Si se le pidiera hoy en día a un transeœnte en París, Boston, Tokio o Lagos citar a un colombiano conocido, es probable que pensaría en Pablo Escobar antes que en el premio Nobel Gabriel García Márquez. Esta repentina notoriedad mundial de los comerciantes latinoamericanos de sustancias psicotropas° ilegales, de las “mafias” del “narcotráfico”, es en gran parte el resultado de los importantes cambios políticos y económicos que han sucedido en América Latina durante los œltimos veinte años.
El impacto ha sido tan fuerte que a partir de los años 80, el folklore, incluso la mitología, de numerosos países latinoamericanos, ha visto aparecer brutalmente a un nuevo personaje: el narcotraficante, al que se le adjudican ya sea vicios, ya sea virtudes, dependiendo de los puntos de vista. El término ha sido adoptado incluso en México, a pesar de que su referente empírico, a quien se llamaba gomero o mariguano, data de principios de siglo, es decir más de cincuenta años antes del nacimiento de los ahora famosos “carteles” colombianos. Aunque es cierto que antes de la Revolución mexicana su fama no llegaba mucho más allá de las sierras del norte del país. El narcotraficante contemporáneo, siempre designado en masculino aunque algunas mujeres entraron en la leyenda (cf. infra), se impuso con tanta violencia desde hace alrededor de veinte años en el escenario político, económico y social latinoamericano que se debió abreviar el nombre que lo describe. La necesidad de escribir y pronunciarlo constantemente lo había hecho aparecer demasiado largo. Se convirtió en el “narco”. Se conservó el prefijo que se sustantivó, por cierto, muchas veces de modo abusivo. Es probable que este neologismo sea en realidad un anglicismo que se impuso en la lengua española, mientras que en el terreno latinoamericano, el gobierno federal de los Estados Unidos imponía su modelo de “guerra contra las drogas”. En tanto prefijo substantivado, el “narco” latinoamericano debe su existencia en buena medida al hábito que tomaron los estadounidenses de designar incorrectamente con el nombre de “narcóticos” todas las sustancias psicotropas ilegales, aunque éstas no sean somníferas sino estimulantes, como la cocaína. Este alcaloide, extracto de la hoja de coca, cultivada en la región andina desde hace varios cientos de años, es el que más ha contribuido a la vulgarización del término de “narco”.
Para muchos latinoamericanos el traficante de drogas se convirtió en un símbolo de éxito, el compatriota que burla a los “gringos”. Que dice haber dado a los estadounidenses “una sopa de su propio chocolate”, y se presenta como uno de esos empresarios exitosos de las telenovelas estadounidenses, una especie de J. R. Ewing latino[1]. El encarna la revancha de América Latina y adquiere la estatura de héroe popular, sobre todo porque sabe cómo ganarse la lealtad de sus conciudadanos al mandar construir escuelas, viviendas, distribuyendo regalos y favores, etc. Por lo tanto, incluso si purga una condena en la cárcel o si es perseguido por la policía, se puede convertir en una leyenda viva y un modelo del cual hay que imitar el código de honor, la valentía y la virilidad[2]. De esta manera, en el Norte de México varios grupos de mœsica ranchera como “Los Tigres del Norte” o los “Tucanes de Tijuana” han hecho fortuna cantando loas de los grandes traficantes locales[3]. Los “narcocorridos”, como se llama a este género musical derivado de los corridos que antes se dedicaban a los héroes de la Revolución mexicana, son apreciados hasta en Colombia donde, tanto como en México y en el sur y oeste de Estados Unidos, tienen gran éxito radiofónico y discográfico. El narcocorrido más conocido es sin duda “Contrabando y Traición”, que narra la historia trágica de Camelia la Texana, contrabandista de mariguana entre Tijuana y Los çngeles, y asesina por amor.
Por muchas razones, es a los Estados Unidos que el narco latinoamericano de carne y hueso debe su éxito económico y su legitimidad social en los países al sur del Río Bravo. A pesar del importante auge del consumo de sustancias ilícitas en el resto del mundo, América latina incluida, desde principios de los años 90, los Estados Unidos siguen siendo el mercado nacional de consumo de drogas más grande del mundo, y por consiguiente el blanco principal del “narcoexportador” latino. Es el país donde se vende la mayor parte de su “gallo” (mariguana), su “perico” (cocaína) y su “chiva” (heroína)[4]. También es de los Estados Unidos de donde provienen la mayoría de las armas que el narco usa indiscriminadamente, y los bienes de consumo que alimentan su muy ostentador modo de vida.
Pero más allá del imaginario popular, la legitimidad de la que goza el narcotraficante en su medio no es solamente del tipo que puede comprarse con su “plata” o extorsionar con su “plomo”, estos dos “metales” estando entre los más famosos argumentos de persuasión del ya citado “Robin Hood paisa°”, es decir Pablo Escobar, alias “Don Pablo” o “El Patrón”. La legitimidad del narco también implica aspectos más políticos. Tal como lo hicieron Escobar (muerto en 1993) y su “cártel°” de Medellín, o el capo mexicano Amado Carrillo Fuentes (oficialmente muerto en 1997) y su “cártel” de Ciudad Juárez, el narco latino sabe promover sus intereses y defender su impunidad al tocar una cuerda sensible de la opinión pœblica latinoamericana: el nacionalismo antiestadounidense. Se declara nacionalista porque se opone a la injerencia americana que viola la soberanía nacional de su país. Los estadounidenses replican, no sin razón, que esta postura ideológica, que ellos califican de “narconacionalismo”, se debe sobre todo al temor que los traficantes tienen de ser extraditados e ir a dar con sus huesos en una prisión de los Estados Unidos.
El racismo que ha permeado la aplicación de las leyes antidrogas estadounidenses desde que fueron creadas en el œltimo cuarto del siglo pasado y hasta el día de hoy, participa también, así fuera de manera indirecta, en el proceso de legitimación de los narcos en América Latina. En efecto, en comparación con su peso demográfico en la población total de Estados Unidos de alrededor de 300 millones, son pocos los estadounidenses blancos y protestantes de origen anglosajón, los “WASP”, como se les designa en inglés, condenados a penas de prisión por delitos relacionados con las drogas. Al contrario, los estadounidenses negros y los de origen latinoamericano constituyen cerca del 60% de los presos por este tipo de delitos. Las leyes antidrogas aplicadas en los Estados Unidos desde mediados de los ochenta, y que el gobierno federal intenta generalizar al mundo entero empezando por América Latina, han transformado ese país en uno de los primeros en el mundo por el nœmero de presos, tanto en términos absolutos que relativamente al total de sus habitantes. De acuerdo con las cifras publicadas por el gobierno de Bill Clinton, había un millón seiscientos mil presos en las cárceles estadounidenses a finales de 1998. Así pues, hoy en día en los Estados Unidos, hay más hombres jóvenes negros sometidos a una u otra forma de control judicial por delitos relacionados a las drogas, que varones negros estudiando en las universidades del país. Ni el antiguo gobierno racista de la Sudáfrica del apartheid había logrado alcanzar las abrumadoras cifras carcelarias estadounidenses.
En estas condiciones, y dados los graves problemas económicos que azotan América Latina, así cómo el tradicional “antigringuismo” de sus habitantes, no le es difícil al narco convencer a los latinoamericanos que, después de todo, él no hace más que ganarse peligrosamente la vida burlando a los agentes de un gobierno opresivo.
Pero este conflicto, en apariencia irremediable, no impide las alianzas tácticas, o incluso estratégicas, entre narcos latinos y “justicieros” estadounidenses, cuando ambos encuentran intereses comunes. Ese fue el caso durante la guerra en Nicaragua cuando, con el apoyo de la CIA, los guerrilleros de la Contra, que confrontaban al gobierno sandinista, financiaron una parte de su lucha con el tráfico de cocaína[5].
Desde un punto de vista global, se puede decir que el comercio de la droga genera riqueza, mientras que las políticas neoliberales aplicadas por la mayor parte de los gobiernos latinoamericanos desde la crisis de la deuda en los años 80, bajo la presión del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Mundial (BM), han extendido la pobreza al concentrar la riqueza en las manos de pequeños grupos oligárquicos. Sin embargo, hay que matizar esta oposición entre un narcotráfico pródigo y un neoliberalismo empobrecedor. Ya que si una parte del narcomaná permite a ciertos sectores, sobre todo rurales, salvarse de la completa indigencia, la mayor parte se queda concentrada entre las manos de los “capos” del narcotráfico, las de sus socios en el comercio legal y la banca, y las de sus protectores políticos (cf. infra). A nivel macroeconómico, una vez que el lavado de dinero° en Estados Unidos, América Latina, Europa o en los paraísos fiscales les han dado una fachada de respetabilidad, los narcodólares irrigan el sistema financiero internacional, participan al pago de la deuda y, por lo tanto, se insertan en la lógica del neoliberalismo.
Como todos los hombres de negocios que se respetan, los narcos han sabido tender lazos con las clases políticas, sobre todo mediante la financiación de campañas electorales e insertándose en las redes clientelistas que definen el juego político de muchos países latinoamericanos. Redes que, justamente, sufrían la amenaza de agotarse, ya que una gran parte de los recursos generados en América Latina se dirigía (y se sigue dirigiendo) hacia el norte, para pagar los préstamos. En algunos países, los narcos se volvieron políticos, y en otros, son los políticos los que se volvieron narcos. A tal punto, que muchas veces ya no se sabe muy bien quién es quien. Por ejemplo, en México, donde se está dando un proceso de democratización y se aproxima la elección presidencial del año 2000, se habla actualmente de “narcosistema”, de “narcopolíticos” y de “narcodemocracia”.
En América Latina, seguido se trata de los mismos políticos quienes, al mismo tiempo que denuncian el intervencionismo estadounidense y la corrupción de los gobiernos que los han precedido, utilizan los narcodólares para lograr ser electos y, una vez en el poder, aplican las recetas neoliberales del FMI y las políticas represivas y perfectamente ineficaces de la lucha contra “la droga” impuestas mediante la “narcodiplomacia°” de Washington... Tenemos aquí un “cocktail” explosivo cuyos dos ingredientes principales son las políticas económicas, que concentran la riqueza y extienden la pobreza, y medidas de tipo judicial, que reprimen violentamente la criminalidad que la pobreza genera... pero sin nunca acabar con ella. El resultado es el crecimiento de la violencia que, al instalarse en la vida cotidiana, mantiene a las grandes ciudades latinoamericanas, ya de por si caóticas, y vastas regiones del campo, en un constante clima de terror y desconfianza.
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