La ejecución de un potencialmente inocente Troy Davis la semana pasada horrorizó justificadamente a muchos en los Estados Unidos y alrededor del mundo. La mayoría de los testigos no policiales se han retractado o contradicho de su testimonio de que mató a un oficial de policía fuera de servicio; alegaron que habían sido presionados o coaccionados por la policía para incriminar a Davis. El caso ha dado lugar a importantes interrogantes acerca de si el Estado debería ser competente para matar a sus propios ciudadanos, sin importar de qué crimen atroz se encuentren acusados de haber cometido. No obstante, al menos Troy Davis recibió el debido proceso (aunque imperfecto), tal como exige la Quinta Enmienda a la Constitución, antes de ser ejecutado.
Por el contrario, no ha habido ningún escándalo similar porque Anwar al-Awlaki, también un ciudadano de los EE.UU., haya sido colocado en una lista de personas a ser asesinadas por el gobierno estadounidense sin un debido proceso.
Eso se debe a que la palabra “terrorista” ha sido aplicada a al-Awlaki, lo que significa que la histeria reina a expensas de cualquier debido proceso constitucional. La Quinta Enmienda garantiza que una persona (usted ni siquiera tiene que ser ciudadano de los EE.UU. para recibir esta protección) no puede ser “privada de su vida, su libertad o sus bienes sin el debido procedimiento legal”. Por supuesto, los partidarios de una “guerra contra el terror” sostienen que en las guerras, el gobierno no somete a juicio a todos los soldados enemigos ante un tribunal de justicia antes de intentar matarlos. Sin embargo, dado que ninguna guerra ha sido declarada, ni siquiera contra los autores de los ataques del “11 de septiembre”, esa excusa no debería aplicarse.
Los defensores de la “guerra contra el terror” sostendrán entonces que eso es tan sólo un tecnicismo, porque el Congreso aprobó una resolución autorizando la acción militar contra los perpetradores de los ataques del 11/09 y aquellos que los cobijaron. Pero a pesar de que al-Awlaki puede ser parte de la agrupación al-Qaeda en la Península Arábiga (una franquicia del grupo principal de al-Qaeda), ha pedido públicamente el asesinato de estadounidenses, e incluso puede estar vinculado a ciertos ataques terroristas específicos en los Estados Unidos, no ha sido aseverado por funcionarios de la administración Obama que planeó, autorizó, cometió o de alguna manera asistió a los ataques del 11/09 o albergó a quienes los perpetraron. Por lo tanto, el hecho de matarlo no está autorizado por la resolución del Congreso.
Su caso meramente pone de relieve el hecho de que la administración tiene criterios secretos para incluir a individuos, incluidos los ciudadanos de los EE.UU., en una lista de personas a las que se pretende eliminar. Por lo tanto, al-Awlaki ni siquiera hubiese sido informado de la forma en que entró en conflicto con el gobierno de los EE.UU. antes de ser aniquilado. ¿Pero por qué los estadounidenses deberían preocuparse por los derechos de un tipo que odia a los Estados Unidos y puede incluso ser un terrorista? Porque si un presidente estadounidense puede declarar que cualquiera en cualquier lugar, incluidos los ciudadanos de los EE.UU., es un peligro para la seguridad nacional y matarlo sin el debido proceso o la supervisión de los otros poderes del gobierno, los derechos de todos los estadounidenses (y de otras personas) están en peligro.
Incluso el juez de distrito que desestimó una demanda incoada por el padre de Anwar, Nasser al-Awlaki, quien trató de argumentar en contra de la autoridad irrestricta de la administración Obama para matar a cualquier estadounidense sin el debido proceso, se preguntó por qué la administración requirió de una orden de un juez para someter a un ciudadano estadounidense en el extranjero a una vigilancia electrónica, pero no para designar al mismo ciudadano como objetivo a ser eliminado. El juez rechazó la demanda porque sostuvo que los tribunales no eran competentes para tomar decisiones relativas a la “composición, entrenamiento, equipamiento, y control de una fuerza militar” y que estas cuestiones deberían ser dejadas en manos de los poderes del gobierno que se encuentran periódicamente sometidas a la rendición de cuentas electoral.
Tal vez sea así, pero esa no es la cuestión. La cuestión es si el Congreso aprobó una guerra contra al-Qaeda en la Península Arábiga o al Awlaki. No lo ha hecho. Por lo tanto, al-Awlaki debió ser tratado como un presunto delincuente y habérsele concedido el derecho a un debido proceso de conformidad con la Constitución. Los tribunales tienen claramente el derecho de pronunciarse sobre este asunto. Deberían prohibir a la administración tener una lista secreta de personas a matar y obligarla a llevar a los sospechados de ser terroristas a juicio.
Aunque la pena de muerte en el país probablemente sea constitucional (la Quinta Enmienda habla de delitos “capitales”), el hecho de que desde mediados de la década de 1970, 138 presos condenados a muerte fueron posteriormente exonerados plantea cuestiones importantes acerca de la capacidad del gobierno para imponer de manera competente y justa el castigo más severo. Dado el irregular historial del gobierno en la identificación de los asesinos, ¿podemos estar seguros de que nuestro presidente puede de manera competente identificar a los terroristas y matarlos—violando al mismo tiempo los requisitos constitucionales del debido proceso y los pesos y contrapesos de las otras ramas del gobierno? Dado que muchos de los prisioneros en Guantánamo no fueron culpables de delito alguno, y mucho menos de terrorismo, la respuesta a la última pregunta es un rotundo “no”. Por lo tanto, dejar que el presidente identifique a los terroristas, utilizando criterios secretos, y los aniquile es peligroso para la República.
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