Francisco Báez Rodríguez
Hay quienes han reaccionado con tremenda ingenuidad ante el nuevo rostro que está presentando en sociedad Andrés Manuel López Obrador. Se congratulan de que haya abandonado su lenguaje ríspido de confrontación y consideran que ello es signo de moderación, y que el tabasqueño ha aprendido al menos alguna de las muchas lecciones que le debió de haber dejado la experiencia de 2006.
Otros se muestran preocupados por el cariz aparentemente religioso de sus discursos y sus textos y se imaginan una suerte de neofundamentalismo en ciernes, a partir del paso del juarismo a la República Amorosa.
La verdad yo no veo ni lo uno, ni lo otro. Los cambios son cosméticos y menores. Intentaré explicarme.
Primero, Andrés Manuel responde a lo más obvio: el error más grande de su campaña anterior fue hacer gala de radicalismo (recordemos, por ejemplo, los spots en los que presentaba, burlones, a los ricachos que ganaban 15 mil pesos al mes) y el más medido por los encuestadores fue el que lo ubicaba como un personaje rijoso y peleonero. Se trata de una respuesta política de botepronto: “no echaré bronca, amor y paz”.
¿Pero se parece en algo AMLO II a Lula IV, que se moderó en serio, ganó por fin las elecciones y resultó ser un buen presidente de Brasil? ¿Se parece, de perdida, a Humala II, que le bajó al discurso incendiario, se puso traje y fue escogido en Perú, como mal menor ante Keiko Fujimori?
Creo que no. Que cuando mucho se parece a Daniel Ortega III. Y para muestra sus “Fundamentos para una República Amorosa”.
En ellos, AMLO, pasa —en el discurso— del padre severo que, admonitorio, amenazaba con castigar a los malos del país, al padre bonachón, que abraza a todos sus hijos y pide que se quieran. Lo que no deja de lado es el paternalismo.
Andrés Manuel sigue barajando, hoy como hace seis años, la idea de un cambio súbito, a partir de la actuación de un héroe capaz de establecer un nuevo orden. Tiene una suerte de fiebre refundacional. Ahora hace hincapié en lo moral, en vez de partir de lo económico y social. Pero eso tampoco es nuevo.
Hace seis años, AMLO hablaba de encabezar “la purificación de la vida nacional”, dijo que hacía falta “una renovación tajante” porque “ni modo que no vamos a necesitar una nueva política si estamos viendo que hay un doble discurso, que impera la hipocresía”.
El Purificador, ahora en veste amorosa, hace referencia a una realidad, la pérdida de valores en nuestra sociedad y, a partir de ella, teje —en clave pseudomística— el viejo concepto realista- socialista del “hombre nuevo”.
Frente a la descomposición social, AMLO II habla de “auspiciar una nueva corriente de pensamiento para alcanzar un ideal moral, cuyos preceptos exalten el amor a la familia, al prójimo, a la naturaleza y a la patria”. Y dice que, “sin ese ideal moral, no se podrá transformar a México”.
Un ideal de persona, un arquetipo que “haga frente a la mancha negra de individualismo, codicia y odio que se viene extendiendo cada vez más”, que genere ciudadanos despojados de los defectos propios de la sociedad capitalista. Una persona altruista, solidaria, fundida en el “nosotros” y opuesta al “yo, un cosmos” que cantara Walt Whitman.
“La Revolución” —escribía el Ché Guevara— “no es únicamente una transformación de las estructuras sociales, de las instituciones del régimen; es además una profunda y radical transformación de los hombres, de su conciencia, costumbres, valores y hábitos, de sus relaciones sociales”. El propio Ché hablaba de la importancia de que el trabajo ya no fuera visto como sacrificio, sino como un placer (y AMLO, por su parte, da el ejemplo del tequio oaxaqueño, para luego citar a José Martí sobre las bondades de autolimitarnos como parte de la forja de la personalidad).
En algún otro momento, Guevara fue más explícito. El Hombre Nuevo, que despreciara los bienes materiales, era una necesidad política para un sistema que, sabía el Ché, era incapaz de generar con la eficacia del capitalismo los satisfactores materiales.
Sabemos, por experiencia, que ni la URSS ni Cuba generaron hombre nuevo alguno. Que los discursos humanistas (basados en el deseo de justicia social que alimentó las revoluciones) eran sólo parte de la maquinaria de propaganda de sus respectivos regímenes totalitarios. Que para que una sociedad abandone una mentalidad de supervivencia, debe primero tener las condiciones económicas para ello.
Andrés Manuel puede, en la construcción mental de su República Amorosa, llenarse la boca de frases para la gayola como “la inmensa bondad que hay en nuestro pueblo”, pero luego se contradice cuando atribuye, de manera casi lineal, la actual ola de violencia, la pobreza y la explotación. “La pobreza y la falta de oportunidades de empleo y bienestar originaron este estallido de odio y resentimiento”. Como si la disputa por enormes mercados ilegales no tuviera nada qué ver; como si pobreza y falta de oportunidades no hubieran sido, desde hace muchas décadas, desde mucho antes de las matazones y la sevicia, la característica social más notable y detestable del país.
Peor es la conclusión para hacer frente al problema que más lacera a nuestra sociedad: “es el bien lo que suprime al mal”. Uno se pregunta si querrá acabar con los Zetas con una sobredosis de ternura o si va a asfixiar a La Familia con besos y dulzuras.
Los Estados democráticos no se forjan con amor, sino con reglas acordadas de manera colectiva que se hacen respetar, y que superan las tensiones naturales de la convivencia social. Con normas comunes. La izquierda democrática en el mundo ha luchado para que esas reglas sean justas, para que las normas no exceptúen a los poderosos, para que las instituciones sirvan a la gente común, para que se avance en la igualdad.
Lo de AMLO II es otra cosa. Es un desplante lírico para edulcorar su ferviente deseo purificador de raíz de la vida nacional y de ser, él, Andrés Manuel López Obrador, el Amén. Como siempre.
Quienes, desde la izquierda moderada y ante la ausencia de otras opciones, decidan votar por AMLO, están en todo su derecho. Pero por favor, que no vengan a decirnos que cambió en lo fundamental. Hay un Comité de Salud Pública detrás de la República Amorosa. Los perredistas moderados ya conocerán su furia en carne propia.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario