06 diciembre, 2011

EL EJE DEL NO


Cómo la Primavera Árabe ha convertido en aliados accidentales a Moscú y Pekín.

AFP/Getty Images

¿Recuerdan la separación chino-soviética? Da la impresión de que Moscú y Pekín, no. Por lo que respecta a los acontecimientos actuales en Oriente Medio y el norte de África, al menos, China y Rusia están cada vez más de acuerdo. En el Consejo de Seguridad de la ONU, o se oponen a las iniciativas occidentales o expresan sus reservas. Para algunos observadores, esto parece un caso de solidaridad entre dos Gobiernos autoritarios; para otros, un esfuerzo coordinado para diluir, y acabar desmantelando, la hegemonía de Estados Unidos y Occidente en la política mundial. Aunque los dos elementos están presentes, la realidad es más amplia, y es preciso que los ciudadanos y responsables políticos occidentales la entiendan mejor.
Para empezar, no es cuestión de ideología. Aunque China sigue llamándose comunista, hace mucho que rechazó el dogma maoísta, incluso en sus relaciones exteriores.  Rusia eliminó el comunismo hace exactamente dos decenios. Los dos países son autoritarios, sin duda, aunque uno es más suave y otro más duro. Pero no existe una “internacional autoritaria” que inspire solidaridad entre Gobiernos autocráticos. (Tampoco existe en Oriente Medio, a juzgar por lo que hizo Qatar en relación con Gadafi y cómo está tratando Arabia Saudí a Bashar el Asad.) Tanto Rusia como China son, por encima de todo, unos países pragmáticos.


Además, existe muy poca competencia geopolítica regional entre ambas. Los intereses mundiales de China son fundamentalmente económicos. Por ejemplo, necesita a Irán porque le compra la cuarta parte del crudo que importa de Oriente Medio. Las empresas chinas participan en varios proyectos en toda la región. La guerra de Libia dejó varados a alrededor de 20.000 trabajadores chinos. Lo mismo le sucedió a un número semejante de turistas rusos en Egipto con la caída del régimen de Mubarak. No cabe duda de que Moscú tiene otros grandes intereses aparte de la situación de sus viajeros, como proveedor de armas y tecnología nuclear a varios países, pero no trata de competir con Washington por la hegemonía en la región.
Y ni Pekín ni Moscú sienten una afinidad especial con los gobernantes de Oriente Medio. Al fin y al cabo, Hosni Mubarak fue aliado de Estados Unidos durante mucho tiempo. El tunecino Zine el Abidine Ben Alí tenía estrecha relación con París, y Gadafi hizo las paces con Occidente en 2003. El Asad, en Siria, es distinto: Damasco era aliada de Moscú en la época de la guerra fría, y mantiene todavía hoy una relación amistosa con Rusia. El Ejército sirio está equipado con armas de fabricación rusa desde los años 60, y el puerto mediterráneo de Tartus alberga unas instalaciones utilizadas por la marina rusa.
Desde luego, Rusia no quiere perder Siria. El destino de El Asad está en la balanza desde el mes de marzo y Moscú ha abierto líneas de comunicación con la oposición siria. Los rusos acogen a los enemigos del dictador en Moscú y lamentan la violencia, al mismo tiempo que le exhortan a que emprenda reformas políticas, pero han bloqueado cualquier condena formal de la actuación del Gobierno sirio en el Consejo de Seguridad. La estrategia de Pekín ha sido básicamente la misma: exigir reformas a Damasco mientras habla con el Gobierno sirio y con la oposición y se niega a respaldar las sanciones contra Siria en Turtle Bay.
La postura oficial de China proclama su “apoyo al pueblo sirio”. Sin embargo, existe una gran diferencia entre esa posición y las actitudes adoptadas por los Gobiernos occidentales. Para mucha gente en Occidente, ese “apoyo” significa una intervención activa, sin descartar, en principio, el uso de la fuerza. Para los chinos, significa dejar que los sirios resuelvan las cosas por su cuenta, sin injerencias externas, y reconocer después la decisión del pueblo, como ha acabado por hacer Pekín en el caso de Libia.
Rusia también rechaza la intervención militar de Occidente en los asuntos internos de otros países, aunque sea por motivos humanitarios o en nombre de la democracia.  Pero no se trata solo de que Pekín y Moscú estén preocupados por su propia seguridad. Libia ha dejado claro a ambas potencias que Occidente, cuando actúa bajo presiones de los grupos de derechos humanos presentes en sus países (que, por supuesto, no existen en Rusia ni China), puede terminar involucrado en una guerra civil extranjera, pese a que sus dirigentes deberían haber sido capaces de evitarlo.
           
Moscú y Pekín tienen que reconocer que ejercer la crítica no es lo mismo que ejercer el liderazgo, cosa que Rusia anhela hacer y que China no va a poder eludir eternamente
           
Sin embargo, Libia siempre ha sido un país periférico desde el punto de vista estratégico. Siria, no. Ni los chinos ni los rusos –que poseen mejores servicios de inteligencia— tienen la menor idea de qué ocurrirá cuando caiga el régimen de El Asad. Una guerra civil declarada en Siria dejaría chico lo sucedido en Libia. Un conflicto de ese tipo, alegan rusos y chinos, sería mucho más propicio a las luchas sectarias y el radicalismo religioso que a la democracia y el imperio de la ley.
Además, la situación de Siria, en pleno centro de la región, significa que un conflicto interno podría afectar a sus vecinos –sobre todo, Líbano e Israel— e involucrar a actores regionales como Hezbolá y Hamás. Los rusos, preocupados por el extremismo islamista en el norte del Cáucaso y Asia central, y los chinos, que importan la mayor parte de su petróleo de Oriente Medio, no pueden ver con buenos ojos el derrumbe sirio.
En principio, las presiones sobre al tiempo que se facilita un diálogo interno deberían ayudar a evitar la deriva más inquietante. Ahora bien, en la práctica, Moscú y Pekín deben de haber llegado a la conclusión de que Occidente ha descartado ya a El Asad y está preparándose para el cambio de régimen. Desde esta perspectiva, las sanciones no son más que un paso en una escalada que debería continuar con medidas más enérgicas, como acaba de verse en Libia.
La estrategia de China y Rusia respecto a Siria es distinta de las de Estados Unidos y Europa por dos razones fundamentales. En primer lugar, Moscú y Pekín no creen que participar activamente en los conflictos civiles de otras naciones sea prudente ni útil. Segundo, no tienen ninguna urgencia por eliminar el régimen de El Asad como parte de una estrategia antiiraní. De todas formas, los chinos y los rusos no ven que exista mucha estrategia; creen que, sorprendidos a primeros de año por las revueltas árabes, Estados Unidos y sus aliados se están dejando llevar ahora más por la política inmediata que por un cálculo estratégico a largo plazo.
Quizá todas estas preocupaciones, o al menos algunas de ellas, sean válidas. Pero Moscú y Pekín tienen que reconocer que ejercer la crítica no es lo mismo que ejercer el liderazgo, cosa que Rusia anhela hacer y que China no va a poder eludir eternamente. El liderazgo internacional moderno exige presentar alternativas realistas, tender la mano a los demás y construir consensos. No basta con decir que no.

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