"Es fácil ser revolucionario en una democracia." Esta frase fue pronunciada por Cristina Fernández de Kirchner, no por alguien considerado de derecha. La reconozco memorable por venir de quien la dijo. Fue una certera acusación. Quizás ella no se dio cuenta de todo lo que abarcaba.
En efecto, ahora la mayor parte de los revolucionarios nacen, crecen y se hacen oír en los países donde rige una democracia que garantiza su libertad de expresión. No hay revolucionarios -por lo menos audibles- en Corea del Norte, ni en Irán, ni en Guinea Ecuatorial, ni en Arabia Saudita, ni en Cuba. Los pocos que se animan a asomarse son decapitados enseguida o, en el mejor de los casos, amordazados, encarcelados y torturados. A la primavera árabe, por ejemplo, tratan de aplastarla con tanques, bombardeos y el antiguo recurso del chivo expiatorio. Es decir, no hay lugar para que un revolucionario proteste con comodidad y sin sanciones, cosa segura en las democracias, a menudo descalificadas por los mismos revolucionarios.
Un emblema paradigmático del rebelde que alcanza enorme celebridad sin correr peligros es Noam Chomsky. A su lado puede dibujarse un extendido rosario de otros nombres, que van desde Bertrand Russell hasta Jean Paul Sartre.
Chomsky tuvo el mérito de descubrir los universales lingüísticos que gobiernan la disposición de las palabras o sonidos para formar oraciones. Según demostró, los idiomas son menos diversos de lo que parecen, por compartir el instrumental sintáctico. En otras palabras, llegó a la conclusión de que el género humano posee una herencia genética de invariables en el campo de la sintaxis. La capacidad para los idiomas es innata, no adquirida. Este aporte de Chomsky no ha sido superado aún.
Como utopista del viejo estilo, Chomsky adhirió a Stalin y Mao cuando estos monstruos dilapidaban su poder carneando a millones de personas. Es un dato que jamás le preocupó, enceguecido por la promesa milenarista que había desencadenado Marx y esperaba ver concretada con el duro modelo leninista. Amaba con furia su ideal y estaba dispuesto a elucubrar cualquier sofisma para sostenerlo. Así habían procedido antes Martin Heidegger y Ezra Pound cuando defendieron el nazismo, al que también, como al marxismo, se consideraba una doctrina "científica".
La década del sesenta fue una gran oportunidad para el brillo de muchos revolucionarios, porque estuvo sacudida por la espantosa guerra de Vietnam. Estremecía que un pequeño pueblo guiado por una élite comunista (es decir, comprometida con instalar el paraíso en la Tierra) pudiese enfrentar con tanta obstinación al imperialismo norteamericano. Los intelectuales de Occidente y, con más fuerza aún, los de Estados Unidos, alzaron su voz indignada. Era una guerra injusta, como la mayoría de las guerras. Pero en esa misma época se había incrementado la violencia para terminar con la discriminación racial (los musulmanes negros, Malcom X), la liberación de territorios coloniales (Argelia, entre otros) y el crecimiento de organizaciones guerrilleras alimentadas por la URSS y los países sometidos a su influencia ideológica o política. El dolor por el sufrimiento en Indochina no se asociaba al dolor ocasionado por atentados. En Indochina había una "violencia institucionalizada", imposible de justificar. En cambio, el asesinato de individuos, la voladura de aeropuertos, la masacre de deportistas en una Olimpíada, etcétera, respondían a la justa indignación de los oprimidos. Estos eran héroes, los otros criminales. Ahora resulta que en China e Indochina se trata de imitar a los Estados Unidos. Es una paradoja, claro, pero la ideología permite mantenerse ciego ante las paradojas.
Con argumentaciones alambicadas, Chomsky llegó a unir sus universales sintácticos con la sistemática crítica a su país. Decía que si los seres humanos poseen estructuras mentales innatas, los esfuerzos para cambiarlas tendrán que fracasar, inevitablemente. Todo lo que se realice en el mundo para el desarrollo social, cultural y político, tal como fue propuesto por los sabios padres fundadores de su nación, está condenado al fracaso. En realidad, ninguna democracia quiere sacar a muchos pueblos de la oscuridad y la tiranía, sino expoliarles sus riquezas. Esto suena delicioso y da gusto repetirlo. Que esa misma técnica haya sido empleada por la URSS, no entra en sus análisis. Era una visión burdamente sesgada, claro, pero que recluta adeptos en aluvión. Criticar a Estados Unidos en todas las formas posibles caía y sigue cayendo bien. Pese a esto, la mayoría de los revolucionarios anhelan pasar una temporadita en ese país, hacerse escuchar en sus universidades y publicar en su prensa.
La incongruencia de Chomsky suena fuerte para el que no tiene taponadas las orejas. Si es tan innata la estructura social como la lingüística -según dice-, entonces no habría lugar para la ingeniería social. En contra de su postulado, las ideologías milenaristas a las que adhiere fueron las que, para imponer un nuevo modelo, produjeron la mayor matanza de la historia. ¿Para qué Stalin y Mao generaron hambrunas y asesinaron a decenas de millones si su objetivo era imposible? ¿No quisieron imponer algo que iba en contra de las herencias innatas? Pero Chomsky no los critica. Sus pupilas sólo se centran en el perverso Estado democrático liberal, y se ingenia con palabras seductoras para convertirlo en el verdadero culpable de todas las catástrofes. Ni a él ni a muchos revolucionarios como él les repugna que en la Comisión de la ONU para los Derechos Humanos tengan voz y voto representantes de abominables dictaduras.
Cuando se retiraron las tropas norteamericanas de Indochina, el comunismo llenó su vacío. En Camboya se estableció el más riguroso de los esquemas, dirigido por Pol Pot. Allí la matanza se convirtió en orgía. Los revolucionarios del mundo no dijeron nada. Cuando las evidencias no pudieron disimularse más, afirmaron que esa masacre era un invento de la prensa occidental. Después añadieron que el número de muertos no pasaba de unos cuantos. Más evidencias -irrefutables- les inspiraron un argumento fantástico: "El tormento de Camboya ha sido explotado por los occidentales cínicos, desesperadamente ansiosos por superar el síndrome de Vietnam" (¿?), escribió el mismo Chomsky. Para reforzar su teoría, Chomsky citó a "uno del puñado de auténticos estudiosos camboyanos", que probaba -mediante una impúdica manipulación cronológica- que las peores matanzas no ocurrieron durante la hegemonía de Pol Pot, sino después, cuando se había desplazado al régimen de izquierda. Total, la gente es desmemoriada.
Cuando ya no le quedaba más tinta para el Asia, se dedicó a sostener la revolución en Nicaragua, que acabó entronizando un autoritarismo burdo y reaccionario, sólo "progresista" de palabra, encabezado por un violador de su propia hija adoptiva.
El estruendoso Noam Chomsky nunca sufrió siquiera la amenaza de perder su ubicación y sus sueldos universitarios. No fueron censurados sus libros. Puede entrar y salir del país cuando se le ocurre. Es un revolucionario que goza sus apocalípticas llamaradas, porque le reportan fama y dinero. Sus artículos son leídos, repetidos y hasta adorados en casi todo el mundo, porque en casi todo el mundo abundan quienes odian a los Estados Unidos tanto como él. Sabemos que algunos hasta aplauden la destrucción de las Torres Gemelas como merecida venganza por los males que ese país comete. Por otro lado, el emblemático revolucionario que es Chomsky no se ha arriesgado a meterse en los países donde las mujeres son oprimidas y humilladas, donde los dictadores explotan y engañan a sus pueblos, donde no hay libertad de expresión, donde los líderes locales generan pobreza, porque es sabido que la pobreza sólo puede ser generada por las democracias occidentales. Así vale la pena ser revolucionario.
Este género de revolucionarios sólo habla o escribe, nunca se arriesga. Y tampoco agradece la libertad, comodidad y progreso que ofrece una democracia sostenida por sólidos pilares. Ninguno de ellos puede ahora eludir la fugaz reprimenda que le salió de la boca, casi sin querer, a Cristina.
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