Por Horacio Vázquez-Rial
Ideas - Libertad Digital, Madrid
No le he ahorrado críticas a Mariano Rajoy en los últimos años. Sobre todo, por su falta de carisma y por su escasa claridad de programa. Tenía yo la impresión de que el hombre sólo esperaba que la breva madura cayera del árbol socialista. Y debe de haber sido así, porque la breva ha caído, él la ha recogido en el aire y está disfrutando de ella. Compartiéndola con todos, por asombroso que parezca a la mayoría, poco habituada a gestos políticos tan generosos.
El caso es que, críticas mías a un lado, Rajoy lo hizo de tal modo que ha ganado finalmente las elecciones. Y que a mí me alegra mucho que sea así. El carisma suele ser útil para las campañas y para las situaciones comprometidas, pero no es para nada imprescindible a la hora de gobernar. Y menos aún si la hora es la actual, en la que todo hace pensar en la ruina, ya no de España, sino de Europa. Para este momento, mejor un hombre tranquilo. Y con tres o cuatro cosas claras. Por ejemplo, que Europa está al borde del colapso y que España, en tal situación, no puede ser parte del problema, sino de la solución. ¿Podemos? Probablemente sí. La nuestra es la cuarta economía de la UE, pero la tercera ya ha sido rescatada y nosotros seguimos aquí.
¿Puede hacerlo el Partido Popular solo? Probablemente sí, aunque sería mejor que tuviera la compañía de todos (o de casi todos, porque algunos son insalvables), en especial de los socialistas, de lo que quede de sensato y con sentido del futuro en el socialismo español. Por eso Rajoy no salió a dar saltos en el balcón de Génova ni a celebrar la derrota de los otros; ni siquiera se dirigió en primer término a sus votantes, a la multitud reunida frente a la sede del partido. Habló a los españoles. Habló para todos, convocó a todos, porque va a ser necesario un esfuerzo conjunto. Eso es lo que tiene que hacer un presidente. No sólo el que sabe que tiene poco margen de error, como es el caso, sino cualquier presidente que no anteponga el interés propio al general.
A Rajoy no le hace falta decir que el poder no lo va a cambiar. El poder no es algo nuevo para él.
Sí lo era para Zapatero, y de manera ostensible. Probablemente ésa haya sido su mayor rémora en estos siete años. Parafraseando a Alberti, Zapatero era un tonto y lo que vio en Moncloa lo hizo dos tontos: el poder no lo cambió, lo acentuó. Que es lo que hacen el poder, los años, el alcohol y algunos estupefacientes: acentuar lo más profundo de cada uno; por lo general, lo peor.
No sólo el poder no va a cambiar a Rajoy, sino que va a mejorar su estilo: va, finalmente, a impregnar de carisma su lentitud, sus silencios, sus discursos serios y nada solemnes, el primero de los cuales ha sido el del primer día, desde el PP pero no para el PP, a su gente, pero a todos los demás en primer lugar.
El PSOE y Zapatero se retratan una vez más con sus reticencias a dejar el gobierno. No importa. Rajoy habló a los españoles y a su partido, en paralelo, sabiendo que ese discurso es de destino amplio. Lo mismo hace en lo demás: manda a Soraya a hacer traspasos, pero él ya está gobernando.
Tener razón es una de las mayores fuentes de placer en la vida. Pero muchas veces uno está encantado de haberse equivocado. Yo con Rajoy, por ejemplo.
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