26 octubre, 2011

Los totalitarismos gemelos

NAZISMO Y COMUNISMO

Por Eduardo Goligorsky

Hemos dejado que pasara inadvertido un aniversario que, por su carácter aleccionador, debería figurar en un lugar privilegiado en los libros de historia de la infamia: el 24 de agosto de 1939 se firmó el pacto Ribbentrop-Molotov.
Durante una década los sóviets habían afirmado que eran los líderes de la resistencia antifascista. "Stalin –escribe Richard Gid Powers– eliminó de un plumazo la coraza que había ocultado la verdad a los comunistas y compañeros de viaje".
La profecía de Marx
La asociación teórica entre el comunismo y el nazismo se trasladó al plano práctico mucho antes de que Ribbentrop y Molotov firmaran el pacto. Nació incluso antes de que el Partido Nacional Socialista de los Trabajadores Alemanes, o Partido Nazi, entrara en escena. Alemania había estado en el punto de mira de los bolcheviques desde que éstos tomaron el poder en Rusia. En verdad, Alemania era uno de los países altamente industrializados donde, según el marxismo clásico, se debería haber iniciado la revolución proletaria mundial. La profecía de Marx se frustró tras el asesinato de los dos cabecillas potenciales de esa revolución, Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo, asesinato que, dicho sea de paso, tampoco debió de afligir mucho a Lenin, que había chocado frontalmente con los dos.


Una vez descartado el proyecto revolucionario, quedaban en Alemania un gobierno socialdemócrata, una extrema derecha hostil al régimen republicano y un ejército y una opinión pública tanto más nacionalistas cuanto que la Francia de Poincaré había ocupado el Ruhr. La socialdemocracia era, y seguiría siendo, la bestia negra de los comunistas; en cuanto a éstos, atendamos al análisis de François Furet (El pasado de una ilusión, Fondo de Cultura Económica, 1995):
Los comunistas pueden aprovechar los elementos más reaccionarios del ejército y las fuerzas conservadoras para debilitar a la vez a la república de Weimar y al imperialismo francés; porque en el contexto de 1923, la convergencia de intereses, la probable alianza entre la Rusia comunista y la Alemania nacionalista –la gran humillada de Versalles– están siempre presentes entre las preocupaciones de los líderes del Komintern.
El soldado de la contrarrevolución
Karl Radek, el veterano bolchevique de origen judío que sería liquidado durante las purgas de 1938, era el enviado especial del Komintern a Alemania. Su misión consistía en promover la entente entre Rusia y Alemania a cualquier precio. La revolución obrera había sido aplastada en las calles de Hamburgo, y el Estado soviético dedicaba todos sus afanes a seducir a los vencedores. Además, la Rusia de los sóviets ya había establecido en 1922 una relación privilegiada con la Alemania de Weimar mediante el tratado de Rapallo. Éste convirtió a Alemania en el más importante socio comercial de la Unión Soviética, y dio origen a una colaboración militar clandestina entre ambos países, por la cual Berlín pudo empezar a rearmarse, burlando las prohibiciones impuestas por el tratado de Versalles.
El 9 de mayo de 1923, un tribunal francés condenó a muerte al teniente Leo Schlageter, veterano de las tropas irregulares y jefe de un comando de combate contra la ocupación francesa. Karl Radek saludó el "heroísmo" del militar nacionalista fusilado por "sabotaje" el 26 de mayo. En junio de 1923, Radek hizo el elogio de Schlageter en el Tercer Pleno del Comité Ejecutivo del Komintern:
El destino de este mártir del nacionalismo alemán no debe pasar en silencio ni tratarse con desprecio (...) Ese valeroso soldado de la contrarrevolución merece ser honrado por nosotros, soldados de la revolución (...) Haremos todo para que hombres como Schlageter, que estaba dispuesto a morir por una gran causa no se vuelvan viajeros a la nada, sino viajeros hacia un porvenir mejor de la humanidad entera. (François Furet, ob. cit.).
El morbo de la matanza
Esta cadena de pactos y complicidades con la ultraderecha nacionalista, y de denigraciones contra la socialdemocracia, calificada de "socialfascista" y acosada mediante una política de provocaciones, traiciones y rupturas, desembocó en el ascenso de Hitler al poder, ascenso que los comunistas consideraban un paso preliminar para su propio putsch revolucionario. Esta estrategia quedó reducida a cenizas cuando Hitler fue nombrado canciller, el 30 de enero de 1933, y cuando –el 27 de febrero– un deficiente mental holandés, Marinus van der Lubbe, prendió fuego al edificio del Reichstag. Aunque la policía comprobó inmediatamente que Van der Lubbe había sido el único responsable de lo ocurrido, Hitler tuvo un ataque de histeria y aprovechó la oportunidad para promulgar el Decreto de Emergencia para la Protección del Pueblo y el Estado y ordenar detenciones masivas de comunistas y socialistas.
Sin embargo, las principales víctimas de la venganza no fueron los comunistas. Los acusados –los dirigentes comunistas búlgaros Georgi Dimitrov, Simon Popov y Vassili Tenev– fueron absueltos, a pesar de que el sistema judicial alemán estaba totalmente subordinado al poder político nazi, y esta absolución despertó las sospechas de tres observadores: Franz Borkenau, Arthur Koestler y André Malraux. En cambio, Hitler aprovechó la conmoción creada por el incendio, y el 30 de junio ordenó una purga que culminó con la ejecución sumaria de la cúpula de las SA, las tropas de asalto nazis comandadas por Ernst Röhm. Aquel episodio, conocido como La Noche de los Cuchillos Largos, decapitó al ala más radical del partido nazi, y el hecho de que Röhm y muchos de sus secuaces fueran notorios homosexuales, a los que sorprendieron en compañía de sus amantes durante la redada, contribuyó a dar más morbo a la matanza.
Stephen Koch cita numerosas fuentes en El fin de la inocencia (Tusquets, 1996) para apuntalar la hipótesis de que existió un compromiso entre Hitler y Stalin para que los comunistas acusados por el incendio del Reichstag quedaran en libertad, y para que al mismo tiempo el aparato de propaganda del Komintern creara un clima favorable a la limpieza de elementos radicales del partido nazi. Al fin y al cabo, Stalin ya estaba preparando sus propias purgas. Hitler era sensible a estas afinidades entre los totalitarismos gemelos. François Furet cita una conversación reveladora entre Hitler y Hermann Rauschning sobre esta cuestión:
No es Alemania la que se volverá bolchevique, vaticina Hitler ante Rauschning en la primavera de 1934, sino el bolchevismo el que se transformará en una especie de nacionalsocialismo. Además hay más nexos que nos unen al bolchevismo que elementos que nos separan de él. Hay, por encima de todo, un verdadero sentimiento revolucionario vivo por doquier en Rusia, salvo donde hay judíos marxistas. Siempre he sabido darle un lugar a cada cosa y siempre he ordenado que los antiguos comunistas sean admitidos sin demora en el partido.
Una serie de artículos demoledores
El que denunció las tratativas secretas entre Stalin y Hitler antes de que el pacto Ribbentrop-Molotov las sacara a la luz del día fue el general Walter Krivitski. Este abandonó los servicios de inteligencia del Komintern en 1937 y se refugió en Estados Unidos, donde dictó una serie de artículos demoledores al periodista Isaac Levine, quien los publicó en el Saturday Evening Post. En uno de ellos Krivitski vaticinaba la reconciliación entre Hitler y Stalin antes de que se firmara el pacto intertotalitario. Explicaba que si Hitler garantizaba la paz a Stalin, éste daría a los nazis lo que le pidieran. Incluso les entregó a comunistas alemanes que estaban refugiados –y prisioneros– en la Unión Soviética.
Simultáneamente, en su libro In Stalin's Secret Service, el exagente soviético reveló que Stalin tenía información privilegiada sobre los planes de Hitler para deshacerse de Röhm y sus secuaces:
Stalin siempre fue partidario de entenderse con un enemigo fuerte. La Noche de los Cuchillos Largos lo convenció de la fortaleza de Hitler. Stalin dictaba la política soviética hacia Alemania nazi, y el Politburó resolvió hacer cualquier cosa para conseguir un acuerdo con el gobierno alemán.
Lógicamente, estas revelaciones indignaron a la quinta columna intelectual norteamericana, cuya vanguardia estaba compuesta por un sólido frente de artistas y escritores comunistas y compañeros de viaje con base en Hollywood. La quinta columna intelectual presionó al Servicio de Inmigración para que expulsara a Krivitski de Estados Unidos como "extranjero indeseable" (la misma categoría que consideraban deleznable cuando se aplicaba a un comunista), y publicó una carta abierta, cuyos principales firmantes eran Dashiell Hamett y el dramaturgo Clifford Odets, en la que lanzaban contra Krivitski y contra quienes daban crédito a sus informaciones las diatribas habituales en el léxico comunista: los "fascistas y sus aliados" trataban de destruir la unidad de la izquierda progresista. Al "sembrar sospechas sobre la Unión Soviética y las otras naciones interesadas en mantener la paz" y al "pervertir el sentimiento antifascista norteamericano para sus propios fines, han promovido la fantástica falacia de que la URSS y los estados totalitarios son básicamente iguales". La carta abierta se publicó en diarios de todo el territorio de Estados Unidos, con cuatrocientas firmas. Cometieron un error de cálculo. Ese mismo día, en esos mismos diarios, apareció la noticia del pacto nazi-soviético.
Material incriminatorio falso
Krivitsky también reveló los pormenores de la conspiración tramada por Stalin para descabezar la cúpula del Ejército Rojo. Stephen Koch relata en El fin de la inocencia que en 1936 el jefe de la NKVD en Europa, Abram Slutsky, se entrevistó con Krivitsky en París y le comunicó que el Kremlin "se encaminaba hacia un entendimiento temprano con Hitler". Se habían iniciado negociaciones "que progresaban favorablemente". En cuanto al antifascismo, "no hay nada que nos interese en este cuerpo putrefacto de Francia, con su Front Populaire".
Slutsky ordenó a Krivitsky que seleccionara a dos agentes capaces de hacerse pasar por oficiales alemanes. Y así empezó a urdirse una compleja trama que pasó por el asesinato de un dirigente de la emigración rusa; por la entrega al jerarca nazi Reinhard Heydrich de material incriminatorio falso contra el mariscal Tujachevsky, brillante jefe del Estado Mayor del Ejército Rojo; por la puesta en circulación de ese material entre los jefes de Estado de los países democráticos y por la elaboración de una imagen de Tujachevsky como cabecilla de confabulaciones contra Hitler y Stalin, para terminar con su detención y fusilamiento por traición al Estado soviético. A continuación fueron ejecutados los mariscales Blücher y Yegorov, tras lo cual la Unión Soviética quedó a merced de la primera embestida de la Wehrmacht, en la Operación Barbarroja. La connivencia de Stalin con Hitler daba su primer fruto ensangrentado.
Poco después de iniciar su ciclo de revelaciones, Krivitsky apareció muerto en su habitación, en un hotel de Washington, con una bala de su propia pistola en la cabeza. "Quizá fue un suicidio –escribe Richard Gid Powers en Not Without Honour–, pero se sospechó que pudo ser uno de los muchos asesinatos políticos que perpetraron en los años 30 y 40 los equipos de sicarios de Stalin que operaban a larga distancia".
Las metástasis demagógicas
Hoy vuelve a fermentar el argumentario maniqueísta que alimentó el desarrollo de los gemelos totalitarios. Lo identifica con su habitual rigor François Furet en el debate modélico que entabló con Ernst Nolte en Fascismo y comunismo (Fondo de Cultura Económica, 1998):
El punto que relaciona en profundidad comunismo y fascismo es el déficit político constitutivo de la democracia moderna. Los diferentes tipos de regímenes totalitarios que se establecieron en su nombre tienen como punto común la voluntad de poner fin a ese déficit (...) El hecho de que las dos ideologías se proclamen en situación de conflicto radical entre ellas no les impide reforzarse una a la otra por esta misma hostilidad: el comunista nutre su fe del antifascismo, y el fascista del anticomunismo. Y por otra parte ambos combaten el mismo enemigo: la democracia burguesa. El comunista la ve como el terreno propicio para el fascismo, el fascista como la antesala del bolchevismo, pero tanto uno como otro luchan para destruirla.
Esta es la empresa clave del conglomerado liberal: salvaguardar la democracia burguesa, abominada por los gemelos totalitarios y barrera indispensable contra ambos y contra sus metástasis demagógicas de nuevo cuño.

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