22 septiembre, 2011

Payasada al borde del abismo

En las tradicionales ceremonias de la Asamblea General de las Naciones Unidas descuella este año la puja de la Autoridad Palestina por ser reconocida como un Estado. Un buen número de los países miembros se dice que apoyarán una moción en ese sentido, por lo que casi seguro a Estados Unidos le tocará la penosa misión de descarrilarla con su veto cuando se presente ante el Consejo de Seguridad. El observador ingenuo y desprevenido podría decir que los americanos, una vez más, se comportarán como el ogro del cuento frente a las esperanzas de un pueblo pobre y acosado. Las apariencias podrían favorecer este punto de vista.

El presidente Barack Obama, desde el podio de la Asamblea General esta semana, quiso disuadir a los palestinos de ese intento unilateral, al tiempo que les recordaba que la legitimidad del Estado palestino pasa por un entendimiento con Israel en conversaciones directas donde todos los aspectos del diferendo –Jerusalén, los refugiados, etc.– deberían tener cabida. Sin embargo, los palestinos están demasiado entusiasmados con el reconocimiento de la ONU, y demasiado frustrados por sus tratos con Israel, como para atender este llamado a la cautela. Creen que el estado de la opinión mundial, en este momento, los favorece y que, aun si su aspiración no prospera en el Consejo de Seguridad, obtendrán dividendos políticos, y hasta económicos, de la movida.

Por su parte, Israel ha visto, en los últimos meses, un deterioro de su predicamento político en la región. La revolución egipcia ha llevado al poder a individuos que, si bien no son francamente hostiles, resultan menos confiables que el depuesto gobierno de Hosni Mubarak. Esto ha servido para alentar a los palestinos, específicamente a los que viven en la Franja de Gaza, a los que Egipto ha abierto la frontera y quienes han llevado a cabo algunos ataques contra Israel en complicidad, al parecer, con elementos egipcios. Por su parte, los turcos, el único aliado musulmán de Israel en la zona durante muchos años, está al borde de la ruptura definitiva con el Estado judío por la negativa de éste a disculparse por el asalto en alta mar del barco de Turquía en que murieron nueve ciudadanos de ese país. Los turcos han llegado incluso a amenazar de que enviarán otra nueva flotilla a Gaza, protegida esta vez por unidades de su Armada.

Es difícil imaginar un peor momento para Israel de entablar conversaciones con sus enemigos, ya que podría traducirse –y se traduciría– como una negociación desde la debilidad, incapaz de garantizar la paz y la estabilidad ni siquiera a corto plazo. Para que esas conversaciones puedan dar el fruto de una convivencia permanente, Israel debe no sólo ser plenamente reconocido por sus vecinos, sino, además, proyectarse como un país poderoso y respetable, cuya existencia y futuro nadie se atreva a cuestionar. Esa percepción de Israel sería el mejor garante –en mi opinión– de la posibilidad de un Estado palestino pacífico y estable.

El gobierno israelí debería hacer más para mostrar su convicción, si es que la tiene, de la necesidad histórica de un Estado palestino, con el que está obligado a convivir y a compartir los recursos naturales y el territorio que es la cuna ancestral de su nación y su cultura; por su parte los palestinos tendrían que abandonar su reclamo de que Israel se reduzca a las fronteras anteriores a la guerra de los Seis Días y a que comparta con ellos Jerusalén. Unos y otros deben entender cuáles son los objetivos reales de la negociación y no sacrificarlos a las aspiraciones ideales con que tantas veces suele acudirse a estas conversaciones. Al resto del mundo le gustaría ver que, a pesar de este odio secular y de esta obligada y sangrienta vecindad, las dos naciones se ajustan a los criterios de la convivencia civilizada.

¿Es eso posible? ¿Está al alcance de los negociadores? ¿Pueden Estados Unidos y las otras grandes potencias influir decisivamente en el logro de ese objetivo?

Desde luego que es posible, como tantas otras cosas en el mundo; pero las dificultades que se interponen parecerían insuperables y, dadas las circunstancias políticas internas, tanto de palestinos como de israelíes, los negociadores, por mucha latitud que puedan tener, serán –como casi siempre han sido hasta ahora– débiles e insuficientes. Por su parte, Estados Unidos no está en condiciones de ejercer mayores presiones a las partes, mucho menos bajo el liderazgo del actual presidente que se proyecta con creciente debilidad e incompetencia en el escenario mundial y cuya reelección es dudosa.

Queda entonces en manos de israelíes y palestinos el protagonismo de su propia política y esperar que sus necesidades les infundan la suficiente lucidez para decidirse a optar por la coexistencia. Sin embargo, la situación actual no parece respaldar este prometedor resultado. Por el contrario, el panorama en el Oriente Medio se muestra más tenso y crispado que nunca y las posibilidades de una guerra regional de vastas proporciones aumentan de día en día. Frente a ese fondo ominoso, el amago de los palestinos de legitimar su entidad nacional con una votación en la ONU no pasa de ser una fútil payasada al borde del abismo.

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