El Periódico, Guatemala
El presidente Obama ordenó la ejecución de Anwar al-Awaki, un fanático islamista norteamericano de origen árabe.
Ron Paul, candidato presidencial republicano, congresista por Texas, dice que Obama puede ser expulsado del poder por “asesinar” a Al-Awaki. ¿Por qué? La Constitución norteamericana, en su Quinta Enmienda es clarísima: nadie puede ser privado de la vida sin un previo juicio justo.
Obama preside una república regida por leyes que obligan a su cumplimiento a todas las personas. La función principal de la Constitución es limitar la autoridad de los gobernantes, y cuando estos se extralimitan existe el impeachment para expulsarlos del poder.
Pero el presidente norteamericano es el jefe supremo militar del país y se espera que defienda la seguridad nacional. Si Al-Awaki amenazaba la existencia de muchos norteamericanos con acciones terroristas, ¿no tenía Obama el deber de ejecutarlo, matarlo, o como quiera llamarse al acto de quitarle la vida?
El problema es que hay un peligroso vacío en el ordenamiento jurídico norteamericano. Tiene razón Obama cuando decide matar al terrorista. También la tiene Ron Paul cuando opina que los poderes presidenciales no alcanzan para eliminarlo. Es inconcebible, que el Presidente tenga que solicitar permiso judicial para escuchar las conversaciones telefónicas de Al-Awaki, pero no para ordenar que le disparen un misil devastador.
Obama no es el primer mandatario norteamericano que intenta liquidar a un enemigo de la nación. Kennedy quiso acabar con Fidel Castro con la ayuda de la mafia. Reagan intentó pulverizar a Gadafi mediante un bombardeo aéreo; Bush trató de terminar con Bin Laden. ¿Eran incorrectas esas acciones? ¿No se habrían evitado 70 millones de muertes si un experto tirador en tiempos de Roosevelt le hubiese disparado en la frente a Adolfo Hitler antes de que invadiera Polonia en 1939?
Hoy todo esto es peligrosísimo. Como principio, es muy alarmante que una persona pueda decidir por su cuenta si mata o no a un enemigo del Estado, pero, además, el propio presidente Obama podría correr futuros riesgos si, tras abandonar la Presidencia, un fiscal extranjero pidiera encausarlo por asesinato, como le sucedió a Pinochet cuando visitaba Inglaterra desprevenidamente.
Probablemente esto nunca suceda, pero no es imposible. En la era de la internacionalización de la justicia nadie está totalmente a salvo de una acción penal inesperada.
Acaso la manera estadounidense de evitarles dificultades a sus expresidentes sea crear, mediante una ley, una instancia judicial a la que los gobernantes norteamericanos puedan someterle ciertos casos extremos que deben ser juzgados y sancionados a muerte en ausencia, sin que el Poder Ejecutivo resulte convicto de actuar al margen de los principios y las normas de la República. Si existe el derecho a matar hay que regularlo.
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