11 diciembre, 2011

La reconquista de López Obrador

Román Revueltas Retes

Es la primera vez que la propuesta del “amor” figura como un programa de gobierno. Y buena falta que hace en un país como éste, fracturado. El problema es que la invitación está siendo formulada por un personaje que, apenas ayer, enarbolaba la bandera de los inconformes otorgándoles, deliberadamente, un foro privilegiado para expresar todo su resentimiento.


Imaginen ustedes la tarea que tiene delante un hombre que, luego de llevar una comodísima ventaja en la anterior carrera hacia la presidencia de la República y de perder por una ínfima diferencia, se encuentra ahora en el tercer lugar entre los aspirantes (esto es, si hemos de hacer caso a unas encuestas cada vez más volátiles).
Estamos hablando de una empresa colosal. Y, justamente, el primer interesado es también el primero en saberlo perfectamente bien. Tanto, de hecho, que ha comenzado lo que podríamos llamar una reingeniería total de sus estrategias y, aún más, de su persona:

López Obrador se presenta en estos momentos como una especie de líder religioso, un emisario de los valores morales y un sosegado pacificador. Propone, ni más ni menos, una “república amorosa” e introduce, de tal manera, un mensaje cristiano en su discurso político.

Pero, además, si bien prosigue con la obligada y constante referencia a los mexicanos pobres, ahora se preocupa también por atender otras audiencias y de no levantar ampollas entre todos aquellos, como yo, que no sólo no nos sentíamos directamente aludidos en sus encendidas alocuciones sino que, por lo que parecía, éramos parte de un colectivo indigno por el mero hecho de no comulgar con su persona.

El gran drama de México es que es un país fatalmente dividido: nos separan abismales diferencias sociales, económicas y hasta raciales en una sociedad a la que, encima, le cuesta mucho trabajo admitir su condición clasista.

Las tipas majaderas que humillaron flagrantemente a un policía en Polanco no estaban respondiendo a un acto de autoridad sino poniendo al representante de dicha autoridad en el lugar, según ellas, que “merece”: el de un individuo que no es su igual, el de una persona inferior y, desde luego, el de alguien que, en virtud de su insignificancia social, en ningún momento puede ser un verdadero interlocutor ni mucho menos el encargado de aplicarles directamente reglamento alguno.

Este deprecio de ciertos mexicanos no creo que lo pueda resolver ni un profeta, ni un redentor ni un santo pero, por lo pronto, se encuentra, como realidad comprobable, en las antípodas de una “república amorosa” en la cual tampoco se podrán solucionar las cosas por decreto.

La llamada para amarnos los unos a los otros ya ha sido hecha, además, y las cosas siguen más o menos igual que siempre. Aunque, si lo piensas, no ha sido la Iglesia, aquí y ahora, la encargada de promover medidas más amorosas sino Marcelo Ebrard, en el Gobierno de Ciudad de México, al decretar que todos los seres humanos merecen los mismos derechos (algo, por cierto, que López Obrador no intentó siquiera cuando era alcalde de la capital de todos los mexicanos pero, en fin, estamos hablando de tiempos pasados).

Es la primera vez, creo yo, que la propuesta del “amor” figura como un programa de gobierno. Y buena falta que hace en un país como éste, fracturado, como decía, en grupos irreconciliables. El problema es que la invitación ha sido formulada por un personaje que, apenas ayer, enarbolaba la bandera de los inconformes otorgándoles, deliberadamente, un foro privilegiado para expresar todo su resentimiento.

Este sentimiento de enojo de millones de mexicanos, por cierto, está plenamente justificado. Pero así como la ternura no se puede aplicar por medio de medidas oficiales, tampoco el rencor es algo enteramente manejable.

La apuesta anterior, como la actual de la tal “república amorosa”, era descaradamente oportunista: se trataba de aprovechar los sentimientos de la gente para construir un entramado de promesas y ofertas. La sustancia no importaba: contaban la denuncia, la acusación, la queja, la jeremiada y el descontento como materia prima para elaborar un proyecto donde los inconformes habrían de encontrar, por fin, resarcimiento y satisfacción.

Hoy, esa propuesta revanchista ya no figura en el programa.


Son, pues, momentos de incitar, desde la tribuna, al entendimiento y la armonía. Los policías, así, serán dignos de verdadera estimación, más allá de que suelten obscenidades a las chicas que pasan por delante o de que apenas hayan terminado la escuela secundaria. Y todos los demás mexicanos, por más odiosos y abusivos que puedan parecernos, son ahora perfectamente adorables.


El giro ha sido mayúsculo y la trasmutación parece radical. Ahora bien, muchas personas dudan de que todo esto, lo del amor, sea cierto. Vistos los antecedentes del personaje, no les falta razón.

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