04 diciembre, 2011

2012: El discurso del cambio

Enrique Peña Nieto, dedicó el discurso posterior a su registro como aspirante a remarcar la idea de que el país está ávido de una transformación.

Pascal Beltrán del Río Conforme se han ido decantando las opciones de entre las cuales unos 80 millones de mexicanos elegirán al próximo Presidente de la República, ha tomado forma la disyuntiva real que caracteriza la elección del Ejecutivo desde que ésta se volvió competida: cambio o continuidad.

Independientemente de cuántos aspirantes se registren para aparecer en la boleta el día de las elecciones, la carrera termina siendo de sólo dos: uno, que representa la continuidad (el del partido del gobierno) y otro, el cambio. Así ha sido desde 1988 y, aparentemente, así será en 2012.

La casilla del cambio ya ha sido oficialmente reclamada por el PRI, cuyo virtual candidato presidencial, Enrique Peña Nieto, dedicó el discurso posterior a su registro como aspirante a remarcar la idea de que el país está ávido de una transformación luego de 11 años de gobiernos panistas.

"En todo el país comienza a soplar un viento de cambio y esperanza", arengó Peña Nieto, la fría tarde del domingo pasado, en la explanada de la sede nacional del PRI. Y añadió: "Hoy en México hay miedo, zozobra, desánimo, pero al mismo tiempo, hay una fuerza creciente, optimista y segura de que vienen tiempos mejores".

Todo el discurso preelectoral del PRI se ha construido sobre la idea de que el PAN no supo qué hacer con la Presidencia y que es necesario que el tricolor la recupere para imprimirle eficacia.

El PRI se presenta como el único partido capaz de recoger los restos del naufragio y hacer que el país vuelva a navegar. Los ejemplos sobran en el mensaje de Peña Nieto: "Nos inspira el amor a México y el sueño de lograr un mejor país", "compartimos el deseo de transformar nuestra patria", "vamos a hacer de México el gran país que todos soñamos", etcétera.

Aun sin haber regresado a Los Pinos, el PRI puede presumir que ya ha recuperado la confianza de los votantes en diez estados de la República, que han vuelto a sus manos -siete de ellos en el presente sexenio federal- luego de haber sido gobernadas durante uno, máximo dos periodos por otros políticos. Y que en tres de ellos (Chihuahua, Nuevo León y Nayarit) ha refrendado su triunfo.

En total, más de 23 millones de mexicanos saben -o pronto sabrán, en el caso de los michoacanos- qué es vivir en una entidad donde el PRI resucitó de entre los muertos.

¿Qué es lo que tiene al PRI en la antesala de la Presidencia, luego de casi dos sexenios de travesía por el desierto? ¿Cómo pudo encarnar la idea del cambio un partido del que casi siete de cada diez electores quisieron mandar al basurero de la historia en 2000?

Por una parte, no puede regateársele una serie de estrategias diseñadas específicamente para recuperar su forma. Por ejemplo, el abandono de una táctica que lo había llevado a copiar las fórmulas de organización interna de sus rivales -como la democratización de sus procesos de nombramiento de dirigentes y selección de candidatos-, que dieron al traste con su cohesión interna, fomentaron la deserción en sus filas y lo presentaron como caótico ante el electorado.

Mientras el PRI intentaba, desde finales de los años 90, asemejarse a sus rivales, éstos corrían en sentido inverso, buscando igualar los métodos de control interno del tricolor, característicos de la etapa en que éste dominó todos los aspectos de la política mexicana. En el caso del PAN incluso puede decirse que abdicó a muchas de sus ideas de democracia liberal para abrazar las del nacionalismo revolucionario.

Y sin embargo, el PRI abandonó esos esfuerzos de mimetización antes que la derecha y la izquierda, y metió reversa. Nada como los priistas para clonarse a sí mismos. Puesto a escoger entre el original y la mala copia, el electorado optó por lo primero.

¿Qué más hizo el PRI, además de recuperar su esencia? Logró identificar perfiles de candidatos -jóvenes, clasemedieros, telegénicos-, acordes con las nuevas expectativas de los votantes, cosa que pronto le dio ventajas competitivas sobre los otros partidos. Y también consiguió evitar los escenarios de división interna, de los que sacan gran provecho los rivales y exasperan al electorado.

El resto de las explicaciones tiene que encontrarse en lo que han dejado de hacer la derecha y la izquierda y los errores que éstas han cometido.

En el lado del gobierno, la inseguridad sin freno genera una sensación de incompetencia que hace añorar a muchos el pasado autoritario del país.

La encuesta de BGC-Excélsior, que publicaremos mañana, revela que 78% de la población considera que la seguridad pública está en peor situación que el año pasado. Y que entre junio de 2009 y el mes pasado, el porcentaje de mexicanos que creen que la inseguridad es el principal problema del país pasó de 28% a 48%, por encima del estado de la economía, que antes marcaba 59% y ahora, 43 por ciento.

Por eso escribía yo la semana pasada que hay una verdadera exasperación social con el tema de la inseguridad. Si el gobierno y el PAN pretenden aplacar eso con el petate del muerto del pasado autoritario del PRI -que, como decía, muchos recuerdan con nostalgia- e incluso con los escándalos de corrupción del pasado y el presente que se atribuyen al tricolor, no se ve por dónde puedan reducir la intención de voto por el PRI y por Peña Nieto que se encuentra en 40% o más en ambos casos.

La apropiación del discurso del cambio por parte del PRI plantea retos a sus contrincantes.

De entrada, a la izquierda. Pese a su asombroso éxito en concretar la unidad en sus filas -sin la cual se habría desbarrancado, como dijo Marcelo Ebrard-, la izquierda aún debe pelearle al PRI la bandera del cambio.

Lo podrá hacer si demuestra tener mejores ideas para lograrlo, propuestas concretas que seduzcan la imaginación del electorado. Hasta ahora ni el PRI ni Peña Nieto nos han dicho cómo esperan llevarnos a ese "mejor país", por lo que la disputa por las ideas está todavía abierta.

Sin embargo, dudo que las viejas reivindicaciones de la izquierda alcancen para ello. No bastará a Andrés Manuel López Obrador hablar con nostalgia de la tradición prehispánica del trueque o de la expropiación petrolera para satisfacer las expectativas de un electorado que quiere sobre todo paz, seguridad, educación para sus hijos y un trabajo estable. Ni siquiera le servirá el discurso contra la corrupción porque ésta sólo preocupa a 4% de la población, como podrá usted ver mañana en la encuesta referida.

De entrada, la izquierda la tiene difícil porque no gobierna ninguno de los grandes municipios que suelen decidir la elección presidencial. También, porque no hay lugar para dos banderas del cambio en la elección. Lo que debe hacer entonces es tratar de romper el maniqueísmo de "la alternancia fracasó" versus "no al regreso del dinosaurio" que hasta ahora domina la contienda y perfila una disputa exclusiva de priismo y panismo en 2012.

Si no lo logra, sólo cabe esperar una transferencia de votos útiles de la izquierda hacia los otros contendientes, que podría ser fuerte si Josefina Vázquez Mota -quien goza de buena imagen entre una parte del electorado liberal, sobre todo la que reivindica cuestiones de género-consigue hacerse de la candidatura presidencial del PAN.

Para Acción Nacional y el gobierno el reto es cerrar sin rupturas su proceso interno. Ya he escrito aquí que para ganar la postulación panista ha sido tradicional utilizar un discurso rebelde, cosa que se le nota cada vez más a Vázquez Mota, quien es la aspirante que más ha avanzado en preferencias dentro y fuera del PAN.

Sin embargo, para competir en la elección constitucional, el o la representante de Acción Nacional deberá asumir el mensaje de la continuidad -que no del continuismo, ojo-, pues, nuevamente, no hay lugar en la boleta para dos o más candidatos del cambio.

Eso implica construir sobre las fortalezas que aún le quedan al actual gobierno y proponer soluciones para los pendientes, que son muchos y complicados. Pero sobre todo, convencer al electorado de que la alternancia iniciada en 2000 requiere, para cuajar, al menos un sexenio más.

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