Juan Ramón Rallo Julián es Director del Observatorio de Coyuntura Económica del Instituto Juan de Mariana (España).
La muerte de Steve Jobs ha conmocionado al mundo entero, y es comprensible. Cuando una persona es la cabeza visible de tantos inventos que han transformado nuestras vidas de una manera tan inmediata y sustancial, es normal que nuestros lamentos transpiren gratitud por el revolucionado presente y melancolía por el futuro que hubiese podido ser y que ya no será.
Más allá de los homenajes y obituarios que individuos mucho más capacitados que yo puedan escribir, a mí la triste muerte del creador de Apple me suscita tres reflexiones sobre nuestro sistema económico y social.
La primera, todo el luto generalizado que estamos viviendo no es un luto por Steve Jobs como persona, sino sobre todo como personalidad: en concreto, como uno de los CEOs más exitosos de nuestra historia reciente (sólo comparable a Roberto Goizueta, Sam Walton, Warren Bufett o Bill Gates). Es curioso cómo nuestras sociedades, incluso aquellos sectores más abiertamente liberticidas, a la hora de la verdad no pueden más que rendirse a los logros de esos grandes empresarios convertidos en precoces multimillonarios que sólo pueden surgir y desarrollar su ingenio en un sistema de propiedad privada y libre competencia como el capitalismo. Jobs es idolatrado por haberse enriquecido masivamente o, lo que es lo mismo, por haber proporcionado a los consumidores bienes que ni siquiera sabían que necesitaban pero que han terminado por convertirse en elementos indispensables en su día a día. Ya lo decía Mises: “Todas las personas, por muy fanáticas que puedan ser en sus diatribas contra el capitalismo, implícitamente le rinden homenaje al clamar apasionadamente por los productos que crea”.
La segunda, Jobs ha convertido a Apple en la compañía más valiosa del mundo, sólo comparable a Exxon Mobile. Su valor en bolsa oscila en torno a 350.000 millones de dólares: más que todas las empresas del Ibex 35 juntas. Es decir, los inversores esperan que Apple genere durante los próximos años más valor para los consumidores que todas las mayores empresas españolas juntas. Sorprende, acaso, que en esta nuestra época, en la que oímos continuas premoniciones sobre el agotamiento inexorable de los recursos naturales o reflexiones sobre que las empresas se enriquecen a costa de explotar al medio ambiente o a los trabajadores, una compañía dedicada al conocimiento y a la innovación, con menos de 47.000 trabajadores (la mitad que Exxon), pugne por ser la compañía con mayor capitalización del mundo. Ya lo dejó sentado Julian Simon: el último recurso, la última fuente de riqueza, es la inteligencia humana; la capacidad de generar planes, modelos de negocio y productos que satisfagan necesidades importantísimas del resto de agentes. De ninguna otra forma puede explicarse que se espere que esos 47.000 empleados de Apple generen más valor que los 1,2 millones de trabajadores que ocupan todas las compañías del Ibex.
Y la tercera, la espectacular evolución bursátil de Apple, asentada sobre la innovación continua y la explosión de las ventas de productos de muy elevada calidad, ilustra la decisiva importancia del ahorro personal para alcanzar una amplia sociedad de propietarios. Desde el regreso de Steve Jobs a Apple, el precio de sus acciones ha pasado de 4 a 375, esto es, se han apreciado un 9.300%. Si en lugar de adquirir productos de Apple, hubiésemos destinado nuestro dinero a volvernos accionistas de la empresa —es decir, en sumarnos al proyecto de Jobs, proporcionándole todavía más recursos económicos—, hoy nuestro patrimonio sería inmenso. Para que nos hagamos una idea: si en 1997, en lugar de adquirir un Apple Powerbook G3 250 por 5.700 dólares hubiésemos invertido en acciones de Apple, hoy tendríamos un patrimonio de 535.000 dólares. Tal vez algunos piensen que, en tal caso, Apple habría vendido menos productos, hubiese dispuesto de menos ingresos y no hubiera sido capaz de innovar tanto. Pero es al revés: Apple, y empresas como Apple, podrían haberse capitalizado mucho más, habrían dispuesto de trabajadores mucho mejor formados y habrían invertido a mucho más largo plazo, proporcionándonos innovaciones aún más increíbles.
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