El reciente anuncio del retiro de tropas
estadounidenses en Irak plantea la pregunta de si la guerra, tal y como
se le ha entendido durante tantos siglos, es ya una estrategia obsoleta.
Por
mucho tiempo se ha intentado explicar por qué existe la guerra, por qué
siempre ha existido y, según algunos, por qué existió y siempre
existirá, per saecula saeculorum. Algunos como Hobbes, o más
recientemente James Hillman, aseguran que la guerra es un estado cuasi
natural del ser humano, una cualidad inherente de la que nunca nos
desprenderemos.
Sin embargo, en interpretaciones menos
metafísicas, se ha dicho que la guerra no es más que una de las formas
de supervivencia, un procedimiento mediante el cual se obtiene recursos,
territorio y en general una mejora en las condiciones materiales de un
grupo social. Además, desde la época moderna, se trata de un conflicto
que se libra entre dos naciones claramente constituidas como tal.
Partiendo de esta última concepción de
la guerra es que los articulistas del New York Times Joshua S. Goldstein
y Steven Pinker han publicado un texto en el que se preguntan si ese
modelo de guerra ha caducado y es ahora obsoleto, sobre todo a la luz
del reciente retiro de las tropas estadounidenses en Irak, la muestra de
que el gobierno aceptó el monumental fracaso de la milicia en el país
árabe.
Goldstein y Pinker aseguran que las
guerras prototípicas en el sentido habitual del término —según se maneja
en los estudios especializados como conflicto entre ejércitos que causa
al menos 1,000 muertos en combate, además de víctimas civiles— se han
vuelto más bien raras en los últimos años, con incursiones esporádicas
como la de Estados Unidos en Irak en 2003 o la de Rusia en Georgia en
2008, además de algunos enfrentamientos menores entre las dos Coreas y
Taliandia y Camboya. Asimismo, según cálculos recientes, si un siglo
atrás las muertes eran en un 90% militares y 10% civiles, ahora la
proporción se ha mantenido en un 50-50 en las últimas décadas.
Dicen Goldstein y Pinker que todo esto
se debe, o al menos en parte, a que la guerra “ya no paga”:
paralelamente al conjunto de normas y tabúes que existen en torno al
manejo de conflictos entre naciones (que en algunos casos ayudan a
resolver acuerdos de paz), se encuentra el hecho de que hora la riqueza
de un país se obtiene fundamentalmente del comercio, actividad que la
guerra lesiona y por lo cual es preferible evitarla, luciendo así menos
atractiva para un gobernante cuyo poder depende del crecimiento
económico.
Según ha señalado el
politólogo John Mueller, las guerras civiles contemporáneas están más
cercanas al crimen organizado que a la guerra tradicional. Las milicias
armadas —verdaderas pandillas de matones— monopolizan recursos como la
cocaína en Colombia o el coltán en el Congo, o aterrorizan a los locales
pagando tributo a fanáticos religiosos, como en Somalia, Nigeria o
filipinas.
Pero los autores van más allá y
aventuran otra respuesta, una a medio camino de la sociología y la
antropología que no excluye la esperanza en los valores edificadores de
la civilización:
Quizá la causa más
profunda del declive de la guerra sea una repugnancia creciente hacia la
violencia institucionalizada. Las tradiciones brutales que fueron un
lugar común por milenios han sido ampliamente abolidos: canibalismo,
sacrificios humanos, quema de herejes, esclavitud, mutilación punitiva,
ejecuciones sádicas. ¿Puede la guerra seguir siendo el camino para la
subasta de esclavos? Nada en nuestra naturaleza lo descarta. Es cierto:
seguiremos albergando demonios como la codicia, la venganza y el
auto-engaño. Pero también tenemos las facultades para inhibirlos, como
el autocontrol, la empatía, la razón y el sentido de lo justo. Siempre
tendremos la capacidad de matar a los otros en gran cantidad, pero con
esfuerzo podemos salvaguardar las normas y las instituciones que han
hecho a la guerra cada vez más repugnante
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