Charles Bowden |
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Formó parte del brazo ejecutor del narcotráfico en la frontera norte. Su itinerario puede resumirse así: “infancia, policía, narco, Dios”. En la habitación de un hotel, mientras huía de sus antiguos jefes, el asesino de 250 hombres le hizo al periodista Charles Bowden una relación estremecedora.
Estoy listo para la historia de los que vieron su rostro antes de morir.
Mientras tomaba café e intentaba organizar las preguntas en mi cabeza, un reportero de nota roja fue ejecutado en Ciudad Juárez frente a su hija de ocho años; estaban sentados en el coche, calentando el motor. Esta mañana, manejando hacia acá, me rebasó un Toyota. Tenía una calcomanía en forma de corazón que rezaba “Amo el amor”. Yo intentaba recordar cómo había conseguido esta cita.
Me encontraba en una ciudad lejana. Un tipo me habló de un asesino a sueldo al que había escondido. Me dijo que al principio le daba miedo, pero que luego había descubierto que era muy útil. Limpiaba todo, cocinaba siempre, e incluso se hincaba para lustrarle los zapatos. “Le di asilo de favor”, explicó.
“Lo quiero”, contesté, “quiero escribir su historia”.
Por eso vine aquí.
El hombre al que espero ha dicho: “No me conoces. Nadie puede perdonarme por lo que he hecho”.
Se siente orgulloso de su trabajo. Los buenos asesinos dibujan un patrón muy preciso sobre la puerta del conductor. No rocían balas por todo el coche, no, trazan un dibujo que va de la puerta al pecho de la víctima. El reportero recién asesinado recibió una secuencia así: 10 balas de 9 mm. A su hija ni la rozaron.
Espero.
Me gustan las cosas bien hechas.
La primera llamada llega a las 9:00 y dice que debo esperar otra a las 10:05. Así que manejo 80 kilómetros y espero. La de las 10:05 me dice que aguante hasta las 11:30. La de las 11:30 no llega, así que espero y espero. En el local de al lado hay una tienda de juegos frecuentada por hombres que quieren dominar un mundo virtual. Adentro de la cafetería se respira una calma meticulosa, todo está limpio.
Estoy en un lugar seguro. No voy a decir el nombre de la ciudad, pero está lejos de Juárez y cerca del río. La llamada llega a mediodía.
Nos vemos en un estacionamiento, nuestros coches lado a lado como cuando se reúnen dos patrullas. Le paso unas fotografías. Él les echa un vistazo y me dice que vaya a una pizzería. Una vez ahí, dice que debemos encontrar un lugar tranquilo porque habla muy alto. Rentamos un cuarto de motel. Nada de esto puede ser arreglado previamente porque eso me permitiría tenderle una trampa.
Revisa las fotografías; son imágenes que nunca salieron en los periódicos. Clava su dedo en un tipo que está parado junto a un cuerpo semienterrado: “Esta fotografía puede costarte la vida”, dice.
Le muestro la foto de la mujer. Se ve hermosa, toda vestida de blanco y perfectamente maquillada. Le escurre sangre por la boca y la luz del amanecer acaricia su rostro. Esa imagen y yo tenemos una historia. En una ocasión estuve a punto de publicarla en una revista cuando mi editor recibió la llamada de un tipo aterrorizado, el hermano de la chica, que le preguntó: “¿Quieres que me maten? ¿Quieres que maten a toda mi familia?”. Recuerdo que el editor me llamó y me preguntó qué es lo que el tipo había querido decir. “Exactamente lo que dijo”, contesté.
Ahora el hombre ve a la mujer y me cuenta que era la novia del jefe de los sicarios de Juárez, y que los jefes del cártel pensaron que hablaba demasiado. No es que hubiese mencionado la ubicación de algún cargamento o algo por el estilo, simplemente hablaba demasiado. Así que le dijeron a su novio que la matara y eso hizo. Porque si no, él tendría que morir.
Pisamos terreno antiguo. La palabra sicario se remonta a la Palestina romana, cuando la secta judía de los Sicarii mataba a los romanos y a sus partidarios con una pequeña daga (sicae) que escondían entre sus ropas.
Se inclina hacia mí. “Vicente —el jefe del Cártel de Juárez— podría matarte si tan sólo pensara que estás hablando por ahí”.
Estas fotografías pueden costarte la vida. Las palabras pueden costarte la vida. Y todo esto sucederá, y morirás, y la oración jamás tendrá sujeto, será simplemente un objeto que se desploma muerto en el piso.
Siento como si estuviera cayendo en una especie de pozo, una zona oscura que rezumba por debajo de la ciudad, un lugar donde la realidad es más dura y los hechos absolutos. Pienso que he estado viviendo en un mundo fantástico de leyes, teorías y sucesos lógicos. Ahora estoy en un país donde matan a la gente por capricho, y donde una hermosa mujer aparece tirada, con sangre escurriendo de su boca y el cuerpo envuelto en una serie de explicaciones que, en realidad, no tienen nada que ver con lo que en verdad pasó.
He esperado este momento durante años. No es la primera vez que estoy con un asesino. En una ocasión anduve de fiesta con 200 tipos armados en un hotel de México durante cinco días seguidos. Pero ellos no estaban interesados en contarme sus crímenes. Él sí.
Nunca lo distinguiríamos. Su estatura es promedio; se viste como obrero, con botas de trabajo y gorra. Si estuviera parado junto a ti en un puesto de control, no podrías dar una descripción física cinco minutos después. No tiene nada que llame la atención. Nada.
Tiene dedos muy gruesos y manos muy grandes. Su cara no tiene expresión. Su voz es fuerte pero plana.
Pasa inadvertido. Así es, en parte, como logra matar.
“Juárez es un cementerio. Yo he cavado la tumba de 250 cuerpos”, dice.
Asiento con la cabeza porque sé a qué se refiere. Los muertos, los 250 cuerpos, son detalles, gente que él ha desaparecido, enterrándola en agujeros mortales. La ciudad está tachonada de estas tumbas secretas. Apenas hoy, las autoridades encontraron un esqueleto. Gracias a la ropa podrida los expertos dedujeron que los huesos eran de un hombre de 25 años. Tan sólo uno de la legión de muertos escondidos en Juárez.
Por eso estoy aquí. He pasado 20 años de mi vida intentando llegar a este momento sin acabar en uno de esos agujeros. En esa fiesta de los 200 asesinos, un policía federal intentó matarme. El anfitrión lo detuvo, y yo seguí con mi deshilachada vida. Pero he llegado a este cuarto para sacar a la luz mis propios muertos, los miles de muertos que han llegado a mi escritorio durante mis guardias de reportero. He publicado dos libros sobre la carnicería de esa ciudad, he reporteado ahí desde 1995, cuando mataban en Juárez a 200 o 300 personas al año, hasta 2006, cuando fueron asesinadas mil 607. Esa es la cifra oficial —nadie lleva la cuenta de los levantados y desaparecidos. Yo soy prisionero de todas estas muertes.
Nos sentamos con un traductor en una mesa redonda de madera; las cortinas están cerradas.
“Todo lo que diga se queda en este cuarto”, advierte.
Asiento y sigo tomando notas.
Así empieza: nada puede salir del cuarto, aunque estoy tomando notas y a pesar de que sabe que voy a publicar lo que me cuente porque se lo aviso. Estamos entrando en un territorio que ninguno de los dos conoce. Yo no puedo repetir nunca lo que él me cuente aunque le digo que lo voy a hacer. Nada puede salir de este cuarto aunque él ve cómo escribo en una libreta negra. No sé su nombre ni puedo verificar nada de lo que me diga. Pero este asesino tiene pedigrí, se lo dio el hombre que nos puso en contacto: un hombre que alguna vez usó sus servicios, un ex miembro de un cártel y mando de la policía estatal al que ahora le debo un favor.
Me pide que le toque el tricep de su brazo derecho. Le cuelga como una llanta desinflada. “Ahora”, dice, “siente mi brazo izquierdo”. Nada le cuelga ahí.
Se pone de pie y me hace una llave china. Podría romperme el cuello como si fuera una rama.
Se vuelve a sentar.
Le pregunto cuánto cobraría por matarme.
Me tasa con una mirada tranquila y dice, “cinco mil dólares cuando mucho, probablemente menos. No tienes poder ni conexiones con el poder. Nadie me perseguiría si te matara”.
Estamos listos para empezar.
Le pregunto cómo se convirtió en asesino. Sonríe y me responde: “Me creció el brazo”. Después agarra una hoja de papel, dibuja cinco líneas verticales, y escribe con tinta negra: “INFANCIA, POLICÍA, NARCO, DIOS”. Las cuatro fases de su vida. Luego comienza a tachar las palabras hasta que no queda nada en la hoja salvo un bloque de tinta.
No puede dejar rastros. No puede renunciar a los hábitos de toda una vida. Trato de agarrar la hoja pero me la arrebata. Y se ríe. Creo que de ambos.
“Cuando creía en el Señor”, dice “huía de los muertos”.
“Mi infancia fue normal”, insiste. No va a tolerar la explicación facilona de que es producto del abuso.
“Éramos muy pobres, estábamos muy necesitados”, continúa. “Llegamos del sur a la frontera, para sobrevivir. Mi gente se metió a la maquila. Yo fui a la escuela. Mi padre no me maltrataba. Mi padre trabajaba, era un hombre trabajador. Entraba a las seis de la tarde y salía a las seis de la mañana, seis días a la semana. El resto del tiempo dormía. Mi madre hacía las veces de madre y padre. Limpiaba casas en El Paso tres veces a la semana. Había que alimentar a 12 niños”.
Se calla para ver si entiendo. No quiere ser una víctima, ni de la pobreza ni de sus padres. Se hizo asesino porque es una manera de vivir, no por algún trauma. Sus ojos son limpios e inteligentes. Y fríos.
“Una vez”, recuerda, “mi padre me llevó a mí y a tres de mis hermanos al circo. Llevamos nuestro chili y nuestras galletas para no gastar. Ese fue el día más feliz de mi vida. Y la única vez que mi padre me llevó a algún lado”.
Pero ahora vamos a hablar de la época en que trabajó para el diablo.
Está en la prepa cuando la policía estatal lo recluta junto con algunos de sus amigos. Reciben 50 dólares por pasar coches por el puente de El Paso; luego los estacionan y se van. Nunca saben qué hay en los coches y nunca preguntan. Después de la entrega los llevan a un motel donde siempre hay mujeres y coca disponibles.
Deja la escuela porque no tiene dinero. Y luego la policía echa mano de su grupo de amigos que ha movido droga para ellos en El Paso y los manda a la academia de policía. En su caso, como sólo tiene 17 años, el alcalde de Juárez interviene para que pueda entrar.
“Nos pagaban 150 dólares a la semana como cadetes”, dice, “pero de El Paso nos mandaban un bono de mil dólares mensuales. Todos los días había droga y alcohol para armar fiestas en la academia. Los fines de semana sobornábamos a los guardias para ir a El Paso. A mí me mandaron a la escuela del FBI; me enseñaron a detectar armas, drogas y vehículos robados. El entrenamiento fue muy bueno”.
Después de la graduación, ningún departamento lo quería porque era demasiado joven. Pero los agentes estadunidenses insistieron en que le dieran un buen rango. Y se lo dieron.
“Tenía a ocho personas bajo mi mando”, continúa. “Dos eran buenos y honestos. Los otros seis andaban metidos en drogas y secuestros”.
Hay dos unidades de la policía del estado en Juárez especializadas en secuestro, y la suya era una de ellas. La comisión oficial para ambas era detener los secuestros. Pero, en realidad, una unidad secuestra a la persona y se la da a la otra para que la mate, procedimiento más rápido que el de cuidarla mientras esperan el rescate. A veces fingían descubrir el cuerpo días después del secuestro.
Así era el Juárez disciplinado que alguna vez conoció. Después, en julio de 1997, muere Amado Carrillo Fuentes, líder del Cártel de Juárez. Eso fue un “terremoto”. El orden se derrumbó. Los pagos a la policía del estado provenientes de una cuenta en Estados Unidos se terminaron. Y cada unidad tuvo que arreglárselas por sí sola.
“No tengo una idea clara de cómo y cuándo me convertí en sicario”, afirma. “Al principio, levantaba gente y se la entregaba a los asesinos. Y luego mi brazo comenzó a crecer porque estrangulaba gente. Podía ganar 20 mil dólares por un asesinato”.
Antes de la muerte de Carrillo, no era fácil meter coca en Juárez porque “si abrías un kilo, te mataban”. Así que él y su tropa cruzaban el puente hacia El Paso para hacer negocios. Para ese momento controla a una banda de secuestradores y asesinos, trabaja para un cártel que almacena toneladas de cocaína en bodegas clandestinas en Juárez, y tiene que entrar a Estados Unidos para conseguir las suyas.
Eso cambió después de la muerte de Carrillo. Le entró duro a la coca, las anfetaminas y el alcohol; podía estar despierto una semana. También fue en esa época cuando adquirió sus habilidades: estrangulamiento, asesinato con cuchillo y pistola, acribillamiento de coche a coche, tortura, secuestro, y desaparición de personas, a las que simplemente enterraba en un hoyo.
Menciona el caso de Víctor Manuel Oropeza, un doctor que escribió una columna para un periódico. En ella relacionaba a la policía con el narco. Fue acuchillado en su oficina en 1991.
“La gente que lo mató fue la que me entrenó. Los sicarios no nacen, se hacen”.
Él se convirtió en un hombre nuevo en un mundo nuevo.
A ojos del gobierno estadunidense, la industria de la droga en México está muy organizada, los cárteles están estructurados como corporaciones que realizan juntas de trabajo periódicamente. Pero a ras de tierra, con los sicarios, no hay estructura que valga. Él mata por todo México, trabaja para varios grupos, pero nunca sabe cómo están conectadas las cosas, nunca conoce en persona a los jefes y nunca hace preguntas. Así, recorre los múltiples puestos fronterizos de su imperio subterráneo, pero lo hace sin mapas ni directorios. Pertenece a una célula y sólo puede traicionar al puñado de gente de su célula. Nunca sabrá bien a bien qué cártel le paga.
Me habla de un jefe —un lugarteniente de Vicente Carrillo Fuentes que actualmente encabeza el Cártel de Juárez—, “un hombre lleno de odio, un hombre que odia incluso a su propia familia. Podría cortar a un bebé en frente de su padre para hacerlo hablar”.
Dice que ese hombre es una bestia. Ahora divaga, está regresando a un tiempo y un lugar que ya abandonó, el coto de caza en el que masacraba y derrochaba cinco mil dólares en una tarde. Recuerda cuando unos fuereños trataron de llegar a Juárez para apoderarse de la plaza, de la frontera. Al principio, la organización los mataba y los colgaba de cabeza. Después, durante un tiempo, les hacían el nudo de corbata colombiano: la garganta cortada, la lengua pendiendo por la raja. Luego hubo una avalancha de “collares”: el cuerpo quemado era encontrado con un remate carbonizado en lugar de la cabeza, los hilos metálicos de las llantas abrazaban a los cadáveres como aros ennegrecidos.
Ha vivido como un dios que destruye mundos. La habitación está inmóvil, demasiado quieta, la televisión es un ojo en blanco, el beige de las paredes lo anestesia todo, el ventilador da vueltas. Sus brazos descansan en la mesa de madera. Todo se siente sólido, todo está tranquilo.
Pero su cara refleja miedo. No miedo de mí sino de algo que ninguno de los dos puede definir, una máquina de muerte sin conductor a la vista. No existe un cuartel del que se tenga que escapar, no existe ningún jefe del que deba cuidarse. Alguien dio luz verde y ahora cualquiera que conozca el contrato puede matarlo y reclamar el dinero. El nombre de su asesino es legión.
Puede esconderse, pero eso sólo compra un poco de tiempo, y si comete un error grave acabará muerto. Sus cazadores pueden ser pacientes. Es como un billete de lotería que un día alguien cobrará. La máquina de matar corre desbocada por las calles, las armas listas, siempre en el camino, sin dirección, merodeando al azar en busca de sangre fresca. El día llega y se va, y matan a 10. O más. Ya nadie es capaz de llevar la cuenta, además, algunos cuerpos simplemente desaparecen y es imposible rastrearlos.
Me mira.
“Quiero hablar de Dios”, dice.
“Llegaremos a esa parte”, le respondo.
Él es el asesino y no sabe quién está a cargo, así como, por lo general, no sabía la razón por la cual mataba a sus víctimas. Morirá. Alguien lo matará. Y nadie se dará cuenta.
Ningún lugar es seguro, lo sabe. Una familia estadunidense debía dinero de un negocio, así que secuestraron a uno de sus hijos de 14 años y a un amigo y los trajeron para acá. Un tipo los mató con una botella rota y luego se bebió un vaso de su sangre. Sabe cosas así por lo que ha hecho. Sabe que cruzar la frontera es fácil porque lo ha hecho muchas veces. Sabe que los cateos y los registros son una burla porque ha entrado y salido con armas. Sabe que todo ha sido penetrado, que no se puede confiar en nada, ni siquiera en la solidez de la mesa de madera.
Las ásperas fogatas que alumbran las chozas de los pobres, el olor acre de pólvora quemada que desprende un cartucho gastado, una olla vieja con aceite donde hierve un cerdo que se convierte en carnitas, las caravanas de autos marchando en la noche, los vidrios polarizados, la procesión va y viene y tú miras pero no observas porque si ellos se detienen, aunque sea por un instante, te levantan y te llevan a la muerte que aguarda, los agujeros que cavan cada mañana en la tierra sucia del camposanto, las tumbas como un acertijo y una promesa enorme, bocas hambrientas a la espera de los muertos de la mañana, de la tarde y de la noche, cuatro personas se sientan afuera de su casa al anochecer, la balas ladran, dos mueren poco después de la descarga, y los otros dos son recogidos por la familia, que los lleva de hospital en hospital y a casas oscuras porque nadie los quiere curar. Los asesinos tienen manera de seguir a su presa hasta la sala de Urgencias para terminar el trabajo.
Tiene los brazos apoyados en la mesa mientras esas bocanadas de Juárez nos acarician la cara, pero no hablamos de ello.
No puedo explicar el dibujo de una ciudad que ofrece tanta muerte pero hace lo posible para que todo el mundo se sienta vivo. Así que no hablamos de eso pero de alguna forma lo discutimos con nuestro silencio. Por un momento, los dos intentamos regresar a ser las personas que éramos antes de todas las muertes, de la tortura, del miedo. Él quiere vivir sin el poder que tiene sobre la vida y la muerte, y duda si puede lograrlo sin el dinero. Yo quiero borrar mi memoria, habitar un mundo en el que no sepa nada de sicarios y pueda pensar en la cena y no en los cadáveres frescos que decoran las calles. Hemos seguido caminos diferentes que llevan a la misma plaza, y ahora nos sentamos y hablamos e imaginamos cómo regresar a casa.
Yo crucé el río hace como 20 años —no recuerdo la fecha con exactitud porque aún no sé qué significa cruzar la frontera, excepto que ya nunca regresas. Sólo sé que la crucé y ahora naufrago en una costa distante. Es como matar. “Háblame de tu primer asesinato”, le pregunto, y me dice que no lo recuerda, y yo sé que no está diciendo la verdad pero que tampoco miente. Algunas veces simplemente no puedes alcanzarlo. Abres ese cajón, tu mano se paraliza y simplemente no puedes alcanzarlo. Está frente a ti pero aún así no lo alcanzas, así que dices que no te acuerdas.
Tiene una pluma verde y una libreta. Tiene páginas impresas de internet, sobre todo de mí. Ha pasado 10 horas investigándome, dice. Como tantos peregrinos, está buscando un testigo, alguien que pueda entender su vida. Decidió que conmigo sería suficiente. Ahora está relajado. Antes, su cuerpo estaba encorvado, sus hombros amenazantes, y esas manos entrenadas y talentosas… Traía puesta una gorra que escondía su pelo y sonreía de vez en cuando.
Ahora es alguien diferente, un hombre que ríe, su cuerpo casi fluye, sus ojos ya no son dos carbones negros, ahora están radiantes y bailan mientras habla.
“No somos monstruos” explica. “Tenemos educación, sentimientos. Yo podía dejar de torturar a alguien, ir a cenar con mi familia y regresar. Desconectas ciertas partes de tu mente. Es un trabajo, sigues órdenes”.
Durante algún tiempo su pasado estuvo muerto para él, lo desconectó. Pero ahora está de regreso. Piensa que Dios me envió para que otros conozcan su historia.
Como todos, quiere que su vida tenga un significado, y yo debo escribirlo y mostrárselo al mundo. Debe tener cuidado, por supuesto. Cuando abandonó esa vida hace dos años, la organización le puso precio a su cabeza: 250 mil dólares. No sabe si la cifra ha aumentado, pero no cree que haya disminuido. Por ahora, sabe que Dios lo protege a él y a su familia, pero aún así debe cuidarse.
“Ya no hago cosas malas”, dice, “pero no puedo dejar de ser precavido. Es un hábito. Así me siento seguro. Ya me han matado dos veces, ¿sabías?”.
Se levanta la camisa y me enseña las cicatrices de dos ráfagas de AK-47 que recibió en distintos momentos.
“Estuve en coma durante un tiempo”, prosigue. “Pesaba 130 kilos cuando llegué al hospital, a un narcohospital, y salí pesando 60”.
Había sido un error. La organización pensó que había filtrado datos sobre el asesinato de un columnista, pero resultó que el informante era el mismo al que le habían pagado para intervenir los teléfonos. Así que lo mataron y luego “se disculparon conmigo y me pagaron un mes de vacaciones en Mazatlán que incluía mujeres, droga y alcohol. Tenía como 24 años”.
Le da un sorbo a su café. Está listo para empezar.
Recuerda que cuando le pregunté sobre su primer muerto me dijo que no se acordaba porque en esa época se metía mucha droga y bebía mucho. Es mentira. Se acuerda muy bien.
“La primera persona que maté… Bueno, éramos policías estatales y estábamos patrullando”, dice. “Le hablaron a mi compañero al celular y le dijeron que el hombre que buscábamos estaba en un centro comercial. Así que fuimos ahí, lo agarramos y lo metimos en el coche”.
Otros dos sujetos entran en el coche, identifican al objetivo y se van. Son los que están pagando para matarlo.
Él y su compañero utilizan el código policiaco para homicidio: cuando alguien usa el número 39, quiere decir que hay que matar a la persona.
El tipo al que levantan había perdido 10 kilos de coca; la droga pertenecía a los otros dos.
Su pareja conduce, mientras él se pasa a la parte de atrás con la víctima.
La presa asegura que le dio la droga a otra persona. En ese momento su compañero dice “39” y él lo mata al instante.
“Era algo automático”, explica. Manejan durante horas con el cuerpo mientras beben. Finalmente, se dirigen a un parque industrial, levantan una coladera y arrojan el cadáver por la cloaca. Por este trabajo le pagaron 30 gramos de coca, una botella de whisky y mil dólares.
“Me dijeron que había pasado la prueba. Tenía 18 años”.
Se registra en un hotel y se mete coca y alcohol durante cuatro días.
“A la policía no le importaba si estabas borracho. Si querías que nadie te molestara le dabas cien pesos al cuidador y nadie te llamaba”.
Después de su bautizo, se mete al negocio del secuestro y entra en un mundo nuevo. Pronto empieza a viajar por todo el país. Trabaja para la policía pero cuando le asignan una misión simplemente pide licencia.
En algunos de los secuestros en los que participa sólo importa el dinero del rescate. Pero cientos más tienen un propósito distinto.
“Te decían, ‘Levanta a ese tipo. Perdió 200 kilos de mariguana y no los pagó’. Yo lo levantaba en mi carro de policía y lo aventaba en alguna casa de seguridad. Horas después, alguien me llamaba porque había que deshacerse del cuerpo”.
“Así fue el inicio de mi carrera después de pasar aquel examen. Durante unos tres años viajé por todo México. Una vez hasta fui a Quintana Roo. Siempre andaba en un carro oficial de la policía. A veces íbamos en avión pero casi siempre manejábamos. Para pasar los retenes militares enseñábamos un documento oficial que aseguraba que estábamos transportando a un prisionero. El documento tenía un número de expediente falso”.
Es el guía de un México alternativo, un lugar donde los ciudadanos son llevados de casa de seguridad en casa de seguridad sin dejar huella para las agencias y los jueces. Cuando él llegaba a algún lugar, la víctima ya había sido secuestrada. Él simplemente la recogía para transportarla.
Controlarlos era fácil porque estaban aterrorizados.
“Cuando ellos veían que era un carro oficial yo les decía: ‘No se preocupen, todo va a salir bien. Van a regresar con su familia. Pero si no cooperan, los vamos a drogar y a meter en la cajuela, y no les aseguro que lleguen al final del viaje’ ”.
El combustible del viaje es la coca. Él y su compañero siempre se visten bien para ese tipo de trabajos —la organización les da cinco o seis trajes nuevos cada tanto. No tienen residencia fija pero viven en varias casas de seguridad donde les dan comida y drogas. Pero no mujeres. Porque esto es estrictamente un negocio.
Casi no hacen labor policial; trabajan de tiempo completo para los narcos. Ese fue su verdadero hogar durante 20 años, en un segundo México que oficialmente no existe pero que cohabita sin cortapisas con el gobierno. En sus múltiples viajes para amordazar, torturar y matar, nunca ha sido interceptado por las autoridades. Él es parte del gobierno, de la policía, y tiene a ocho agentes bajo su mando. Pero su verdadero jefe es la organización, él asume que es el Cártel de Juárez, aunque nunca pregunta porque sabe que las preguntas pueden ser mortales. Le dieron un sueldo, una casa y un coche. Y prestigio.
Calcula que el 85 por ciento de la policía trabaja para la organización. Pero incluso en un día soleado apenas reconocería a alguien del cártel que lo emplea. Forma parte de una célula, por encima de él hay un jefe, y arriba del jefe una zona llena de poder que no visita ni conoce. Estima también que de cada cien personas que transporta, dos recuperan su vida. El resto muere. Despacio, muy despacio.
En cada casa de seguridad puede haber entre cinco y 15 víctimas. Están vendados todo el tiempo, y si por alguna razón se les cae la venda, los matan. A veces los sientan en una silla frente a la televisión, los destapan por un instante y les muestran videos de sus hijos en la escuela, de sus esposas comprando, de la familia en la iglesia. Les muestran el mundo que han dejado atrás y les hacen saber que si el dinero no llega ese mundo desaparecerá, será destruido. Los vecinos nunca se quejan de las casas de seguridad. Ven que están rodeadas por carros de policía y se quedan callados.
Puede que las víctimas tengan un millón de dólares, pero para cuando termina el trabajo ya les quitaron todo, su fortuna entera, y tal vez, sólo tal vez, dejan que la mujer se quede con la casa y el coche. Hay gente que vive secuestrada dos o tres años. Después de darles de comer, los golpean, así empiezan a asociar la comida con el dolor. Muy de vez en cuando llega la orden de soltar a un prisionero. Los llevan vendados a algún parque y les dicen que cuenten hasta 50 antes de quitarse la venda. Incluso en ese instante de libertad lloran, porque no pueden creer que los van a soltar, sino que los van a matar.
“A veces”, dice “le quitaban la venda a los que llevaban meses secuestrados para que limpiaran la casa de seguridad. Después de un tiempo, creían que eran parte de la organización y se identificaban con los guardias que los golpeaban. Componían canciones sobre sus días ahí, y nos hablaban de todas las cosas buenas que nos darían cuando los soltáramos. A veces, después de golpearlos mucho, les mandábamos videos a sus familias en los que rogaban, desesperados: ‘Denles todo’. Y de pronto llegaba la orden y los matábamos”.
El pago siempre se hacía en una ciudad diferente de donde tenían al prisionero. Todo en la organización estaba estructurado. A veces pasaban semanas encerrados en una casa de seguridad sin hablarle al secuestrado, sin saber quién era. No importaba. Ellos eran productos y él un empleado siguiendo órdenes. Sin importar qué tanto pagaba la familia, la víctima casi siempre moría. Cuando le chupaban todo el dinero a la familia, el prisionero ya no tenía ningún valor. Y además podía traicionar a la organización. Así que su muerte era lógica e inevitable.
Detiene su relato. Quiere dejar claro que ahora él se parece a los prisioneros que torturó y mató. Está fuera de la organización, es un peligro para ella. “Cualquiera que ya no le sirve al jefe, se muere”.
Ahora es un hombre a la deriva recordando la época en que estaba fuertemente anclado al mundo.
“Quiero que quede claro”, dice, “que yo sentía cosas cuando estaba en las casas de tortura, viendo a la gente tirada en el piso, encharcada en su propio vómito y sangre. No me dejaban ayudarlos”.
Dice esto tranquilo. Resalta su faceta humana y al mismo tiempo explica cuán profesional era a la hora de secuestrar, torturar y matar. Dice que ahora le temen porque cree en Dios. Luego dice que podría atinarle a un blanco a 700 metros con su AK-47. Practicaba mucho en las bases militares y las academias de policía. Podía entrar con su placa.
El trabajo, insiste, no es para amateurs. Por ejemplo la tortura: tienes que saber hasta dónde llegar. Incluso si al final vas a matar al tipo, tienes que actuar con cuidado para sacarle toda la información que necesitas.
“Tienen tanto miedo”, explica, “que generalmente cooperan mucho. A veces, cuando se dan cuenta de lo que les va a pasar, se ponen agresivos. Entonces les quitas los zapatos, les empapas la ropa, y les conectas un cable en cada pie durante 15 segundos. Así entienden que tú mandas y que les vas a sacar toda la información. No los puedes golpear mucho porque entonces se vuelven inmunes al dolor. He visto gente a la que golpean tanto que puedes arrancarle las uñas con pinzas sin que se inmuten”.
“Los esposas por la espalda, los sientas frente a un foco de 100 watts y les haces preguntas sobre su trabajo, el número y la edad de sus hijos, todo lo que ya sabes porque ya lo investigaste. Cada vez que mienten les das una descarga. Una vez que saben que no pueden mentir, empiezas con las preguntas serias —cuántos cargamentos han movido al otro lado, para quién trabajan, por qué no le pagan al jefe”.
“Para ese momento te contestan todo. Después los golpeas y los dejas descansar. Les enseñamos videos de sus familias. Entonces te dicen todo lo que necesitas saber y a veces más. Ya tienes la ventaja, y usas la nueva información para asaltar almacenes y robar cargamentos, acorralar a otros que trabajan con él, grabar a sus familias, y empezar de nuevo. Sabes que las familias no acudirán a la policía porque sospechan que su padre o su esposo anda metido en negocios turbios. Pero si van a la policía nos enteramos de inmediato, porque nosotros trabajamos ahí. Somos parte de la unidad antisecuestro. A veces matamos a los secuestrados de inmediato porque, después de quitarles el coche y las joyas, no valen nada. El botín se divide entre los de la unidad, es decir, entre cinco u ocho personas. Lo peor de matarlos es que luego tienes que cavar un agujero para enterrarlos. La mayoría comete dos errores. No le pagan al que controla la plaza, la ciudad. O sueñan que pueden ser mejores que el jefe”.
Pero nada de esto importa porque él nunca pregunta por qué alguien es secuestrado, o quién es en realidad. Ellos son simples productos y él un simple empleado. Sus gritos son sólo el paisaje de fondo del trabajo, así como el tranquilizarlos y transportarlos es simplemente otra parte del trabajo.
Hay un segundo tipo de secuestros que considera casi vergonzosos. La esposa de alguien tiene una aventura con su entrenador personal, así que levantas al entrenador y lo matas. O un tipo tiene una mujer que está muy buena y otro tipo la quiere, así que matas al novio para conseguirle la mujer.
“Recibía mis órdenes”, dice, “así que tenía que matarlos. Los jefes no conocen límites. Si quieren una mujer, la consiguen. Si quieren un coche, lo consiguen. No tienen límites”.
No le gusta la gente que mata por matar. No son profesionales. Los verdaderos sicarios matan por dinero. Pero hay gente que lo hace por diversión.
“Hay quien dice: ‘No he matado a nadie en una semana’. Así que van a la calle y matan a alguien. Esta gente no pertenece al mundo del crimen organizado. Están locos. Si descubres que alguien de tu unidad es así, lo matas. A los que realmente quieres reclutar son a policías o ex policías —asesinos entrenados”.
Ese tipo de cosas le molestan. La carnicería que vive Juárez le ofende porque muchos de los crímenes son cometidos por amateurs, niños imitando a sicarios. Le horroriza la cantidad de balas que usan en una sola ejecución. Demuestra falta de entrenamiento y pericia. En una verdadera ejecución, la ráfaga pasa justo al lado de la cerradura porque la descarga destrozará mortalmente el torso del conductor. Dos veces ha sido bloqueado por coches blindados, pero lo solucionó con dos ráfagas de balas de chaqueta metálica en un patrón ceñido —así pueden atravesar el blindaje. Un golpe no debe durar más de un minuto. Incluso sus trabajos más difíciles, contra vehículos blindados, no duraron más de tres.
Un verdadero sicario, acota, no mata mujeres y niños. A menos que la mujer sea informante de la DEA o el FBI.
Hace una pausa para enseñarme. Una buena ejecución requiere planeación. Primero, los Ojos estudian a la víctima durante días, por lo menos una semana. Anotan su horario, cuándo se levanta, a qué hora va al trabajo, cuándo come en casa, toda su rutina doméstica es registrada por los Ojos. Luego, la Mente se encarga. Estudia los hábitos del blanco en la ciudad: su jornada laboral, dónde come, dónde bebe, qué tan seguido visita a su amante, dónde vive ella y cuáles son sus hábitos. Entre los Ojos y la Mente esbozan un horario. Después se reúne el resto del equipo, de seis a ocho personas. Dos carros de policía con oficiales y dos coches con sicarios. Escogen una calle que pueda ser bloqueada fácilmente. El timing será medido a la perfección y el golpe se hará a no más de media docena de calles de la casa de seguridad —eso es fácil porque hay muchas en la ciudad.
Agarra una pluma y empieza a dibujar. El coche líder será de la policía. Lo seguirá otro lleno de sicarios. Luego el coche de la víctima, seguido de otro de sicarios. Y al final, cubriendo la retaguardia, otro carro de policía.
Durante la ejecución, los Ojos observarán y la Mente hablará por radio.
Cuando el blanco entre en la calle seleccionada, el primer carro de policía girará para bloquear la calle, el primer coche de sicarios bajará la velocidad, el segundo coche de sicarios se emparejará junto al blanco y lo matará, y el segundo carro de policía bloqueará el otro extremo de la calle.
Todo esto debe tomar menos de 30 segundos. Uno de los hombres deberá salir de un coche para darle el coup de grace al blanco regado con balas. Después todos se dispersan.
El coche de los asesinos se dirigirá a la casa de seguridad para esconderse en el estacionamiento. Después, la organización se lo llevará a otro estacionamiento, lo pintará y lo revenderá en uno de sus propios lotes. Los asesinos abordarán un coche limpio en la casa de seguridad, y por lo general regresarán a la escena del crimen para asegurarse de que todo haya salido bien.
Dibuja todo esto con exactitud, cada rectángulo que representa a un coche está perfectamente delineado, y el de la víctima tiene tantas marcas de tinta verde que parece florecer de la hoja. Las flechas indican el movimiento de los vehículos. Es como una ecuación en un pizarrón.
Se recarga en la silla; en su rostro se adivina la satisfacción de un encargo bien hecho. Así es como un verdadero sicario hace su trabajo. En una ejecución ideal ningún blanco sobrevive. Si alguien del grupo resulta herido lo llevan a uno de los hospitales de la organización —“Si puedes comprar a un gobernador, puedes comprar un hospital”.
“Nunca supe el nombre de la gente con la que me involucraba”, prosigue. “Había alguien que comandaba a mi grupo, ése sabía todo. Pero si tu trabajo consiste en ejecutar gente, eso es lo único que haces. No conoces la razón ni sabes sus nombres. Podía pasar un mes en una casa de seguridad con una víctima sin dirigirle la palabra. Si me decían que lo matara, lo hacía. Lo llevábamos al lugar donde lo íbamos a ejecutar y lo desnudábamos. Lo matábamos exactamente de la forma en que nos pedían —disparo en la nuca, ácido en el cuerpo. Había veces en que estabas estrangulando a alguien y de pronto recibías una llamada —‘No lo maten’— así que tenías que saber cómo resucitarlo o si no nos mataban a nosotros, porque el de arriba nunca se equivoca”.
Todo está contenido, sellado. Durante un tiempo usaron niños para robar coches, pero los niños, unos 40, se volvieron arrogantes, hablaban de más y vendían droga en los antros. Eso violaba el pacto que había con el gobernador de Chihuahua para mantener tranquila la ciudad. Así que una noche, hace unos 10 años, 50 policías, y como 15 miembros de la organización que tenían que asegurarse de que el trabajo se hiciera bien, rodearon a esos niños en Avenida Juárez. No fueron torturados. Los mataron de un solo tiro y los enterraron en un hoyo.
“No”, sonríe. “No te voy a decir dónde está ese hoyo”.
Tiene problemas para recordar algunas cosas.
“Me levantaba en la mañana y me echaba una raya”, explica, “luego, un vaso de whisky. Después almorzaba. Nunca dormía más de un par de horas, pequeñas siestas. Es difícil dormir en tiempos de guerra. Estaba alerta aunque tuviera los ojos cerrados. Dormía con una AK-47 cargada en un lado, y una .38 en el otro. Los seguros nunca estaban puestos”.
Me pregunta si sé algo de las casas de seguridad. “Se necesitaría un libro entero para hablar de ellas. Después de todo, yo sé que hay 600 cuerpos enterrados en las casas de seguridad de Juárez, y sé dónde están. Existe una casa de la que nunca se ha hablado donde hay 56 cadáveres. Hay un rancho en donde las autoridades encontraron dos cuerpos, pero yo sé que ahí hay 32 muertos. Si la policía realmente investigara los encontraría. Pero claro, no puedes confiar en la policía”.
Está especialmente interesado en saber si tengo información acerca de las dos casas de seguridad descubiertas el invierno pasado. Le digo que encontraron nueve cuerpos en una y 36 en la otra.
No, no, insiste, en la segunda había 38, dos de ellos mujeres.
Dibuja el plano de la casa con cuidado. A una de las mujeres la mataron por hablar de más. La otra fue un error. Eso a veces pasa, aunque los jefes no lo admitan. Quiere hablar de la casa de los 38 cuerpos. Tiene memorias guardadas ahí.
Yo recuerdo estar parado en la calle polvosa, llena de silencio, mientras las autoridades hacían el show de desenterrar a los muertos. A 800 metros había un hospital al que llevaron a unos balaceados en primavera, pero los asesinos los siguieron y los mataron en Urgencias. También mataron a un compadre en la sala de espera.
“Los narcos”, me explica, “tienen informantes en la DEA y el FBI. Trabajan para los cárteles hasta que ya no sirven. Después los matan”.
Y los que informan a la DEA o al FBI “mueren de mala manera”.
Se explica.
“Los trajeron esposados por la espalda a la casa donde encontraron los 36 cuerpos. Mojaron unas camisetas en gasolina, se las pusieron en la espalda, les prendieron fuego y, después de un rato, se las quitaron. La piel quedó pegada a la ropa. Los dos gritaban como cerdos en el matadero. Les inyectaron algo para que no perdieran la conciencia. Después les pusieron alcohol en los güevos y se los prendieron. Brincaron tan alto… estaban esposados y aún así nunca vi a nadie brincar tan alto”.
Ahora nos descubrimos. Todas las máscaras han caído al piso. Este veterano, el sicario profesional, me está conduciendo a una misión clave que él completó.
“Sus espaldas parecían piel curtida, no sangraban. Les pusieron bolsas de plástico en la cabeza para asfixiarlos y luego los revivían frotándoles alcohol en la nariz”. “Todo lo que nos decían era: ‘Nos veremos en el infierno’ ”.
“La cosa siguió así durante tres días. Apestaban a carne quemada. Trajeron a un doctor para que los mantuviera con vida. Querían que aguantaran otro día más.
Empezaron a cagar sangre. Les metieron un palo de escoba por el culo”.
“Al segundo día llegó alguien que les dijo: ‘Les advertí que esto iba a suceder’ ”.
“ ‘Mátanos’, contestaron”.
“Aguantaron tres días. El doctor tuvo que emplearse a fondo, los inyectaba para que no murieran. Finalmente fallecieron a causa de la tortura”.
“Nunca le pidieron ayuda a Dios. Sólo gritaban: ‘Nos veremos en el infierno’ ”.
“Los enterré bocabajo y les eché cal viva”.
Está excitado. Todo está de regreso.
Puede sentir la pala entre sus manos.
Ahora está tranquilo. Está repasando sus años malignos, dice, sólo para mi beneficio. Agarra los dibujos —el de cómo hacer una ejecución, el plano de la casa—, observa los patrones verdes que ha trazado y lentamente los parte en pequeños cuadritos para que la hoja no pueda ser reconstruida.
Hasta finales de 2006 trabajó para diferentes grupos en todo el país, grupos que, por lo general, se llevaban bien. Había pequeños momentos, como cuando los otros quisieron adueñarse de la plaza de Juárez, en que tenían que ponerlos en cintura. Pero en general su vida transcurría tranquila. Tan tranquila que no necesitaba saber para quién trabajaba.
“Luego, empezamos a recibir órdenes de matarnos entre nosotros”.
Lo secuestran, pero es liberado una hora después. Se molesta, y empieza a pensar en escapar de esa vida. Pero eso no es fácil, ya que si renuncias te matan. Mientras la guerra escala de nivel, comienza a distanciarse de la gente que conoce y con la que trabaja. Trata de diluirse. Hoy, un tercio de la gente que conocía ha muerto —“se volvieron inservibles y los mataron”.
No conoce al jefe, de hecho, ni siquiera está seguro de quién es. Bebe en casa. Las calles son demasiado peligrosas. Llega gente nueva que no conoce. No está a salvo.
Así que huye.
Se confiesa con un amigo. Y el amigo lo traiciona.
En este momento, se detiene. Sabe que cometió un grave error. Violó una regla fundamental: sólo puedes ser traicionado por alguien en quien confías. Sobrevives cuando no confías en nadie. Pero siempre está ese trozo de humanidad en todos nosotros, que nos hace sentir la necesidad de confiar en alguien, de llamarlo “amigo”, de compartirle tus sentimientos. Y esa necesidad es mortal. Es la misma necesidad que él explotó durante años, la que usaba cuando subía gente al carro de policía y les decía que todo iba a salir bien si cooperaban, que pronto regresarían con sus familias si mantenían la calma. Y, por Dios, confiaban en él y atravesaban México, pasaban retenes sin decir una palabra, nunca le contaban a nadie que habían sido secuestrados. Confiaban en él mientras los torturaban en las casas de seguridad. Ayudaban a limpiar la casa, a trapear el vómito y la sangre. Componían canciones. Confiaban en él hasta el instante previo a que los estrangulara.
Así que su amigo lo delata. Lo levantan a las 10 de la noche y esta vez lo sueltan hasta las tres de la mañana.
Algo ha cambiado dentro de él, pero otras cosas permanecen igual. Cuatro hombres lo llevan a una casa de seguridad. Le quitan la ropa y lo dejan en shorts. Lo golpean con bolas de billar.
Pero sabe que son amateurs. Ni siquiera lo esposan y eso le molesta. Mientras lo siguen golpeando, reza, reza, reza. También se ríe porque su incompetencia le horroriza. No lo han vendado y los golpes no lo inutilizan. Mientras los observa, calcula en su mente cómo los va a matar, uno, dos, tres, cuatro, así de fácil.
Y al mismo tiempo le reza a Dios y le pide ayuda para que no los mate, para que pueda terminar con su vida de asesino. Mientras se sienta en el cuarto, bebiendo café y recordando ese momento, su rostro cobra vida. Está encendido. Se acerca al momento de la salvación. Hay quien pretende aceptar a Cristo, dice, pero en ese momento él podía sentirse lleno de Cristo. Podía sentir paz.
Le apuntan con rifles. No puede dejar de reír.
“Tenía miedo”, explica, “porque sabía que tendría que matarlos a todos”.
Dos de los hombres armados se marchan. Otro va al baño. Mira al que se queda con él.
“El tipo me dice: ‘No tengo problemas contigo. Alguna vez me aconsejaste que tuviera cuidado o acabaría muerto. Me hiciste un favor’ ”.
“Y yo le pido a Dios que me ayude porque no quiero matar a esas personas. Y en ese momento lo puedo hacer rápidamente”.
“El tipo voltea y me dice ‘lárgate’ ”.
Abre la puerta y sale corriendo sin zapatos, sin ropa.
Ahora su semblante es severo. Ha llegado hasta aquí, el momento que le ha permitido hacer el recuento de sus secuestros, de las torturas y los asesinatos. Está vendiendo algo y ese algo es Dios. Está creyendo, y lo que cree, basado en su propia experiencia, es que cualquiera puede redimirse. Y que es posible abandonar la organización y sobrevivir.
Mientras cuenta todo esto, sus pensamientos son como un revoltijo. Está hablando de su salvación, pero al mismo tiempo siente cómo lo arrastran sus crímenes. Ser temido lo llena de orgullo. Recuerda cuando empezó en la policía estatal, el asesinato de Oropeza, del doctor, del columnista. Recuerda que los asesinos de Oropeza fueron sus mentores, sus maestros. Recuerda que, después de ese crimen, las autoridades del estado anunciaron una gran investigación para atrapar a los culpables. Y uno de ellos, un compañero de la policía, se quedó en su estación hasta que el ruido y la charada desaparecieron.
Está enfebrecido; está viviendo su pasado.
“La única razón por la que estoy aquí es porque Dios me salvó. Después de todos estos años estoy hablando contigo. Estoy reviviendo cosas que estaban muertas para mí. No quiero ser parte de esta vida. No quiero saber nada. Tienes que escribir esto para que otros sicarios sepan que pueden salirse. Deben saber que Dios los puede ayudar. No son monstruos. Han sido entrenados como las fuerzas especiales del ejército. Pero nunca se dieron cuenta de que en realidad fueron entrenados para servir al diablo”.
“Imagina que tienes 19 años y que puedes mandar llamar un avión. Me gustaba ese poder. Hasta que Dios me habló, nunca pensé que podía salir de esto. Pero aunque Dios me libere seguiré siendo un lobo. Seguiré siendo una persona terrible, pero Dios estará de mi lado”.
Me observa mientras escribo en mi libreta negra.
Su cuerpo parece amenazar sobre la mesa.
Este es el punto en las historias en que todos descubren quiénes son en realidad.
“Revelé algo que nunca debí haber dicho. ¿Acaso eres un médium para hablar con otros? Le recé a Dios preguntándole qué debía hacer. Tú eres la respuesta. Vas a escribir esto porque existe un propósito divino en ello”.
“Dios te ha dado esa misión”.
“Nadie, salvo los que han vivido esta vida, entenderán esta historia. Dios te dirá cómo escribirla”.
Luego nos abrazamos y rezamos. Puedo sentir su mano fuerte sobre mi hombro, buscando el poder del Señor dentro de mí.
Ahora tengo que hacer mi trabajo.
Así que cada quien emprende su camino.
Se mueve por el estacionamiento con facilidad, como en un estado de gracia. El sol brilla, el cielo es tan azul que lastima. La vida se siente bien. Sus ojos se relajan y se ríe. Lo veo memorizar mi placa con un gesto rápido, automático. Me dijo que fue bañado en la sangre del cordero, pero sus ojos siguen siendo los de un lobo.
Charles Bowden. Periodista y escritor. Colaborador habitual de Harper’s, The New York Times Book Review, Esquire y Aperture. Su libro más reciente es Some of the Dead are Still Breathing: Living in the Future.
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