José Antonio Baonza Díaz
Tras el pistoletazo de salida dado oficialmente por el Consejo de Ministros el pasado lunes, se abre uno de los periodos de mayor incertidumbre de la reciente historia de España, dentro de una generalizada crisis mundial.
El futuro nunca está escrito, pero, como en una pesadilla, parece que van concatenándose las peores consecuencias de las políticas gubernamentales con otros acontecimientos que conducen a un desastre de difícil arreglo por mucho tiempo.
No se repetirá bastante hasta qué punto el gobierno saliente ha emponzoñado la vida de los españoles, ha arruinado sus expectativas de prosperidad con sus recetas keynesianas de desenfrenado gasto público e intervencionismo, ha despedazado los escasos resquicios de sometimiento al Derecho que parecían salvaguardados en la Constitución y ha conculcado las libertades individuales. Su irrupción tras la conmoción por los crímenes de lesa humanidad del 11-M, cuyo esclarecimiento impide, no pudo ser casual.
El supuesto partido de la oposición tampoco se queda a la zaga de la culpa en todo este drama. En lugar de forjar un discurso alternativo consistente contra la degradación institucional y la destructiva gestión económica socialista, ha reculado en las ocasiones que planteaba críticas certeras, cuando no se ha prestado a seguir la corriente o al pasteleo más obsceno.
En este sentido, los estertores de esta agonizante legislatura de Rodríguez Zapatero al frente del gobierno muestran a las claras que la casta política española mantiene tratos similares a los clanes mafiosos. No solo el portavoz del Partido Popular en el Senado despidió al presidente del gobierno con unos inmerecidos buenos deseos, confundiendo la buena educación con el compadreo, sino que este partido pergeñó un apaño con el gobierno para aprobar por vía de urgencia una prevaricación legislativa que permitirá a jueces y fiscales que saltaron a la política volver directamente a sus anteriores puestos con efecto retroactivo. Esta medida de recolocación parasitaria, a expensas del contribuyente, privilegiará a diputados, ministros y ex ministros, así como a sus homólogos autonómicos, y anticipa aún más manipulaciones partidistas del poder judicial. Hace años la misma Ley del poder judicial se reformó –se dijo– para evitar casos de saltimbanquis como el juez Garzón. Aquella cínica frase acuñada por el ministro de Justicia (¿?) Bermejo para defender en un momento u otro los trapicheos con la ETA, "cuando lo aconseje la jugada", ha vuelto a desplegarse como auténtica fuerza motriz de la putrefacta política española.
Dentro de este panorama desolador, los españoles han sido llamados a las urnas el próximo 20 de noviembre por una casta política especializada en medrar para sí misma y sus amigos, gracias a la voladura de todos los controles, incluso en las condiciones económicas más penosas para los demás. Su miopía no resulta incompatible con la cruda defensa de los intereses más primarios de sus miembros.
La "gracia" de estirar la legislatura hasta hacer coincidir las elecciones generales con el aniversario de la muerte del anterior dictador impide en cualquier caso que cualquier gobierno presente un presupuesto para 2012 antes de fin de año. Ese presupuesto, dadas las condiciones del sistema, sería el principal instrumento para atajar el desbocado déficit fiscal por la vía de la reducción del gasto, habida cuenta de que la coyuntura internacional convierte en suicida el recurso al endeudamiento por parte de un gobierno que puede verse obligado a suspender pagos en cualquier momento. Todo ello suponiendo que ese gobierno eligiera políticas sensatas. Evidentemente, podría alargar la agonía del Estado del Bienestar, puesta de manifiesto con esta crisis económica, y prestar atención a las recomendaciones del Fondo Monetario Internacional (FMI) de subir los impuestos, al mismo tiempo que se prorrogan los presupuestos vigentes.
Paradójicamente, el mismo sistema democrático imperfecto, diseñado para tomar demasiadas decisiones colectivamente, se presenta como la única oportunidad de derrocar a un gobierno que quiere sucederse a sí mismo, encabezado por otro candidato que juega a ser antisistema cuando es uno de los principales muñidores del mismo. Las actuaciones del Partido Popular y la magnitud de los problemas acumulados hacen pensar, empero, que incluso una derrota sin paliativos de la actual mayoría social nacionalista (con la ETA al fondo) no redundaría por sí misma en una mejora de la situación. Para ello haría falta que el gobierno surgido de una mayoría distinta adoptara una terapia de choque valiente y escapara, despacio pero sin pausa, de la dialéctica política dominante forjada a lo largo de muchos años en los medios de comunicación y el sistema educativo formal. No puede aceptarse que la política gire alrededor de un pacto con una banda de asesinos dispuestos a sacar tajada de poder de sus crímenes y el terror impuesto durante muchos años. Ni que simplezas tan cacareadas por los socialistas de todo pelaje como la "preservación de lo público" o "los derechos sociales" oculten la realidad de lo que significan, que no es otra cosa que el aprovechamiento de la coacción estatal para otorgar ventajas particulares a grupos concretos que se convierten en clientes de la extorsión a los demás. Tampoco que los gobiernos autonómicos pugnen por sustituir la hidra del gobierno central ampliándola e impongan su corrupción aldeana y la arbitrariedad como práctica habitual en sus dominios.
Por el contrario, se trataría de gestionar la transición desde las ruinas de este estado del bienestar, liberticida e inviable, al Estado de derecho y a la economía de mercado. No hay nada malo en que ese estado mínimo adopte, además, una forma simétricamente federal. Y de plantearlo abiertamente. A medio plazo, estos cambios profundos conllevarían reformas constitucionales y de tratados internacionales, pues la positiva interdependencia alcanzada entre los pueblos de la tierra gracias a tímidas liberalizaciones del comercio mundial requiere zafarse del corsé ordenancista que los tiene sometidos a todos. Sería mejor que los encargados de pilotar esas reformas estuvieran convencidos de lo que tienen que hacer, ya que deberían explicarse eficazmente a personas que no han conocido otro sistema y no son conscientes de que la libertad y el bienestar general dependen de su desmantelamiento.
Llegados a este punto, querido lector, pensará que el que suscribe está soñando. Sin embargo, debe pronunciarse con claridad a dónde se quiere llegar para vencer las suspicacias de muchos denostadores del liberalismo y del libre mercado. La gravedad de la situación, en medio de la descomposición del malhadado estado de bienestar en todos los países donde se ha instaurado, exige esta terapia de choque con vagas resonancias de las políticas inconclusas emprendidas en los países del Este tras el derrumbamiento del socialismo soviético. Se trata de que la rapidez en los cambios permita percibir inmediatamente los efectos perseguidos, que son conseguir mayores cotas de libertad y prosperidad general.
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