NUEVA YORK.– Muchos dirán que el Cnel. Muammar el Gadafi recibió su merecido. Quien a hierro mata, a hierro muere.
El tirano libio alegremente permitió que sus oponentes, o quienes lo molestasen, fueran torturados o asesinados. Así que parece justo que haya muerto con violencia sumaria. Luego de ser acorralado en un sucio desagüe, fue exhibido como un trofeo sangriento antes de que una banda de linchadores lo golpease duramente y le disparase. Y sucedió en su ciudad natal, Sirte. Esta es ciertamente una justicia primitiva, pero, ¿de qué otra forma se puede hacer justicia con un asesino de masas?
Sin embargo, hay algo profundamente perturbador en un linchamiento, sin importar la víctima. Incluso mientras las multitudes vitoreaban en Sirte y Trípoli, regocijándose por la muerte del déspota, otros expresaban sus dudas sobre su humillante final. El intelectual público francés, Bernard-Henri Lévy, quien había impulsado la revolución libia con una fuerte dosis de narcisista sentido de la teatralidad, escribió que el linchamiento de Gadafi «contaminó la moralidad esencial» de la rebelión del pueblo.
Se puede disentir con esta descripción. Como en todas las revoluciones violentas, la moralidad de los oponentes al dictador nunca fue completamente intachable. Los rebeldes, quienes redujeron a escombros el sitio donde Gadafi nació, en algunos casos fueron tan despiadadamente brutales como aquellos contra quienes luchaban.
Pero algo más está equivocado en la crítica de Lévy. Hablar de contaminación de la moralidad es no entender el significado de la cuestión. El problema de la justicia dura, en forma de venganza, no es su inmoralidad. Muchos de nosotros podemos percibir el atractivo del principio del Viejo Testamento, «ojo por ojo, diente por diente». Queremos que quienes hacen sufrir a otros sufran también, preferiblemente en igual medida. La justicia casi siempre contiene un elemento de venganza.
El problema de la venganza, sin embargo, es que provoca venganzas mayores, pone en marcha un ciclo de violencia y contraviolencia: la cultura de la vendetta. Y la vendetta, por definición, no es inmoral, ni siquiera injusta, es ilegal. Prospera en sociedades que no se rigen por leyes que aplican a todos por igual, o incluso en aquellas sin leyes formales en absoluto. Los códigos de honor no son el imperio de la ley. Si bien el imperio de la ley no satisface necesariamente el sentido de justicia de todos, sí frena el ciclo de castigos violentos.
Los antiguos griegos lo entendían bien. La mejor obra teatral sobre la tensión entre la ley y la justicia es Las Euménides, de Esquilo, la historia de asesinato y venganza en la que las Furias representaban a la justicia. Llevaban a la gente a vengar terribles delitos, diciendo: «Afirmamos representar a la verdadera justicia… Vengadoras de sangre, siempre a la caza, los perseguimos hasta el final». Así que las Furias ayudaron a Orestes a descargar la venganza sobre su madre, Clitemnestra, por asesinar a su padre, Agamenón. Orestes la mata, continuando el ciclo de violencia.
Atenea, la diosa de la sabiduría y patrona de Atenas, decide que solo un juicio justo, con un jurado de doce hombres, puede pacificar a las Furias y recuperar la paz. Pero los juicios rara vez son perfectos. En este caso, el jurado se divide en partes iguales, obligando a Atenea a dar el veredicto, que es absolver a Orestes. Esto puede no haber servido a la justicia dura exigida por las Furias, pero estableció el imperio de la ley, que civilizó Atenas.
Por cierto, la democracia ateniense no se parecía mucho a nuestras democracias modernas, ni la antigua Atenas se asemejaba a la Trípoli de hoy. Incluso así, Las Euménides deja una importante lección que mantiene su validez al día de hoy: la violencia no encuentra fin sin el límite de la ley. Las revoluciones nacidas en derramamientos de sangre generalmente crean más mala sangre. Esto era cierto hace 2500 años y lo es hoy.
Pocas personas han entendido esto mejor que el activista democrático y pensador polaco Adam Michnik, uno de los héroes que en 1980 ayudó a terminar con la dictadura comunista en su país. Mientras que otros polacos exigían una vengativa y dura justicia contra los gobernantes comunistas y sus cómplices, Michnik abogó por la negociación, el compromiso y la reconciliación, incluso con los antiguos opresores.
Michnik admite que todas las revoluciones son incompletas, en el sentido de que no todos los culpables son castigados ni todos los virtuosos son recompensados. Pero, comenta, ese resultado implicaría más violencia: «La compensación por los daños sufridos trae siempre nuevos daños, a menudo más crueles que los iniciales».
Por esto el linchamiento de Gadafi es un peligroso augurio para Libia. Hubiese sido mucho mejor que lo entregasen con vida para ser juzgado en un tribunal. Un juicio penal en Libia tal vez hubiese sido difícil. Una dictadura de 42 años no provee precisamente tierra fértil al aprendizaje y la experiencia necesarios para crear una corte imparcial. Y es probablemente imposible para las víctimas de un dictador juzgarlo sin prejuicios. Por eso, precisamente, se estableció la Corte Penal Internacional en La Haya.
Llevar a juicio a Gadafi probablemente no hubiera satisfecho todos los sentimientos de injusticia de los libios, pero pudo haber ayudado a infundirles un mayor respeto por la ley. Tal vez un juicio del hijo de Gadafi, Saíf al Islam, tenga este efecto. De ser así, un juicio en La Haya sería el mejor servicio que pueda prestar a su país.
Ian Buruma es profesor de Democracia y Derechos Humanos en Bard College, y autor de Taming the Gods: Religion and Democracy on Three Continents [Domesticar a los dioses: religión y democracia en tres continentes].
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