El consenso punitivo sobre las drogas vive una crisis de eficacia global. Sus resultados son pobres y sus costos altos. La prohibición, que para 1998 habían asumido la totalidad de los países signatarios de la ONU —aunque se puso en marcha desde principios del siglo XX—, tiene como fin declarado: “Reducir tanto la oferta ilegal como la demanda de drogas”.
Nada indica que esto haya sucedido. En los países consumidores, luego de medio siglo de persecución, no han descendido ni la oferta ilegal ni la demanda. Los beneficios prohibicionistas son modestos comparados con los daños, que son altos, y “caen desproporcionadamente sobre los países pobres y sobre la gente pobre de los países ricos”, como apunta The Economist. Esto, sin contar con las intervenciones políticas y militares efectuadas en el continente bajo la coartada de la guerra contra las drogas.
Nada indica que esto haya sucedido. En los países consumidores, luego de medio siglo de persecución, no han descendido ni la oferta ilegal ni la demanda. Los beneficios prohibicionistas son modestos comparados con los daños, que son altos, y “caen desproporcionadamente sobre los países pobres y sobre la gente pobre de los países ricos”, como apunta The Economist. Esto, sin contar con las intervenciones políticas y militares efectuadas en el continente bajo la coartada de la guerra contra las drogas.
Países de producción y paso como Myanmar, Afganistán, Irán o, en América Latina, Perú, Colombia y México, han pagado en desarticulación institucional, violencia, inseguridad y corrupción, costos superiores a los que el consumo de drogas prohibidas hubiera provocado en su salud, su economía o su equilibrio social.
Los esfuerzos mexicanos en la materia admiten la comparación con el mito de Sísifo, condenado a subir una piedra montaña arriba sólo para que al llegar a la cima la piedra ruede cuesta abajo, y haya que subirla de nuevo.
El problema de México es de salud pública, como en todos los países, pero es también, con especial urgencia, un problema de seguridad. La prohibición impide una política integral de salud sobre las drogas porque niega la realidad. Es imposible pensar un mundo sin drogas. Podemos pensar, en cambio, un mundo capaz de controlar razonablemente el uso de estas sustancias.
La prohibición impide también una política eficiente de seguridad pública. Da rentas demasiado altas al crimen. Para países como México, el primer peldaño en el problema de seguridad es la flaqueza institucional de su Estado de derecho. Pero el problema se dispara por las rentas que los narcotraficantes obtienen en el mercado ilegal. Son esas rentas las que permiten al crimen organizado corromper, reclutar y armarse desmesuradamente.
La prohibición es lo que hace que un kilo de mariguana valga en México 80 dólares, y que ese mismo kilo cueste dos mil dólares en California; que un kilo de cocaína valga en una ciudad fronteriza mexicana 12 mil 500 dólares, y 26 mil 500 en la vecina ciudad estadunidense; que un kilo de heroína sea vendido aquí en 35 mil dólares, y en 71 mil del otro lado del río Bravo.
Terminar la prohibición, legalizar las drogas, es un camino cierto a la reducción de las ganancias ilegales que obtiene el narcotráfico y a la reducción, por tanto, del poder criminal de los narcotraficantes.
Los argumentos inteligentes en favor de la legalización circulan con amplitud por el mundo. Van desde el alegato liberal clásico según el cual el hombre es soberano de su cuerpo y el Estado no puede obligarlo a evitar una conducta que lo dañe mientras esa conducta no perjudique a terceros (John Stuart Mill), hasta el argumento económico de que toda represión irracional de la demanda crea mercados paralelos y precios artificiales que otorgan por la vía del crimen lo que la sociedad prohíbe por vía de la ley (Milton Friedman).
Países productores y de paso, como México, han de añadir el argumento de los costos adicionales que pagan para contener ese mercado. Al tratar de reprimir lo irreprimible, extravían el bien público de la seguridad, sin cuya provisión no son imaginables el desarrollo, el equilibrio social, la vida civilizada ni la libertad. La seguridad es aquí el piso de la libertad: una sostiene a la otra.
Hay que legalizar todas las drogas, dice el argumento liberal, porque el Estado no puede prohibir a nadie que haga lo que no daña a terceros. Hay que legalizar todas las drogas, dice el argumento de la seguridad, porque la renta ilegal de una sola de sus variedades bastaría para sostener el poder de corrupción, reclutamiento y violencia de los narcotraficantes.
Quien dice legalizar dice regular. Cada una de las drogas que persigue el consenso punitivo tiene valores psicotrópicos, riesgos médicos y efectos sociales distintos. No puede darse el mismo trato legal a drogas suaves como la mariguana, que a drogas duras como la cocaína, la morfina y siniestros derivados como el crack o el crystal meth.
Regular implica separar los mercados de drogas y proteger a los consumidores otorgándoles certidumbre, información y garantías sobre la calidad de lo que se consume.
En junio de 1995 y marzo de 2000 la portada de nexos estuvo dedicada a la pregunta de si había que legalizar las drogas o no. Hoy volvemos al tema suprimiendo los signos de interrogación.
Por todas las razones históricas, económicas, éticas, políticas, de salud y de seguridad pública ampliamente discutidas en Legalizar. Un informe, documento central de esta edición, nexos se pronuncia ahora claramente por la legalización de las drogas, en el espíritu de regulación y despenalización que es, creemos, el curso civilizatorio en que ha de desembocar el debate mundial sobre el tema.
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