El presidente colombiano, Juan Manuel Santos, se dirige a los soldados en la base de Popayán tras la muerte del líder guerrillero Alfonso Cano.
Martin Santivañez Vivanco
Los terroristas latinoamericanos del último siglo han empleado el disfraz de guerrilleros románticos que luchan en nombre de la libertad mientras se alzan en armas y amenazan al Estado, ansiosos de reemplazar débiles y corruptas democracias por sendas utopías ácratas. Así, durante décadas, protegidos por un manto de pureza ideológica, los terroristas latinoamericanos buscaron legitimar el derramamiento de sangre empleando el viejo concepto de “cuota” maoísta. Para el terrorista, algunas personas –en realidad, muchas– han de morir en aras de la redención popular. Arnold Toynbee interpretó de forma magistral la raíz mesiánica de los radicalismos marxistas, escatologías de poder que llevadas a la práctica generan muerte, destrucción y subdesarrollo. Pero el voluntarismo político, por más que se revista de solidaridad y “opción por los pobres”, cuando asesina, cambia de nombre, transformándose en terrorismo puro y duro, irracional, carente de sentido, un conato de revolución sin poesía, sin progreso y sin gloria.
Por eso, es bueno aclarar que Guillermo León Sáenz Vargas, alias Alfonso Cano, más que el “ideólogo” o el “filósofo” de las FARC, era un terrorista convicto y confeso. Un hombre que antepuso las armas al diálogo, despreciando las formas democráticas y sepultando cualquier atisbo de racionalidad bajo el prurito maniqueo de la lucha de clases. También fue, todo hay que decirlo, un estratega modesto incapaz de contener la ofensiva que el Estado colombiano mantiene de manera implacable sobre la guerrilla. No nos engañemos. A pesar de las muertes de Manuel Marulanda (Tirofijo), Raúl Reyes, el Mono Jojoy y el propio Cano, las FARC no tienen intención de rendirse y lucharán hasta el final. El presidente Juan Manuel Santos hace bien en tenderles la mano, pero la guerrilla sólo negociará cuando esté al borde de la extinción. Santos lo sabe. Es consciente de las lecciones del Caguán. El appeasement de Pastrana fracasó en toda regla, aunque sirvió para reorganizar a las fuerzas armadas. Roto el equilibrio estratégico, a la Casa de Nariño sólo le queda avanzar sin cerrar las puertas al diálogo. Colombia ha soportado durante demasiado tiempo el doble discurso de las FARC, un grupo acostumbrado a predicar anatemas morales mientras convive con el narcotráfico en extraña simbiosis de amor y sordidez.
A pesar de la muerte de Cano, las instituciones colombianas continúan amenazadas y el desarrollo del país se ralentiza por la acción del trío perverso del narcotráfico, los paramilitares y las FARC, espadas de Damocles preparadas para una guerra de baja intensidad durante mucho tiempo. La democracia, sin dejar de perseguir al terrorismo, también debe combatir a los paramilitares y someter a los narcotraficantes, porque todos estos actores, usurpando el poder del gobierno o en abierta connivencia con sectores corruptos del Estado, se dedican a crear zozobra, radicalizando el resentimiento y perennizando la anomia. Santos tiene razón. El terrorismo sólo tiene dos destinos: la cárcel o el cementerio. Lo mismo vale para los paramilitares y el narcotráfico.
La democracia liberal se funda en un Estado de Derecho coherente que monopoliza el uso de la fuerza. El terrorismo debe comprender, tras décadas de oscuro aprendizaje y cainismo estéril, que Colombia no se va a rendir al ucase abusivo de las balas y que la violencia no es, en absoluto, la partera de la historia, como el barbudo de Tréveris nos quiso hacer creer. La paz es posible en democracia. Una paz, por supuesto, que combata con la ley y la política el caldo de cultivo que originó tantos males. Es preciso luchar contra la desigualdad social, la miseria extrema, el elitismo ausentista y la indiferencia dolosa, viejos vicios latinos que debemos encauzar. Sí, hay que luchar, pero sin mancharnos las manos de sangre, conscientes del gran reto que, en democracia, tenemos que enfrentar.
Investigador del Navarra Center for International Development de la Universidad de Navarra.
Por eso, es bueno aclarar que Guillermo León Sáenz Vargas, alias Alfonso Cano, más que el “ideólogo” o el “filósofo” de las FARC, era un terrorista convicto y confeso. Un hombre que antepuso las armas al diálogo, despreciando las formas democráticas y sepultando cualquier atisbo de racionalidad bajo el prurito maniqueo de la lucha de clases. También fue, todo hay que decirlo, un estratega modesto incapaz de contener la ofensiva que el Estado colombiano mantiene de manera implacable sobre la guerrilla. No nos engañemos. A pesar de las muertes de Manuel Marulanda (Tirofijo), Raúl Reyes, el Mono Jojoy y el propio Cano, las FARC no tienen intención de rendirse y lucharán hasta el final. El presidente Juan Manuel Santos hace bien en tenderles la mano, pero la guerrilla sólo negociará cuando esté al borde de la extinción. Santos lo sabe. Es consciente de las lecciones del Caguán. El appeasement de Pastrana fracasó en toda regla, aunque sirvió para reorganizar a las fuerzas armadas. Roto el equilibrio estratégico, a la Casa de Nariño sólo le queda avanzar sin cerrar las puertas al diálogo. Colombia ha soportado durante demasiado tiempo el doble discurso de las FARC, un grupo acostumbrado a predicar anatemas morales mientras convive con el narcotráfico en extraña simbiosis de amor y sordidez.
A pesar de la muerte de Cano, las instituciones colombianas continúan amenazadas y el desarrollo del país se ralentiza por la acción del trío perverso del narcotráfico, los paramilitares y las FARC, espadas de Damocles preparadas para una guerra de baja intensidad durante mucho tiempo. La democracia, sin dejar de perseguir al terrorismo, también debe combatir a los paramilitares y someter a los narcotraficantes, porque todos estos actores, usurpando el poder del gobierno o en abierta connivencia con sectores corruptos del Estado, se dedican a crear zozobra, radicalizando el resentimiento y perennizando la anomia. Santos tiene razón. El terrorismo sólo tiene dos destinos: la cárcel o el cementerio. Lo mismo vale para los paramilitares y el narcotráfico.
La democracia liberal se funda en un Estado de Derecho coherente que monopoliza el uso de la fuerza. El terrorismo debe comprender, tras décadas de oscuro aprendizaje y cainismo estéril, que Colombia no se va a rendir al ucase abusivo de las balas y que la violencia no es, en absoluto, la partera de la historia, como el barbudo de Tréveris nos quiso hacer creer. La paz es posible en democracia. Una paz, por supuesto, que combata con la ley y la política el caldo de cultivo que originó tantos males. Es preciso luchar contra la desigualdad social, la miseria extrema, el elitismo ausentista y la indiferencia dolosa, viejos vicios latinos que debemos encauzar. Sí, hay que luchar, pero sin mancharnos las manos de sangre, conscientes del gran reto que, en democracia, tenemos que enfrentar.
Investigador del Navarra Center for International Development de la Universidad de Navarra.
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