Es obvio que la Eurozona se encuentra en una situación de extrema gravedad. Se ha llegado a este punto tanto por la propia naturaleza de la unión monetaria como por la incompetencia con la que los líderes de la Unión Europea (UE) han gestionado la crisis desde sus comienzos.
A finales de los años ochenta y primeros noventa del siglo pasado, los denominados euroescépticos criticaban la creación de una moneda única para países con estructuras económicas muy diferentes, con una baja movilidad inter estatal del factor trabajo, con comportamientos cíclicos asimétricos y sin una política fiscal común para amortiguar los shocks a los que tuviesen que hacer frente sus miembros. En consecuencia, un área monetaria de esa naturaleza estaba condenada a sufrir severas convulsiones y/o a estallar cuando se enfrentase a una perturbación sistémica. Al margen de los episodios concretos que ilustran la crisis de la Eurozona es fundamental entender la lógica subyacente a ella. No hacerlo es la causa básica del actual estado de cosas.
Al entrar en la Unión Económica Monetaria (UEM), los países de la periferia se beneficiaron de un fuerte descenso de los tipos de interés. Esto indujo un excesivo endeudamiento del sector privado y una inflación de activos, las famosas burbujas, insostenibles cuando el entorno monetario-financiero se modificase. Cuando eso sucedió en el verano de 2007, el edificio se cayó como un castillo de naipes. El pinchazo de las burbujas contaminó el sistema bancario y a la economía real cuyos problemas se acentuaron cuando al sobreendeudamiento del sector privado se unió el del público en un desesperado intento de superar la recesión a base de gasto y déficit público. Con la economía en caída libre primero y estancada después, la capacidad de pago de los Estados altamente endeudados y de sus sistemas bancarios comenzó a ponerse en cuestión. Al mismo tiempo, la pérdida de competitividad acumulada durante los años del boom hacía imposible que el sector exterior compensase el hundimiento de la demanda interna. Eso encendió la mecha de la tragedia griega y de ahí se ha extendido al resto de la Eurozona.
El incumplimiento de los tres mandamientos de una unión monetaria (disciplina fiscal, mercados flexibles y costes competitivos) es la causa de las dificultades de la periferia. Con ella desapareció el único mecanismo de ajuste inmediato que hubiese forzado a corregir esos desequilibrios: Una crisis de la balanza de pagos por cuenta corriente y una devaluación del tipo de cambio. La famosa restricción exterior acaba con las expansiones insostenibles en un régimen de cambios flotantes. Esto es imposible en un área monetaria común y, en consecuencia, no existe otro sistema para “prevenir” las crisis que la disposición de los gobiernos a no cometer errores ni en las fases altas del ciclo ni en las bajas. Hacer reposar la estabilidad del sistema en la voluntad de los políticos es una frágil garantía. En ausencia de esquemas de prevención de impidan cometer excesos, estos se acumulan y cuando se desbordan se produce el diluvio.
Los países no pueden devaluar su moneda para restaurar sus posiciones competitivas y crecer. Sin crecimiento, los ajustes fiscales son muy difíciles de aplicar y las reformas estructurales tardan tiempo en surtir efecto. En este contexto, los mercados comienzan a dudar de la capacidad de pago del sector público, del privado y del financiero y el circuito del crédito desaparece. Esto conduce a un desapalancamiento masivo que genera caídas muy intensas en los precios de los activos que no generan los ingresos suficientes para que los bancos, las empresas, las familias y, en última instancia el Estado, hagan frente a su endeudamiento. El resultado es una dinámica deuda-deflación que conduce a una profunda y larga recesión. Al borde de esta situación se encuentra Europa en estos momentos.
¿Qué hacer? Como la situación es desesperada sólo cabe adoptar medidas “desesperadas”. Ante el evidente fracaso de las diferentes medidas arbitradas a escala europea para frenar la crisis sólo existe un camino, que el Banco Central Europeo ponga en marcha una masiva inyección de liquidez para evitar la suspensión de pagos de los países periféricos y la quiebra de la banca del Viejo Continente. El BCE es la única institución que tiene recursos ilimitados, la “máquina de imprimir billetes” para impedir que la UE entre se “japonice”, esto es, que se adentre en un proceso de estancamiento-recesión durante una década o, peor, que se introduzca por la senda de una depresión. Es la “desagradable aritmética monetarista” dibujada por el reciente Premio Nobel, Thomas Sargent y su colega Neil Wallace en un célebre artículo de los años setenta del siglo pasado.
¿Ha sido el euro una mala idea? Si todos los Estados del Club fuesen virtuosos y cumpliesen los tres mandamientos señalados en este artículo, la unión monetaria no hubiese tenido problemas pero si la virtud fuese el comportamiento habitual de los gobiernos, el euro no sería necesario. En este contexto, si hay que juzgar el éxito de la unión monetaria por su capacidad de imponer a sus miembros una estricta disciplina macro y microeconómica, el resultado está a la vista.
* El autor es presidente de Freemarket International Consulting en Madrid, España y académico asociado del Cato Institute.
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