En su afán de distinguirse de Uribe, el presidente Santos mete las de andar. Así, por ejemplo, ocurre con el proyecto de reforma a la Justicia que se tramita en el Congreso de la República. Por un lado, fiel a su estilo, busca el consenso. Por el otro, evita sistemáticamente la confrontación con las cortes. Como resultado, lo que salió de la Comisión Primera del Senado de la República es un engendro que, de tener vida, espantaría hasta al más guapo.
Aunque antes había sostenido que “los demás poderes debemos someternos a lo que el Congreso diga, porque el Congreso es el que hace las leyes, no las hace el Poder Ejecutivo y no las hace el Poder Judicial, las hace el Congreso de la República y eso hay que respetarlo”, un reconocimiento al papel fundamental que en una democracia debe jugar el Legislativo, y después había agregado que la reforma a la Justicia “se tiene que aprobar”, lo que parecía un mensaje presidencial para impulsar el proyecto aún sin acuerdo con las cortes, al final Santos cedió en toda la línea frente a los altos tribunales. La popularidad y los discursos presidenciales y el acuerdo de Unidad Nacional, que controla el 90% del Congreso de la República, no sirvieron para nada. El Gobierno no ganó ni una.
Miremos: renunció al establecimiento de precedentes judiciales. El precedente judicial, un mecanismo en virtud del cual los jueces no pueden apartarse de la línea jurisprudencial sino en circunstancias excepcionales, buscaba poner fin a la situación actual, de atroz inseguridad jurídica y en la que es imposible saber de qué manera interpretarán los jueces las reglas jurídicas. Hoy la norma es que no hay norma y que los jueces cambian su posición sobre hechos similares de acuerdo con la conveniencia política de la coyuntura.
Se mantienen el Consejo Superior de la Judicatura, un organismo costosísimo, en que la excepción es el juez honesto y bien preparado, y en el que se cruzan los apetitos burocráticos de los congresistas con el clientelismo descarado de los magistrados.
La tutela contra sentencias, fuente de choque de trenes entre las altas cortes, se mantienen intacta. Y el cambio para el juzgamiento de congresistas es cosmético: se introduce la doble instancia, pero en el misma Corte Suprema, de manera que no hay garantía ninguna de independencia e imparcialidad. ¿La prueba? El acuerdo vigente y vergonzoso de los magistrados de la Sala Penal de votar sin disidencias.
Las cortes mantienen su poder de elegir al Fiscal General y de nominar al Procurador y al Contralor, una fuente permanente de politización que les ha hecho un mal inmenso a los tribunales y en nada ha contribuido a mejorar la calidad de los funcionarios. ¿Hacemos la lista de los contralores y procuradores nominados por las cortes y condenados a prisión?
Además, suben su período de ocho a doce años, un premio inmerecido para unos magistrados que, con contadas excepciones, son mediocres, están altamente politizados y se han dedicado a subir sus pensiones de jubilación sin vergüenza o recato. Y si todo ello no bastara, el Gobierno anuncia un billón de pesos más de presupuesto para los próximos años.
Santos calificó los acuerdos alcanzados como un “ejemplo maravilloso de coherencia y armonía entre las instituciones del Estado”. Los magistrados habrán de ser sus nuevos mejores amigos.
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