03 septiembre, 2011

Ponga un neoliberal en su vida

Por Alberto Illán Oviedo

Instituto Juan de Mariana

Para quien haya seguido durante estos meses las noticias sobre la crisis financiera y económica que padecemos, no habrá pasado desapercibido que los conceptos mercado y neoliberal se han usado con frecuencia y no pocas veces con desdén.

Desde que en el VI Congreso del Komintern Stalin estableció que fascismo y socialdemocracia eran lo mismo, fascista se convirtió en el peor insulto que te podían dedicar desde la izquierda. Su uso frecuente le hizo perder intensidad y necesitaba un recambio que llegó en la década de los 90: neoliberal. Cuando algo no está de acuerdo con un dogma izquierdista, basta con aplicarle el calificativo y pasa a formar parte del argumentario que hay que combatir.

El neoliberalismo es un concepto confuso que se usa según las circunstancias. Sirve tanto para un roto como para un descosido. Se puede aplicar a políticas públicas en las que efectivamente se reduce el papel del Estado en la economía y la sociedad. También se aplica cuando se produce una simple privatización de la gestión de ciertos servicios públicos, aunque éstos sigan ligados al Estado a través de permisos y licencias que la administración otorga a quien considere más adecuado para sus objetivos, o en sectores sobre los que ejerce una fuerte presión regulatoria. Según esta definición, la política latinoamericana de la década de los 90 fue básicamente neoliberal.

Sorprendentemente, es un concepto tan amplio que también incluye políticas intervencionistas, no de la izquierda política, pero que pueden ir acompañadas por un gran gasto público ligado, por lo general, a eventos singulares y extraordinarios como las guerras. Ejemplo de este último tipo sería la del presidente estadounidense George W. Bush, que no pocas veces ha sido tildado de tal, aunque con más frecuencia de neocon, de forma que en el imaginario izquierdista, estos términos pueden ser intercambiables.

Neoliberal es, por tanto, una categoría en la que caben acciones y actores, una etiqueta que favorece su manejo. O, como dice Enrique Ghersi, "una figura retórica por la cual se busca pervertir el sentido original del concepto y asimilar con nuestras ideas a otras ajenas con el propósito de desacreditarlas en el mercado político".

Durante las últimas semanas, en España nos hemos desayunado con una reforma de la Constitución española a la que nos obliga, según las malas lenguas, Bruselas y, según las peores, Berlín. Dicha reforma tiene, como no podía ser de otra manera, el sambenito de neoliberal, como indica el sociólogo José Luis de Zárraga. Paradójicamente, las muchas intervenciones que sobre la economía, la propiedad y la sociedad existen en nuestra Carta Magna no le llevan a referirse a ella como Constitución socialista o al menos intervencionista.

La izquierda más radical, que parece haberse aglutinado en torno al movimiento 15M, empieza a organizarse. Así, a las manifestaciones que convocaron los "indignados" el fin de semana del 28 de agosto, se han unido las movilizaciones que han anunciado los sindicatos UGT y CCOO en contra de los cambios constitucionales. Unos y otros los tildan de neoliberales y conservadores, dos calificativos que también suelen intercambiarse. A ello habría que unir la campaña que desde el mismo momento del anuncio de la reforma constitucional inició IU, que no ha dejado de culpar a los mercados y a la banca de una especie golpe al Estado Social[1].

Hay que reconocer que hay algo sorprendente en esta percepción del término mercado. Como por arte de magia, los mercados, que no deberían ser nada más que intercambios voluntarios entre partes, toman vida, se antropomorfizan (discúlpeseme el palabro), toman conciencia de sí mismos, obtienen un poder casi omnímodo de no se sabe dónde y sojuzgan a toda la humanidad al pedir que las deudas que los Estados han contraído sean pagadas en el plazo convenido o sean refinanciadas según el grado de riesgo de impago que consideren ambas partes. Ése es el totalitarismo del mercado, que se cumplan los acuerdos y contratos. Supongo que, según eso, todos hemos sido un poco totalitarios en nuestras vidas.

Pero como si de una religión habláramos, los ultraintervencionistas, además de temer a los demonios, adoran a sus ángeles. El Estado de Bienestar debe ser mantenido pese a quien pese, a costa de quien sea. Mientras el crédito se fue expandiendo como una explosión, la falsa sensación de riqueza se fue uniendo al populismo político y se pensó que cualquier cosa era posible, cualquier necesidad podía ser satisfecha por una administración enorme y corrupta. Las necesidades desaparecieron y fueron sustituidas por los derechos positivos, que se multiplicaron, siempre que las condiciones políticas fueran las adecuadas. La responsabilidad sobre nuestra propia vida, sobre nuestras acciones y sus consecuencias se diluye en el Estado del que dependemos cada vez más.

La justicia social, una sociedad justa, entendiendo por tal la que iguala resultados, es otro concepto idealizado por los ultraintervencionistas y, para conseguirlo, no dudan en promover leyes que vayan limando las aristas que más incomodan para que la materia prima se parezca cada vez más a su modelo.

En definitiva, ponga un neoliberal en su vida para poder echarle la culpa cuando las cosas vayan mal; demonice a los mercados, al capital, a los banqueros y empresarios que, con sus ansias de dinero y riquezas, impiden la llegada de la utopía; defienda el Estado de Bienestar, la igualdad de resultados, la justicia social; llore por todos los males que aquejan España y el mundo, preocúpese por las víctimas; señale acusadoramente con el dedo a los culpables y estará usted en el camino de lo políticamente correcto.

[1] Gaspar Llamazares escribía en Twitter que "Los mercados son voraces y no tontos. Saben que la reforma de la Constitución es un gesto político de sumisión y un recorte del Estado social".

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