MILENIO tuvo acceso al inmueble donde todos los días se examina a más de 300 agentes; su titular asegura: “Aquí se queda lo que se tiene que quedar y pasa lo que debe estar adentro”.
Foto: Jesús Quintanar | Archivo
Ciudad de México • La fila para ingresar comienza sobre Paseo de la Reforma a eso de las 5:30 de la mañana y llega a ser tan larga que en cosa de minutos da vuelta a la esquina y se adentra en la calle de Varsovia.
A las seis en punto saldrá un agente, metralleta en mano y abrirá las puertas. Pasará el primer grupo: una treintena de hombres y mujeres vestidos de civil, desde inspectores y agentes de inteligencia hasta patrulleros y secretarias, además de aspirantes. Hoy se decidirá su futuro. Se les someterá a horas de pruebas para determinar si están en la nómina del crimen organizado y si trabajan para un cártel de halcones o chivatos. O si son confiables para portar el uniforme. O si usan drogas y gustan de la corrupción. O si son inestables emocional y mentalmente. O todo lo anterior.
Al final del día algunos renunciarán. Habrá quienes se tornarán agresivos y cuestionarán la validez de los exámenes. Y los que se deprimirán y no regresarán por sus resultados. Una anécdota cuenta que, en su momento, un agente simplemente reconoció trabajar para el cártel de Sinaloa antes que pasar por todo el maratón de agujas, preguntas y análisis físicos y psicológicos que tenía enfrente.
Porque así están diseñadas las pruebas: para que sean lo más duras posibles y sirvan de filtro para expulsar, en teoría, a todos los elementos indeseables de las fuerzas federales.
La vara es alta. “En términos reales, 30 o 35 por ciento de todos los examinados no acreditarán los exámenes”, asegura Gabriela Peláez, titular del Centro Nacional de Control de Confianza de la Policía Federal, institución que desde 2007 tiene la tarea de depurar las filas policiacas mediante un extenuante —para algunos polémico— proceso de pruebas científicas y sociológicas.
Aquí se ejerce, por así decirlo, la ciencia de cazar a los infiltrados.
Hacia la calle, sobre Paseo de la Reforma, la fachada del edificio muestra un espectacular de un policía federal de 20 metros de alto, un rifle en la mano y las botas perfectamente pulidas. La pinta de un centro de oficinas o reclutamiento de la Secretaría de Seguridad Pública, quizá. Pero en el interior, tras estrictas medidas de seguridad, es una mezcla de laboratorio y centro de recursos humanos, una construcción laberíntica que ha tenido que ser ampliada una y otra vez en los últimos tres años y en la que un ejército de mil 600 funcionarios, incluidos psicólogos, sociólogos, poligrafistas, antropólogos, psiquiatras, químicos, administradores y trabajadores sociales, labora cinco días a la semana en la depuración más grande emprendida en la historia de los cuerpos policiacos de México.
Diariamente entre 300 y 700 policías y funcionarios son examinados aquí como parte de los controles de confianza en los que el gobierno federal ha depositado sus esperanzas para detener y revertir la infiltración del crimen organizado en las corporaciones.
Peláez, psicóloga de profesión, dice que es una labor similar a la que emprendería un riñón en un organismo humano. “Nosotros filtramos. Aquí se queda lo que se tiene que quedar y pasa lo que debe estar adentro”, sentencia.
Un letrero en el lobby advierte, de entrada, lo que espera a quienes vienen a ser examinados, en su mayor parte agentes federales, aunque también algunos policías estatales y locales: “Si no concluye sus pruebas o desiste, favor de avisar a su coordinador”.
—¿Y sí hay quienes desisten?
—Algunos. Hay quienes de repente alzan la mano y dicen “me retiro, no puedo continuar”. Y bueno, como las evaluaciones son voluntarias, nosotros no los podemos retener.
El día promedio en el Centro Nacional de Control de Confianza toma entre 12 y 14 horas y consiste en una larga batería de pruebas. Contrario al mito, no sólo es empleado el polígrafo. También se someterá al examinado a análisis toxicológicos para dilucidar si hay alguna adicción a mariguana, cocaína, heroína y medicamentos como Valium o Xanax. Además, pasarán por un examen psicológico para medir su salud mental, un chequeo médico general, un perfil socioeconómico y registrarán sus huellas dactilares y voces, comparadas después con la base de datos federal en busca de antecedentes criminales.
Cada examen tiene sus requisitos. Para el antidopaje se pide a los examinados venir en ayunas y prepararse para dar una muestra de sangre, así como orinar en presencia de un agente. Se busca evitar que la muestra sea alterada o cambiada por la de otra persona.
La prueba es dura en distintas facetas. Hacia el mediodía comienza lo que es conocido entre los doctores como la hora del desmayo: el momento en el que algunos de los examinados empiezan a marearse y, en condiciones extremas, perder el conocimiento por unos segundos, debido a que deben pasar varias horas en ayuno para los exámenes toxicológicos, así como presenciar la extracción de su sangre (por eso se les pide traer un lunch que podrán comer en algún receso).
Después del segmento médico viene la prueba psicométrica. “Lo usamos como filtro para personas con intereses institucionales distintos”, dice Laura Beatriz Morales, psicóloga encargada del área. “Es para encontrar a aquellas personas cuyos valores de integridad y patriotismo no son los de la institución”. O sea, infiltrados.
No todos responden adecuadamente a la batería de preguntas. “A veces llegamos a ver algunos rasos agresivos o patologías”, dice la psicóloga.
—¿Quiénes están estresados?
—Los de instituciones carcelarias. Sin duda.
Para el segmento anticorrupción se debe contar, sobre todo, con papelería. Los policías y aspirantes examinados deberán traer historiales crediticios, estados de cuentas bancarias, letras de coches y recibos de nómina. La idea es asegurarse de que sus posesiones coincidan con sus salarios.
Las filas de examinados son largas, tanto a la entrada como en las distintas secciones del edificio. “¡Mujeres a la izquierda! Quítense las chamarras y dejen todo. Pasen al baño”, se ordena en el segmento médico. “¡Hombres, hagan su fila!” Son medio centenar. Mañana, otro tanto.
Peláez explica que el aire de saturación se debe el crecimiento del centro durante el actual sexenio, reflejo del creciente escrutinio al que el Estado ha sometido a las fuerzas de seguridad en su esfuerzo por purgarlas de una quinta columna.
“Diría que hemos crecido a mil por ciento desde 2007. Esto se ha exponenciado. Antes trabajábamos en un solo piso. Ahora son dos edificios de ocho pisos enteros. Antes, atendíamos a 20 personas al día”, compara.
A las seis en punto saldrá un agente, metralleta en mano y abrirá las puertas. Pasará el primer grupo: una treintena de hombres y mujeres vestidos de civil, desde inspectores y agentes de inteligencia hasta patrulleros y secretarias, además de aspirantes. Hoy se decidirá su futuro. Se les someterá a horas de pruebas para determinar si están en la nómina del crimen organizado y si trabajan para un cártel de halcones o chivatos. O si son confiables para portar el uniforme. O si usan drogas y gustan de la corrupción. O si son inestables emocional y mentalmente. O todo lo anterior.
Al final del día algunos renunciarán. Habrá quienes se tornarán agresivos y cuestionarán la validez de los exámenes. Y los que se deprimirán y no regresarán por sus resultados. Una anécdota cuenta que, en su momento, un agente simplemente reconoció trabajar para el cártel de Sinaloa antes que pasar por todo el maratón de agujas, preguntas y análisis físicos y psicológicos que tenía enfrente.
Porque así están diseñadas las pruebas: para que sean lo más duras posibles y sirvan de filtro para expulsar, en teoría, a todos los elementos indeseables de las fuerzas federales.
La vara es alta. “En términos reales, 30 o 35 por ciento de todos los examinados no acreditarán los exámenes”, asegura Gabriela Peláez, titular del Centro Nacional de Control de Confianza de la Policía Federal, institución que desde 2007 tiene la tarea de depurar las filas policiacas mediante un extenuante —para algunos polémico— proceso de pruebas científicas y sociológicas.
Aquí se ejerce, por así decirlo, la ciencia de cazar a los infiltrados.
Hacia la calle, sobre Paseo de la Reforma, la fachada del edificio muestra un espectacular de un policía federal de 20 metros de alto, un rifle en la mano y las botas perfectamente pulidas. La pinta de un centro de oficinas o reclutamiento de la Secretaría de Seguridad Pública, quizá. Pero en el interior, tras estrictas medidas de seguridad, es una mezcla de laboratorio y centro de recursos humanos, una construcción laberíntica que ha tenido que ser ampliada una y otra vez en los últimos tres años y en la que un ejército de mil 600 funcionarios, incluidos psicólogos, sociólogos, poligrafistas, antropólogos, psiquiatras, químicos, administradores y trabajadores sociales, labora cinco días a la semana en la depuración más grande emprendida en la historia de los cuerpos policiacos de México.
Diariamente entre 300 y 700 policías y funcionarios son examinados aquí como parte de los controles de confianza en los que el gobierno federal ha depositado sus esperanzas para detener y revertir la infiltración del crimen organizado en las corporaciones.
Peláez, psicóloga de profesión, dice que es una labor similar a la que emprendería un riñón en un organismo humano. “Nosotros filtramos. Aquí se queda lo que se tiene que quedar y pasa lo que debe estar adentro”, sentencia.
Un letrero en el lobby advierte, de entrada, lo que espera a quienes vienen a ser examinados, en su mayor parte agentes federales, aunque también algunos policías estatales y locales: “Si no concluye sus pruebas o desiste, favor de avisar a su coordinador”.
—¿Y sí hay quienes desisten?
—Algunos. Hay quienes de repente alzan la mano y dicen “me retiro, no puedo continuar”. Y bueno, como las evaluaciones son voluntarias, nosotros no los podemos retener.
El día promedio en el Centro Nacional de Control de Confianza toma entre 12 y 14 horas y consiste en una larga batería de pruebas. Contrario al mito, no sólo es empleado el polígrafo. También se someterá al examinado a análisis toxicológicos para dilucidar si hay alguna adicción a mariguana, cocaína, heroína y medicamentos como Valium o Xanax. Además, pasarán por un examen psicológico para medir su salud mental, un chequeo médico general, un perfil socioeconómico y registrarán sus huellas dactilares y voces, comparadas después con la base de datos federal en busca de antecedentes criminales.
Cada examen tiene sus requisitos. Para el antidopaje se pide a los examinados venir en ayunas y prepararse para dar una muestra de sangre, así como orinar en presencia de un agente. Se busca evitar que la muestra sea alterada o cambiada por la de otra persona.
La prueba es dura en distintas facetas. Hacia el mediodía comienza lo que es conocido entre los doctores como la hora del desmayo: el momento en el que algunos de los examinados empiezan a marearse y, en condiciones extremas, perder el conocimiento por unos segundos, debido a que deben pasar varias horas en ayuno para los exámenes toxicológicos, así como presenciar la extracción de su sangre (por eso se les pide traer un lunch que podrán comer en algún receso).
Después del segmento médico viene la prueba psicométrica. “Lo usamos como filtro para personas con intereses institucionales distintos”, dice Laura Beatriz Morales, psicóloga encargada del área. “Es para encontrar a aquellas personas cuyos valores de integridad y patriotismo no son los de la institución”. O sea, infiltrados.
No todos responden adecuadamente a la batería de preguntas. “A veces llegamos a ver algunos rasos agresivos o patologías”, dice la psicóloga.
—¿Quiénes están estresados?
—Los de instituciones carcelarias. Sin duda.
Para el segmento anticorrupción se debe contar, sobre todo, con papelería. Los policías y aspirantes examinados deberán traer historiales crediticios, estados de cuentas bancarias, letras de coches y recibos de nómina. La idea es asegurarse de que sus posesiones coincidan con sus salarios.
Las filas de examinados son largas, tanto a la entrada como en las distintas secciones del edificio. “¡Mujeres a la izquierda! Quítense las chamarras y dejen todo. Pasen al baño”, se ordena en el segmento médico. “¡Hombres, hagan su fila!” Son medio centenar. Mañana, otro tanto.
Peláez explica que el aire de saturación se debe el crecimiento del centro durante el actual sexenio, reflejo del creciente escrutinio al que el Estado ha sometido a las fuerzas de seguridad en su esfuerzo por purgarlas de una quinta columna.
“Diría que hemos crecido a mil por ciento desde 2007. Esto se ha exponenciado. Antes trabajábamos en un solo piso. Ahora son dos edificios de ocho pisos enteros. Antes, atendíamos a 20 personas al día”, compara.
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