este caso, la tradición cristiana defendida por cierta Derecha coincide con el conocimiento filosófico científico que nos informa sobre la naturaleza esencialmente independiente y humana del feto.
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