por Martín Santiváñez
Martín Santiváñez es investigador del Navarra Center for International Development de la Universidad de Navarra (España).
Hace pocos días, se ha hecho público el III Estudio sobre las relaciones Empresa-Gobierno en América Latina, España y Portugal, trabajo que reúne las opiniones de 1800 empresarios, gobernantes y legisladores, elaborado por la consultora internacional Llorente y Cuenca con la colaboración de la Confederación Española de Organizaciones Empresariales (CEOE) y la Organización Internacional de Empleadores (OIE). El estudio presenta conclusiones interesantes en el ámbito del desarrollo pues señala la poca confianza que generan los gobiernos latinos en los empresarios internacionales haciendo hincapié en un valor fundamental para la creación de la riqueza: el de la seguridad jurídica.
En efecto, el 43% de los empresarios tienen una confianza “baja” o “muy baja” en la seguridad jurídica que otorgan los estados latinos. Los países más pesimistas en sus respuestas desde la óptica del sector empresarial son, en este orden, Ecuador (83% de respuestas entre “baja” y “muy baja”), México (56%) y Brasil (46%). Por otro lado, el 31% de los gobernantes y políticos tampoco confía demasiado en la estabilidad legal. España figura entre los cuatro países que recelan más de la seguridad jurídica de los mercados en los que invierten.
¿Se han hecho progresos en este campo? El año 2010 el 31% de los empresarios mostraba preocupación por la seguridad jurídica de las empresas. Doce meses después, la cifra se ha incrementado hasta el 43%. La percepción de inseguridad se intensifica constatándose que nos enfrentamos a un mal endémico de la región, una especie de círculo vicioso que se remonta, como acertadamente señaló el historiador José de la Riva Agüero, a los albores de nuestras repúblicas. Y se prolonga hasta el presente. El gobierno del presidente Hugo Chávez, por ejemplo, ha creado un Estado socio-bolivariano en el que las leyes son continuamente alteradas con el fin de afianzar el populismo político que mantiene en el poder al PSUV. Las expropiaciones, muchas de ellas claramente ilegales, alcanzan la cifra de $33.700 millones, incluyendo $23.000 millones en deudas. Numerosas empresas como Exxon Mobil Corp, Longreef Investments o Crystallex International Corp se han enfrascado en diversas batallas legales con el gobierno revolucionario venezolano a fin de recuperar sus inversiones. El resultado de estos enfrentamientos jurídicos sin duda repercutirá en otros entornos de estatolatría pública como Argentina, Ecuador y Bolivia, en los que la paulatina nacionalización de las economías ha sido un eje programático de los caudillos gobernantes.
Existe una cultura política detrás del Estado expropiador. Una cultura compartida por sectores de la población acostumbrados al asistencialismo y por una clase política que encuentra perfectamente legítimo exacerbar la función social de la propiedad hasta desvirtuarla completamente. Si bien es cierto Octavio Paz habló del “ogro filantrópico” para describir a las estructuras estatales que alimentan el populismo con recursos públicos, también es posible resaltar la existencia, en un entorno de claro desborde popular, del otro rostro estatal, la faz del “monstruo interventor”, especie de “Leviatán confiscatorio”. Éste, merced a un proceso de reingeniería institucional, y bajo el paraguas de una transformación legal, se encarga de minar las bases de la seguridad jurídica colocando los fueros del Derecho a merced del intervencionismo político. Se trata, pues, de los dos rostros del Jano estatal latino. Esta doble dimensión filantrópica-confiscatoria caracteriza al Estado populista. En un sistema de estas características la legalidad se considera, como aseguró Lenin, un mero “fetichismo burgués”.
Sin seguridad jurídica el desarrollo se complica. Las inversiones decaen —normalmente— y se potencia la corrupción, la ineficiencia administrativa (libre al fin del sistema de premios y castigos) y la impunidad procesal. Sin seguridad jurídica es imposible acceder a información de calidad, proteger los derechos de los individuos, controlar al poder y mantener la confianza en las relaciones sociales. Sin seguridad el Estado mismo queda en entredicho. Recasens tiene razón, el Derecho no ha nacido para rendir culto a la idea de justicia, sino “para colmar la ineludible urgencia de seguridad en la vida social”. Por lo demás, Olson, en Power and prosperity, puso de manifiesto la relación existente entre democracia, Estado de derecho y desarrollo económico resaltando que sin la garantía mínima del cumplimiento de la ley, el respeto a los contratos o la propiedad privada, la prosperidad se convierte en una promesa lejana. La misma tesis ha sido defendida una y otra vez por los liberales latinos desde el novecientos.
Latinoamérica necesita generar mayor confianza reforzando la seguridad jurídica de los Estados. Esa cultura política que busca financiar al “ogro filantrópico” legitimando al “Leviatán interventor”, aunque extendida no es invencible. Redefinir el papel del Estado otorgando un marco flexible a la inversión extranjera implica fortalecer las instituciones jurídicas sin caer en despotismos reglamentaristas. De las instituciones, en gran medida, depende la confianza de los mercados. También, por supuesto, de la previsibilidad de los operadores políticos. Así pues, ante este desorden provocado por el caos teledirigido desde el poder, urge retornar a los principios jurídicos que permitan la regeneración del sistema político y, por ende, la posibilidad estable de desarrollo. “Law is the sister of freedom”, sostuvo en 1911 el gran historiador del Derecho Sir Frederic Pollock, durante un ciclo de conferencias sobre el genio del common law en la Columbia University de Nueva York. El tiempo, juez implacable, ha venido a confirmar la veracidad de dicha afirmación.
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