06 diciembre, 2011

Los riesgos de la (in)cultura

Marcelino Perelló
Espero, por su tranquilidad y por la nuestra, que sus escoltas sean más capaces que quienes le preparan sus apariciones en público. Digamos, y no nos equivocaremos, que es un hombre abrumado por el aluvión de tareas que debe atender. No en balde es, con harta probabilidad, el futuro Presidente de México.

Pero que no me venga con historias. Mientras lo peinan (porque obviamente no se peina solo, como usted o yo) tenía tiempo de sobra para echarle un ojo a esa lista de preguntas más que factibles obligatorias, y a sus respuestas respectivas, para su aparición en la FIL.

Pero no. Peña Nieto pecó no sé si de soberbia o de indolencia. Y se presentó desnudo, como aquel rey, desnudo ante el pelotón de fusilamiento. Pelotón que le disparó -digámoslo todo- balas de salva, pero que fueron suficientes para aniquilarlo.

Quiero pensar que perdió el papel. Y perdió los papeles. Alguien debió haberle escrito los nombres de tres, cuatro, libros que pudiera mencionar, caso hubiere. Prefiero pensar eso a suponer que nadie le escribió nada. Porque si así fuera, no estaríamos hablando de un hombre poco leído, o de plano no leído, sino de uno lerdo, imprudente.

Y permítame decirle, sin querer ofender al futuro inquilino de la casona de Molino del Rey (que aunque suene quijotesco es preferible a Chivatito), que ignorante no es tanto el que ignora, sino el que ignora que ignora o, con más precisión, el que pretende que los otros ignoren que él ignora.

Si algo debemos exigir a un gobernante, no es que sea letrado, sino que sea sagaz, astuto. Y Peña Nieto demostró la semana pasada que no es ni una cosa ni otra. Se vio atrapado en una encrucijada que no había previsto (¿?). O que alguna razón le impidió llegar preparado a ella. Y demostró una torpeza ejemplar. Mala señal. Off side.

Un hombre ilustrado, hábil e inteligente no es necesariamente un lector incansable. He conocido hombres perfectamente cultos y abusados que no han leído una línea, sea porque leer les aburre, sea porque son analfabetos. Los caminos de la cultura son múltiples, abigarrados e impredecibles. Basta, por ejemplo, rodearse de gente que sí lee. Y hay mil otras vías. La vida, si la sabe uno vivir, es el mejor de los maestros.

Yo mismo, para no ir más lejos, soy un lector deplorable. Habré leído sólo unos cinco mil libros. Quiero decir, cinco mil lomos de libros. Y desde joven supe que Karen Horney es una sicoanalista y que Lorenzo El Magnífico no es un torero.

También soy, pues, un buen lector de solapas. Aceptable. Pero así como para echarme una obra completa, de pe a pa, qué quiere que le diga, menos. Entre otras cosas porque al leer un libro lo echa uno a perder; en primer lugar, desde el punto de vista meramente físico: se le curvan las esquinas, las portadas se desgastan y luego nunca falta la pinche gota de café.

Yo los libros los quiero impecables. Pulcros, tiesos y firmes. Que crujan cuando los abre uno, si no se tiene más remedio. Y sobre todo, un libro se echa a perder cuando, al leerlo, pierde todo el misterio que encerraba. Ya lo sabe uno. A veces, excepcionalmente, regresa uno y se los echa por segunda vez, e incluso puede resultar que se goce (no vaya usted a olvidar ni por un momento, caro leyente, que el goce no es siempre placentero) más que la primera.

En otras palabras, los libros son como las mujeres. Una vez que las posee uno, ya perdieron buena parte de atractivo, de su encanto. (Antes de que me eche encima alguna vieja militante y brillantes, es posible que con los hombres suceda, poco o mucho, lo mismo. Pero no estoy seguro de que la cosa sea simétrica del todo).

Cuenta Somerset Maugham, ya no sé en cuál de sus solapas, que cuando la joven recién casada le reclama al esposo: "Cuando éramos novios me mimabas más", a lo que el bisoño cónyuge contesta: "Querida, uno no corre tras el tranvía después de haberse trepado". Lágrima al canto. No, pos sí. Pues con los libros, más allá o más acá, sucede lo mismo. Casanova era un bibliófilo, profunda e irremisiblemente hastiado.

Que el capitán del navío no haya leído una carta náutica en su puta vida no representa ningún problema siempre y cuando sepa navegar. Cuando el gran almirante llega a las costas de las Indias Occidentales a fines del XV, no contaba con ningún mapa. No sólo porque se aventuró por aguas procelosas e ignotas, sino porque, simplemente, tales refinamientos no existían, y el saber, tanto el de llegar a buen puerto como el de construir catedrales, se transmitía de manera oral. Y el de gobernar también.

La práctica totalidad de los hombres que construyeron la civilización humana hasta el Renacimiento, es decir, como 99.99% del tiempo de su existencia, no sólo no habían abierto ni libro ni papiro alguno, sino que ni siquiera sabían que tal cosa existiera. Es más, durante dos mil años, los únicos que los leían fueron los frailes, responsables no del progreso, sino de la detención y la ignorancia.

Por ello la anécdota, el desliz, el paso en falso o sencilla y llanamente la pendejada -llámelo usted como prefiera- del pre que quiere ser pre, precandidato que quiere ser presidente, no le va a costar más que unos cientos de votos. Pero es preocupante, no porque únicamente haya leído la Biblia, "El Libro" (Por lo visto el Eclesiástes, 3-7 se lo saltó: "Hay tiempo de hablar y tiempo de callar"),sino porque no haya sabido librar el brete con mayor desenvoltura.

Qué le costaba al Glostora, digo yo, qué le costaba, optar por una de tres opciones mucho más convincentes y elegantes que la que escogió, si es que la escogió. Una: "No me pregunte usted eso, amigo, he leído tanto y tengo tan mala memoria que me sería muy difícil e injusto darle el nombre de títulos y autores. Y todos me han dejado algo".

Dos: "Sabe usted, hace muchos años que no leo más que documentos y resúmenes de prensa. La de político es una profesión tirana. Espero, al jubilarme, tener tiempo para disfrutar tranquilamente de la lectura". O tres, la que más me hubiera gustado a mí: "Mire, mis tres libros de cabecera son El Principito, de Machiavelo, La autobiografía de Martin Burger King, o alguno de José Luis Borgues, que me recomendaron.

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